“¡Una comedia como sólo los italianos saben hacer!”, exclama el afiche promocional del nuevo largometraje de Fausto Brizzi, un realizador experimentado y taquillero en su país de origen, aunque en la Argentina sólo se haya conocido su anterior Todos tenemos un... ex (2009). A todas luces, la frase resulta algo ofensiva para los creadores de los mejores ejemplares del humor cinematográfico italiano de los años 50 y 60: Forever Young (el título original en inglés remite al famoso hit de la banda Alphaville) no llega ni a los talones de esa enorme bota llena de grandes nombres y títulos. En el fondo, la película de Brizzi no es otra cosa que un refrito de lugares comunes oriundos del costumbrismo más ramplón, cosidos con hilo sisal en un relato que casi no deja lugar alguno para las sutilezas. O la gracia, a excepción de algunos chispazos aislados de comicidad tópica.
La excusa y leitmotiv que mueve a los personajes principales es el inexorable paso del tiempo: el tránsito por la mediana edad, en tres de los casos, o la cercanía de la tercera, en el cuarto. Tres hombres y una mujer enfrascados en relaciones amorosas con parejas mucho más jóvenes, obsesionados con un ideal de performance deportiva poco apta para su edad o directamente embelesados con un estilo de vida que la portación de canas traiciona a primera vista. Todos muy simpáticos, desde luego, aunque en la vertiente un tanto zopenca del término, con la excepción de la Angela encarnada por Sabrina Ferilli, a la cual se supo dotar de cierta inteligencia y sentido común. El exitoso dueño de una estación de radio FM (Fabrizio Bentivoglio), por el contrario, no puede evitar una casi patológica necesidad de mentirle a todo aquel con quien se cruza, en particular a sus dos amantes: una jovencísima estudiante que lo mantiene social y sexualmente ocupado y una mujer de cuarenta y largos que parece ofrecerle un tipo de solaz más relajado y profundo.
El guión de Por siempre jóvenes, escrito a seis manos, se ocupa esencialmente de cruzar esas cuatro líneas narrativas para mantener al espectador atento, sostener hasta las últimas consecuencias los equívocos cada vez más ridículos de algunos de los personajes y disparar cada dos o tres minutos un cliché cultural basado en alguna clase de opuesto (juventud/ adultez, deporte/ obesidad, culto/ popular, hecho en casa/ industrial, etcétera). Una serie de encuentros del así llamado Diego DJ –un conductor de radio otrora muy escuchado y ahora desempleado– con los dueños de diferentes emisoras es sintomático del esquema de sketch televisivo que invade más de una escena. Y si bien la película, afortunadamente, nunca cae en el clásico golpe bajo dramático que pretende sumarle a la ecuación innecesarios aires de relevancia, también es cierto que una apuesta al absurdo y el disparate sin ambages hubiera reencauzado la línea humorística hacia terrenos más saludables. Así dadas las cosas, esta comedia rutinaria en casi todos los sentidos, sostenida en gran medida por un reparto absolutamente profesional, genera esencialmente indiferencia y, por momentos, una pizca de vergüenza ajena.