La cordillera, tercer film de ficción de Santiago Mitre después de El estudiante (2011) y La patota (2015), puede ser vista como una autorrespuesta, pesimista y disruptiva, a la primera de ellas. Escrita por Mitre junto a Mariano Llinás –que también lo acompañó en ese rol en sus otros dos films–, la película que en mayo pasado se presentó en la sección Un Certain Regard de Cannes –coproducción con Francia y España– pone a su protagonista, representante ahora del más alto escalón de la política nacional, frente a una opción semejante a la que se enfrentaba el político si se quiere amateur de la ópera prima de Mitre. Pero en esta ocasión no habrá lugar para renuncias dignas. A la vez, en La cordillera Mitre y Llinás construyen un thriller político de estructura, progresión y tensión tan clásicas como las de El estudiante. Pero sólo para torpedear, en los últimos tramos, ese pulido clasicismo realista con un verosímil proveniente de la esfera de lo sobrenatural, que tuerce la película entera como un transatlántico escorado. Más allá de las intenciones, lo que debe verse es qué papel juega la brusca introducción de ese orden en el relato, y de qué modo lo hace.
La cordillera se abre con una suerte de prólogo, en el que se utiliza a un personaje-vehículo (a la sazón, un técnico que viene a reparar unos equipos de refrigeración) que sirve como soporte para que, a primerísima hora de la mañana, la cámara ingrese en la Casa Rosada (la Casa Rosada real, que costó conseguir pero se consiguió), recorriendo todos sus vericuetos desde la cocina hasta los salones del poder. La intención del largo plano–secuencia es la misma que la del movimiento semejante, en la Facultad de Sociales, con que se iniciaba El estudiante: que el espectador tenga la sensación de estar ingresando a un mundo laberíntico. Pero la diferencia entre un travelling y otro es que aquí se usa a un personaje que no cumple otra función que la utilitaria, lo cual puede generar falsas expectativas. “¿Pasará algo con los equipos de refrigeración más adelante?, ¿el tipo será un espía?”, puede preguntarse el espectador, teniendo en cuenta el aire de thriller, las prevenciones de la vigilancia y el modo en que la cuestión del técnico y los equipos se esfuma súbitamente.
Secretaria privada del Presidente, Luisa Cordero (Érica Rivas, ajustada como siempre) informa al Primer Ministro Mariano Castex (Gerardo Romano, convertido desde hace un tiempo en notable secundario) que el ex yerno presidencial va a presentar una denuncia por corrupción, en relación con unos campos. Castex da orden de tapar el asunto hasta después de una cumbre de presidentes latinoamericanos que va a tener lugar en Chile a partir del día siguiente. Queda plantada esa semilla argumental y se presenta al Presidente argentino Hernán Blanco (Ricardo Darín, de más está decir que perfecto), en viaje junto a sus asesores para asistir a la reunión fundacional de la Alianza Petrolera del Sur. Una asociación continental se diría que a destiempo, en momentos en que el petróleo no parece tener ni gran popularidad ni gran futuro. A pesar de eso, las intrigas corren como si se jugara el destino latinoamericano al pie de los Andes nevados, con un Presidente brasileño con ambiciones de liderazgo continental, el Presidente mexicano (Daniel Giménez–Cacho) tratando de convencer a Blanco de ir contra él y a favor de Estados Unidos, y Castex y el Ministro de Relaciones Exteriores argentino (Héctor Díaz) enfrentados como perro y gato.
En medio de todo eso, en el hotel chileno cayó la hija de Blanco, Marina (Dolores Fonzi), estresada por el tema de su ex, y eso obliga al Presidente a dividir su atención entre la alta política y el afecto paterno. Cuando la situación de Marina se agrave habrá que recurrir a un psiquiatra local y éste sugerirá un tratamiento de hipnosis con péndulo incluido, primer signo de que la película ambiciona coquetear con terrenos que no son los del realismo. Hay dos preguntas para hacerse en relación con el posterior ingreso de lo sobrenatural: cómo y para qué. El cómo es tardío, apurado, poco elegante. En medio de una entrevista, de pronto una periodista española (Elena Anaya, protagonista de La piel que habito) le pregunta sin motivo a Blanco si cree que el mal existe, lo cual da pie a una alusión al diablo. Esta escena está pensada como preámbulo a cierto pacto fáustico que tiene lugar poco más adelante, y que es difícil entender –éste es el “para qué”– por qué motivo se planteó en términos sobrenaturales cuando se pudo haber resuelto en el plano realista en el que la película se venía manejando. Una cosa son El bebé de Rosemary o El exorcista, que conducen progresiva e indefectiblemente a lo sobrenatural, y otra este intento de “el infierno por asalto”, casi en tiempo de descuento.