Un taxista se ve impedido de trabajar por un piquete. Eso es más que suficiente para dispararle “conclusiones” a las que este buen hombre llegará con facilidad: “Son todos vagos y planeros y en este país nadie quiere trabajar”. Hasta ahí es comprensible. Después de todo es su vida y su trabajo. Pero basta con que se suba el primer pasajero para que este trabajador argentino haga de esta indignación o frustración toda una ideología. Y se la vomita al pasajero. Y siente, cree, que su resentimiento es más que suficiente para diagnosticar a un país.

No es necesario ser taxista para caer en esta trampa, argentinos míos. Se puede ser peluquera, churrero o médico. La profesión no importa, porque esta trampita que nos juega la cabeza es seductora y práctica cuando uno es perezoso para pensar. Es que pensar no es sencillo. Y pensar bien, mucho menos. Sacar conclusiones certeras de lo que uno aprendió en la vida, no es para cualquiera. Y creer que lo que uno sufre es el dolor de todos y su remedio el remedio de todos los males, es un atajo muy atractivo.

Siempre, se piense como se piense, se recurre (o se debe recurrir) a lo que se sabe. Es el “marco de referencia”: libros, películas, viajes y experiencias en general (la conocida universidad de la calle). Se abreva ahí y se sacan las conclusiones. Se piensa. De ahí que, para algunos, un embotellamiento puede ser una experiencia como la del taxista, y para otros algo que los haga recordar el cuento “La autopista del sur” de Julio Cortázar, de donde sacará conclusiones sobre modernidad, capitalismo o lo que fuere.

Pero hay gente que ha viajado mucho y ha tenido experiencias tremendas y no saca conclusiones interesantes porque es burra o vaga para pensar. Es esa gente que viaja de turista a un país con veinte siglos de historia, se baja del crucero, se toma un helado y ya sabe que ese país que acaba de pisar es mejor que el suyo (el nuestro) porque el helado le llegó por cinta transportadora y no en las manos de un mozo.

La trampa de su cabeza, la trampa que lo lleva a transformar su frustración, su resentimiento, y por qué no su odio, en ideología es la que le hace olvidar que ese país que visita por unas horas tiene quince siglos más de historia que el suyo (el nuestro) y nos saqueó varias veces. Y ni hablar de que para comparar debería informarse de cuestiones históricas o religiosas. A su favor hay que decir que entender este mundo veloz y resbaloso es un doble desafío. Incluso los pensadores, esa “casta” conocido como intelectuales, en la que podríamos incluir también a los artistas, a menudo parecen estar viendo otro canal.

Esta práctica de transformar el resentimiento en ideología lo aprovechan bien los que nos quieren enojados y frustrados y disponibles para caer en las trampas de cualquier tipo de mesianismo o solución drástica y final, de mano dura y de balas para todos. Nos quieren hacer creer que el problema de Argentina es el problema del ombligo de cada uno. Pero claro, cómo voy a estar equivocado si mi ombligo (y mi endurecido corazón y mi cabeza algo vacía) me dice que no.

Si se acepta este sofisma como una verdad, todo se hace más simple y más cristalino. Al menos en apariencia. Pero así ya no es necesario ver más lejos, leer algún libro o escuchar a alguien que sabe más que uno.

Hay otra categoría, que se encuentra no solo entre la gente que no quiere pensar, sino también entre la gente que sabe pensar pero no tiene ganas. O que prefiere hacer trampas. Es una práctica que lleva adelante también gente formada, leída, con herramientas para pensar. Hasta hay gente de bien que anda por la vida pregonando tremendas conclusiones sobre el amor y la familia, incluidos sus promocionados finales, porque en el reparto les tocó casarse con una bruja o con un pelotudo, que los hay los hay.

A ustedes yo les aconsejarían usar este sistema de argumento. En caso de verse demolido en un debate de sobremesa, por ejemplo. Es que es muy difícil de rebatir. Como lo es para nosotros cada vez que escuchamos al taxista decir que el problema de este país son los que quieren vivir de un plan y nos señala con la mano a un montón de gente que pide planes.

Aclaro, si van a usar esta técnica, no la compliquen. Cuanto más elemental, más difícil de rebatir. Cuanto más obvia, más fácil de hacérsela creer a los vagos para pensar. Y lo bueno es que la lista de temas es casi infinita. Se puede usar ante las decepciones con la política, con cuestiones de familia, de amor, amistad, y un largo etcétera.

Y por último vaya mi cariño a todos los taxistas por haberlos usado de ejemplo. Es que me tocaron dos seguidos con el mismo discurso y me dejaron la pelota picando. Les prometo que la próxima vez pido un remise. O mejor camino con los auriculares puestos para no escuchar a los resentidos que se creen dueños de la verdad. Y ahora no me estoy refiriendo a los taxistas.

 

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