Mi madre era dueña de una dulce voz. Acostumbraba a tararear melodías según sus estados de ánimo, en ocasiones las mechaba cantando estrofas inventadas a su antojo. Llevo grabadas en mis huesos canciones de cuna talladas con la fuerza de un torrente de leche tibia y calmo mirar. En los tiempos en que la madre era la primera maestra y la señorita la segunda mamá, la lección que retumbaba en el aula de mi casa era que para ser alguien en la vida había que estudiar mucho, concepto que dejaba más que claro nuestra condición de nadie.
La ambición desmedida de la clase media por ascender económicamente, empujada por el pánico a la pobreza, en muchos casos provoca confusión entre el nivel y la calidad de vida obtenida. Me preparé para contar billetes jugando a El Estanciero, aprendí a asociar al azar únicamente con los números sorteados en la lotería familiar, el objetivo final, el único juego para entretenerse en la vida, parecía ser contar dinero, aunque fuera de terceros, un buen camino para lograrlo era cursar la carrera de ciencias económicas. Mi tío Ignacio, la oveja negra de la familia, era contador… de cuentos, un hombre medio ladino, renegado y trasnochador, según las filosas lenguas de sus hermanas, quienes nunca le perdonaron, al único varón del grupo, no tener hijos con el único fin de que no se perdiera el apellido Andino.
El criticado, más que eternizar el mandato, había elegido interpretarlo, sentirlo, formar parte de una cultura sepultada en la llanura bajo filosofías, idiomas y costumbres provenientes desde el otro lado del mar. El cuentista, en mis años tiernos, me enseñó a mirar el cielo durante las noches, inventar constelaciones, celebrar el Inti Raymi, fabricar un almanaque lunar de trece meses, dibujar chakanas, entre otras actividades novedosas. Un domingo a la tarde, mientras le cambiaba una de las cuerdas a su guitarra, me advirtió que el tiempo corría muy rápido, que no era de gente inteligente tratar de alcanzarlo, menos aún de enfrentarlo, lo mejor era caminar despacio, apreciando cada detalle del camino, la música era para mi tío, el mejor invento para detener el tiempo.
En mi adolescencia, nadie se preocupaba demasiado en rastrear mis compulsivas fugas, todos sabían que mi refugio era la "última casa del fin del mundo", su rancho en Paganini, situado frente a un descampado y de espaldas a la tecnología, en dónde un gallo era el despertador, el timbre, un tero, un ganso la alarma activada y Huayna, una perra mestiza, compinche durante el día y por las noches, la sombra del solitario.
En su humilde vivienda, no encajaba, entre el decorado de cerámicas y esculturas andinas, una lámpara de estilo oriental que lucía con orgullo como centro de mesa sobre una carpeta tejida con fibra de cabuya. Alguna vez me inventó su historia, recordó haberla encontrado hacía muchos años sobre un banco de la plaza López, al frotarla varias veces, salió desde su interior un genio del tamaño de una palmera gigante, quien con voz de mujer lo invitó a elegir entre tres opciones, la vida eterna, todo el dinero del mundo o un extracto de la sabiduría humana.
Después de elegir, sin titubear, el tercero de los ofrecimientos y ya con el don de erudito en su poder, recordó su primera reflexión en voz alta, ”¡Qué pedazo de otario que fui, cómo no elegí la guita!".
Como todo joven, dejé de escuchar para comenzar a preguntar, en una de nuestras habituales caminatas hasta Villa del Prado, quise saber su opinión sobre el amor, el fabulista no dudó en dividir dicho misterio en dos categorías, la primera, un fuego preexistente, un castigo que subleva la sangre, un pensamiento tirano que no te deja pensar, la segunda, un vínculo construido entre dos personas por miedo a la soledad.
En su caso, se confesó víctima del primero y de haber desechado al siguiente por llevarse bien con él mismo, además de ser consciente que era muy difícil encontrar un sabio millonario y no consideraba justo convivir con alguien a quien sólo podía brindarle silencio y contemplación, de la misma manera que tampoco estaba dispuesto a acompañar a nadie a lugares considerados divertidos en los que se aburría soberanamente.
Creo que esa fue la primera vez que no le creí del todo y me animé a preguntarle si era cierto que nunca se había sentido solo. Fue entonces cuando me puso una mano en el hombro y sin dejar de caminar a mi lado, me explicó que ningún hombre, independientemente de su estado civil, en el mismo instante que muere su madre, sin importar edad ni condición de la difunta, podrá librarse de sentir toda la soledad del mundo sobre sus hombros.
El Nacho murió de una forma absurda, el peor final para cualquiera de sus cuentos, un bolso colgado del manubrio de su bicicleta, con una boga recién pescada en su interior, se enredó entre los rayos de la rueda delantera, perdió el equilibrio y fue atropellado por un auto que pasaba a toda velocidad, conducido por un idiota que se dirigía apurado a ninguna parte.
Si bien lo llevo conmigo, lo recuerdo cada vez que contemplo la cruz del sur en el firmamento, lo nombro en voz alta cada primero de agosto junto al primer sorbo de caña con ruda, nunca lo tuve tan presente como en el mismo instante en el que se me fue mi vieja. La soledad cae desde el cielo como una catarata de silencios mudos, durante mi noche larga mí única compañía fue el insomnio.
A punto de perder la razón y un momento antes de traicionarme, ingiriendo pastillas para dormir, un impulso extraño me llevó a buscar entre mis tesoros guardados en un baúl aquella reliquia, único objeto que elegí como herencia familiar. Me la llevé a la cama, la froté con el extremo de la sábana humedecida por el llanto, la apoyé sobre la mesa de luz y me quedé mirando la nada en medio de la oscuridad. Después de algunos minutos, aquella dulce voz surgió mágicamente desde la lámpara, arrullándome con una vieja canción de cuna, hasta dejarme dormido como un bebé.