No sin cierta desesperación busco la entrada a la otra Buenos Aires. La última vez estaba tras una puerta más de un pasillo más sobre la calle Bonpland. Las paredes contiguas eran la nada misma de una pintura desteñida, sin otras marcas que los líquenes húmedos reinantes hasta la altura del zócalo. Desde allí los rayos concéntricos de la impronta de una moneda comenzaban a repetirse sucesivos invitando a pasar la puerta abierta más allá del zaguán, hasta atravesar el primer patio donde en un cuartito del fondo sonaba el rasguido de una guitarra. La melodía era la variación constante de un tango a manos de un hombre taciturno de rasgos achinados y tez cobriza quien en un gesto me indicó seguir la oscuridad de la última pared. 

Sin saber qué esperar de tal situación absurda o ingenua toqué aquella pared. No me pareció tan antigua como el aire rancio de la habitación o los rasguidos que ya eran monótonos y simulaban la base de una milonga campera. Saludé a la guitarra bajo la ansiedad de mis dedos por llevar algo de aquella casa abierta al regalo. El patio del regreso sin embargo no era el mismo patio. O no había visto al ingresar que ese patio se abría a un segundo patio que era un jardín ajedrezado, con especies únicas sólo conocidas por especialistas, que hablaban entre ellos de polinizaciones, bajo términos conceptuales inalcanzables, mientras un jardinero tensaba alambres perimetrales de un oro que por alguna fuerza me estaba vedado. 

Ante cada intento de desbrozar los alambres, la magnificencia de luces o el paso marcial de un ejército multifacético me atraían hacia más allá de los límites de ese jardín que se abría paso a un bosque lindante sobre la avenida de Mayo. La avenida estaba coronada a lo lejos por la Casa Rosada de color blanco inmaculado. Bajo un cielo más opaco que la Buenos Aires actual, miles y miles caminaban arrobados en los cantos silenciosos de sus auriculares. Los zumbidos dejaban escuchar un discurso empalagoso contra quienes denostaron al líder. Una nueva guerra estaba al caer. 

Distraído en el siempre deambular opuesto a la corriente y sin poder obtener un reloj o una billetera decente, pensé en algún problema político provincial o en algún penal mal cobrado del último domingo al ver tanto extranjero sonriendo en la marcha. Bajo el imperio del hambre tomé de una mesa, no sin empezar a correr primero, algo muy parecido a un choripán agridulce cuyos últimos mordiscos los di subido a lo más alto del obelisco donde las pude ver. Eran dos mujeres de edad vestidas de gris. Algo angelical resaltaba su falta de egoísmo o su falta de egoísmos le daba ese andar inocente entre medio de la gente multicolor que seguía asistiendo al llamado. Sin perderlas de vista, Buenos Aires se anunció bajo mi. Su forma era la forma del mundo. 

Cada país, o mejor cada cultura, formaban los barrios de la ciudad cosmopolita llena de gentes que apenas se mezclaban en su lengua o en sus rasgos identitarios. El nombre del líder era comenzado a gritar bajo los mil tonos con cierta regularidad. Las pantallas con sus ritmos casi me engañan de perder a las mujeres. A pesar de no haber visto el rostro del líder, vi acelerar el paso de la gente. Bajé casi con urgencia al tiempo que las imágenes en las pantallas se dividían entre un teclado o tableros con botones y una tierra lejana conocida de cuyo nombre siempre fui capaz de ignorar. Las mujeres se dirigieron a la siguiente estación del subte, llamado metro, con dirección al oriente. Nos bajamos en Okinawa atropellados por quienes buscaban llegar para ver de frente la definición del líder. Al ganar la calle se intensificaron los gritos. La mano del líder parecía hacerse esperar acelerando el canto de su nombre. Al unísono, según el resplandor esperado de los destellos, salté y desde atrás arrebaté el colgante de la mujer más grande, que la otra nombró Mirtha. Mirtha me miró con la indulgencia de quien conoce la esencia del prójimo. Me alejé sin prisa en esa noche embriagante llena de gritos desinteresados de saberse los dueños del mundo. Para mí asombro el rostro de todos y cada uno se asemejaba a mí rostro. Había una satisfacción reconocida en la habilidad de efectuar el despojo. No recuerdo mucho después de agregarme a unos festejos en una calle menor o un pasaje empedrado como si fuera Lisboa o Sicilia. Sé que al despertar estaba acostado en un banco de la estación Constitución a punto de ser reclamado por los uniformados. El colgante seguía en mi bolsillo derecho. Lo revisé en los baños de la estación y lo sigo revisando en cuantos ojos de anticuario encuentro para saber el origen de ese oro grabado con signos indescifrables.

 

Han pasado dos años. Ya no soy el mismo. El rostro de Mirtha se aparece en el rostro de todos los inocentes y aún de los no tan inocentes. De más está decir que he fatigado la calle Bonpland sin haber vuelto a encontrar la casa de pared insulsa y monedas codiciosas grabadas en los zócalos. Por las madrugadas me despierto pensando en quién era esa Mirtha gris del otro Buenos Aires y salgo buscando las puertas abiertas para devolver su colgante. A veces, después de recaer en mi vieja costumbre, me parece escuchar los rasguidos de la guitarra tras algún paredón o en los fondos de alguna casa de altos o creo ver los ojos achinados y la tez cobriza disolviéndose con ritmos variados entre las multitudes, y me tranquiliza saber que tras alguna puerta volveré a encontrar la otra Buenos Aires.