Vidas como la de J. Robert Oppenheimer se vuelven mitos, porque cifran muchas cuestiones, sobre las cuales cada época tendrá algo que decir. También de cara a esa revisión y por qué no justificación constante que Estados Unidos hace de sí, capaz como es –con Hollywood como maquinaria simbólica– de avalar o cuestionar según el aire político y su coyuntura. Hay quienes piensan que así es el cine norteamericano todo. Pero generalizar no es siempre la mejor vara, y meter en mismo saco a todo film o realizador no es justo. La mirada autocrítica, guste o no, estuvo y está en el cine norteamericano, y es este el rasgo que todavía lo oxigena, aun cuando su artesanía agonice.

Aquí, entonces, Christopher Nolan. Es tal el panorama mediocre de Hollywood (¿qué es hoy Hollywood?), que Nolan asoma como un auteur. En este sentido, tiene rasgos que lo validan como tal, a través de una puesta en escena diferencial y reconocible; así es por ejemplo en dos de sus mejores películas: Memento y Tenet. La ilación temporal es un ida y vuelta simultáneo, pasible de ser suturada a través del noir o la ciencia ficción, según corresponda. Cuando no hay “mensajes” –algo en lo que el director incide; allí su Batman (nada romántico, demasiado policía) o Interestelar, que de tan “explicada” se vuelve un manual–, Nolan brilla mejor. Como también en Dunkerque, si se exceptúa el final, cuando la prédica asoma y plancha la experiencia sensorial. Aun así, Nolan es de los directores que sobresalen. Talento no le falta, y en Oppenheimer hay mucho a destacar.

En principio, Oppenheimer le permite la excusa precisa para modelar épocas históricas y cinéfilas. De este modo, el film (y este sí es un film, como señalan sus credits finales: This film was shot and edited in film; toda una declaración de principios en tiempos digitales) se estructura, matices mediante, desde dos décadas: los ’40 y los ’50. En la primera, en el caldo de cultivo suscitado por la guerra y la carrera contra el tiempo para dar antes que los nazis con la invención de la bomba atómica; en la segunda, en la paranoia macarthista y el clima de delación de la Guerra Fría. El pliegue entre ambas lo significa Oppenheimer. En una de ellas, es el héroe que persigue su cometido y la victoria; en la otra, es el sospechado de traición a la patria. Ambas, caras de la misma moneda.

Como se ve, asoma otra vez la estructura dual del cine del director; pasado y futuro son intercambiables y rebotan entre sí como solo el montaje cinematográfico puede. De este modo, imágenes aparentemente inconexas terminan por encontrar su lugar a medida que el relato avanza. El ordenamiento temporal, en todo caso, surge como correlación entre estos dos grandes bloques, mediante flashbacks y flashforwards; uno y otro se requieren en su contraste. El blanco y negro, y el color, son otras de las maneras de pautar esta diferencia de partes imbricadas. También ofician así los géneros narrativos empleados.

En este sentido, Oppenheimer distingue dos arcos que bien podrían vincularse con el género bélico (o antibélico, según se mire) y el drama judicial: mientras la primera parte del film tiene su acento en la invención de la bomba, la segunda lo hace en el escarnio político, de juicio amañado, sobre el científico. La variación genérica permite un disfrute distintivo según el caso, a la manera de dos películas superpuestas; allí el disfrute cinéfilo, porque los años ’40 y ’50 han sido modelados por el propio cine, y volver a aquellas épocas es hacerlo a su iconografía cinematográfica. En este sentido, Nolan no es alguien dedicado a reescribir los géneros –como bien podría pensarse, para el caso, en los hermanos Coen o en David Lynch–, pero sí es afecto a las marcas genéricas con las cuales pautar el relato: The Dark Knight puede ser un film sobrevalorado (lo es), pero la secuencia inicial con el robo al banco es un mini-film en sí mismo, de diálogo consciente con películas con robos similares.

De este modo, Oppenheimer es el héroe pero también el villano. Dependerá del contexto. Portada del Time o amenaza comunista, es la figura sobre la cual el entorno se delinea. También de acuerdo con la guía ofrecida por la connivencia entre gobierno y medios. El público, la audiencia, la ciudadanía, reaccionará según las piezas jugadas. La dualidad guiará también la marcación actoral: el Oppenheimer de Cillian Murphy será activo o pasivo, de la mente brillante que acciona respuestas complejas a la estoicidad con la que recibe las acusaciones. Así también el gobierno: dispuesto a pasar por alto las simpatías sindicales del científico estrella para luego enrostrarlas según convenga. Mientras, en las sombras, un amo de títeres espera. Como se sabe, todo poder conlleva un secreto.

Oppenheimer ofrece un fresco hilvanado con mesura, de duración necesariamente extendida (3 horas), aun con algunas situaciones un tanto subrayadas (como la manera con la cual Nolan “visibiliza” la infidelidad de Oppenheimer a los ojos de su esposa), que maceran con paciencia dos situaciones anheladas. Una de ellas, es la prueba atómica (de diseño sonoro calculado, magnífico); la otra, es el dictamen que arroje el simulacro de juicio. Los resultados en uno y otro caso serán previsibles; no así la combustión que entre ambos se provoca. Allí está la resultante, el corolario premeditado.

Nolan es un obsesivo y teje meticuloso sus películas. No es Kubrick –aun cuando con él quiera emparentarse, como lo hizo con Interestelar–, tampoco se trata de que deba serlo. Al menos y no es poco, pone en juego una mirada personal, a veces acomodaticia, otras un poco más sobresaliente. Como sea, Oppenheimer es una de sus mejores películas.

Oppenheimer 8 puntos

EE.UU./Reino Unido, 2023

Dirección y guion: Christopher Nolan.

Música: Ludwig Göransson.

Fotografía: Hoyte Van Hoytema.

Montaje: Jennifer Lame.

Intérpretes: Cyllian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr., Matt Damon, Casey Affleck, Kenneth Branagh, Rami Malek, Gary Oldman,

Duración: 180 minutos.

Distribuidora: UIP.