No queremos aguar el éxito del macrismo en estas elecciones. Nos gustan las fiestas democráticas y entonces no echaremos cenizas sobre el asado. Pero para comer la carne se necesita algo más que decir que hay carbón. Se necesita saber prender el fuego. Y saber cuándo la carne está a punto. No vale sacarla antes. O después. Ocurrió que la madre de todas las batallas, la elección en la provincia de Buenos Aires, se pareció más a un asado con carne cruda por parte del macrismo porque se anticipó a festejar un triunfo que no tuvo. No hizo fraude, pero manipuló la carga de datos –no vale la pena insistir con un detalle que ya todos los analistas y testimonio demostraron– hasta lo indecible para la historia electoral argentina del último medio siglo. Una sombra de década infame y fraude patriótico que no merecen los republicanos, claro, aunque muchos de los integrantes del macrismo sean sus descendientes. Lo cierto es que la operación de posverdad armada hasta las once de la noche del domingo 13 de agosto por la cual festejaban con globos y papel picado una victoria no parida tenía por objetivo no sólo evitar que Macri saludara como corresponde a Cristina por el triunfo sino para la instalación de una percepción global: que la alianza de la derecha vernácula se imponía en todo el país sin oposición. Hubo republicanismo cero en esa manipulación. Ni qué hablar en que como una verdadera fuerza política deberían haber felicitado al contrincante nacional: Unidad Ciudadana. El problema del régimen macrista –un estado sostenido por la tríada poder económico-político-mediático-judicial–, con un comando indelegable y unificado por primera vez en cien años, es que esa oposición es el kirchnerismo, su archienemigo demonizado en la figura desafiante de Cristina Fernández de Kirchner. El régimen macrista explotó la técnica de la posverdad como pocas veces se vio en escena. La desesperación por vender un triunfo que ya sabían que no tenían –nunca admitieron ni María Eugenia Vidal ni Esteban Bullrich que habían ganado– comenzó a desmoronarse hacia las 23 horas, cuando no se podía ya retener el conteo de votos de las zonas donde el kirchnerismo arrasó. Y esa operación de posverdad desesperada, que engarza con mentir a sabiendas para lograr engañar al otro, empañó lo que fue evidente: el macrismo se transformó en estas primarias en la primera minoría política nacional con un comando unificado, con unos 8 millones y medio de votos. Pero también reveló que enfrente se levantó como una muralla –a pesar del fuego demoledor de persecución y estigmatización– la sombra terrible de Cristina como líder de la oposición con unos 6 millones y medio de votos a nivel nacional, quedándose con dos de los territorios más importantes: PBA y Santa Fe. Ni los macristas deberían seguir mintiendo, ni los kirchneristas llorar porque son la segunda minoría efectiva del país. Los problemas del macrismo están en curso: el saqueo, endeudamiento, arrasamiento de derechos sociales –sumado a un indisimulable montaje del un aparato represivo pertinaz que tiene una presa política como Milagro Sala y un desaparecido como Santiago Maldonado– tarde o temprano disipará la nube de la propaganda goebbeliana sobre la cabeza de la gente. El kirchnerismo tiene el problema de la dispersión del comando político. La vasta avenida del medio entró en colisión con lo extremo del momento del capitalismo: se trata de un comando de tareas en estos pagos del capital financiero que busca primarizar y desindustrializar la Argentina arrasando el siglo XX. No se trata, como señaló Jorge Giles en una nota, de terminar con el empleo. Se trata de hacer desaparecer la categoría trabajo. Por tanto, quedan en pie los dos modelos históricos que se enfrentaron desde 1825, cuando fue derrotada la Revolución de Mayo y sus próceres muertos o perseguidos o exiliados, con la era rivadaviana. Dos modelos, la grieta histórica que expresan sin duda Macri y Cristina: el agroexportador financiero; el de desarrollo industrial basado en el mercado interno, integrado nacionalmente y regionalmente, con altos salarios. Un modelo de deuda externa y saqueo donde sobran 20 millones de argentinos o un modelo inclusivo socialmente. Puestos frente a frente, esta batalla política no puede ser vista como una foto. Es la película de la Argentina la que sigue rodándose: desde la Guerra Gaucha hasta los búnker de Costa Salguero donde Macri bailó e hizo que festejaba un triunfo que no tuvo o de Arsenal donde una mujer, entera por cierto, cabal por cierto, esperó hasta la madrugada acompañada no por voluntarios sino por militantes que la operación que intentaba enviarla al exilio fracasara hasta la irrisoria cifra de 0,01 décima con la cual pararon el cómputo de los votos para que no ocurriera en la pantalla lo que ya había ocurrido: ganó la madre de todas las batallas y se prepara desde allí para reunir a los millones que están dispuestos a que no les roben no sólo los bienes sino la historia.