De niños y de jóvenes, estar solos y ociosos significaba inmediatamente para nosotros construir lugares imaginarios y fábulas e historias de las que éramos protagonistas. Lugares e historias que llenábamos de personas, algunas inventadas, otras sacadas de nuestra vida real. En la infancia, las personas inventadas eran la mayoría, y teníamos la impresión de construir escenarios para ellas. En aquella época, las personas reales nos parecían faltas de importancia.
Más de una vez hemos buscado, ahondando en nuestra lejana infancia, la época en que empezamos a fantasear. Pero no logramos recordar con exactitud cuándo fue. En nuestros recuerdos más lejanos, encontramos sueños.
Creo que cada uno de nosotros, de niño, ha dado a sus fantasías un nombre suyo. Yo lo llamaba “hablar de noche”. Aunque la verdad es que no fantaseaba solo de noche, sino también de día. Creo que la palabra “noche” indicaba para mí las cualidades ocultas y nocturnas del fantasear.
De niña hospedaba en mi fantasía poblaciones enteras de personajes, que bullían en mis horas de soledad como un ejército de hormigas. Eran en parte mis súbditos, en parte mis cómplices de conspiraciones contra el gobierno, en parte mis malignos y molestos persecutores. Los llamaba “los nosotros” porque así solían denominarse. Solían chillar a coro, vanagloriarse, y exhibir con insolencia su maligna voluntad. Eran pequeñísimos, un pueblo de enanos negros hormigueante y vanidoso. Me hacían enfadar, llorar, susurrar y discutir, pero sobre todo me hacían reír, ensordeciéndome con sus chillidos. Por razones que ni yo misma sabía explicarme, no debía revelar a nadie su existencia.
A veces, andando en la calle con mi madre, me ponía a fantasear como si estuviera sola en mi habitación. Los “nosotros” me ensordecían con sus gritonas peticiones, yo les respondía con señales, muecas, susurros. Mi madre me preguntaba por qué hacía gestos como si fuera un mono. Entonces sentí una gran vergüenza. No había nada que me gustara tanto como “hablar de noche”, pero por la calle y en presencia de mi madre, de repente hablar con los “nosotros” se me antojaba una cosa deshonrosa y humillante. Pensaba que era la única persona del mundo que tenía un secreto tan extraño, tan ridículo, tan humillante. Creía que probablemente estaba loca.
Más tarde me cansé de los “nosotros” porque me parecieron demasiados. Me inventé a una persona a la que le di un rostro bellísimo, una camisa estilo zuavo, y una espesa y rizada melena rubia. Le di un nombre. Era “el príncipe Sergio”. También le di una hermana, tres hermanos, algunos osos, un perro lobo bastante feroz. Le di unas casas muy suntuosas, que usaba para esconderse. A pesar de ser muy rico, era un prófugo que se había escapado de Rusia durante la revolución con secretos de Estado, De él me gustaba su vida principesca y errante. Cambiaba continuamente de casa porque lo perseguían. Solía llamarlo a menudo por teléfono en cuanto me quedaba sola, haciendo el gesto de sujetar el auricular. Decía: “Hola ¿está el príncipe Sergio?”; a veces respondía él, otras su hermana Vassilissa. Tuvimos una historia de amor que duró muchos años. Las palabras “Hola ¿está el príncipe?” todavía siguen vivas en mi memoria. Tengo la impresión de encontrarme dando vueltas por las habitaciones vacías con una vieja pantufla en la mano.
Acabada la infancia me cansé de seres inventados. Llenar los sueños con personas reales era más divertido.
Fragmento del texto "Vida imaginaria" que en el volumen del mismo nombre publicado por Lumen reúne textos de Natalia Ginzburg. Vida imaginaria fue publicado en Italia en 1974 y permanecía inédito en castellano.