En aquella época los cines eran nuestro bunker. Había películas continuadas en las salas de barrio, unas tres que empezaban a las dos de la tarde y terminaban a medianoche. Durante la semana por la tarde el programa juntaba a jubilados, amas de casa, estudiantes haciéndose la rata, una audiencia clásica a la que en aquellos tiempos turbios nos habíamos agregado nosotros: los cines vespertinos y los hoteles alojamiento nocturnos eran la mejor manera de escapar de los Ford Falcon y las delaciones.
Al “Majestic” del Once, uno de nuestros favoritos, llegamos con la segunda película apenas empezada. A esa hora estaba semivacío, así que nos dividimos: yo con mamá en las butacas del centro y mi hermano con el viejo un poco detrás. La película consiguió el milagro de distraernos. Era increíble que el censor la hubiera dejado pasar, quizás la había clasificado como una de guerra, aunque cualquiera notaba los vínculos entre el presente y lo que había pasado durante la guerra en una remota aldea noruega. La cámara seguía a una familia que escapaba por un bosque rodeado de nazis, todo narrado por una voz femenina que tenía un tono de amarga remembranza:
“No importaba la neutralidad de Noruega, nos habían invadido y sabían de qué lado estábamos así que no nos quedó más remedio que dejar nuestra casa y refugiarnos en el bosque. La caminata fue accidentada e incierta. Por nuestro sabotaje habían arrasado buena parte de las casas, quedaban ruinas de madera y techo, cadáveres abandonados a perros famélicos y buitres. Bien entrada la tarde, como en un pedazo de cielo arrancado al infierno, aparecieron una mujer y cinco niños que nos contaron lo que había pasado y nos dieron refugio.
Debíamos haber cruzado la frontera porque no era fácil entenderlos. Aparentemente el marido y uno de los hijos habían sido capturados y ejecutados en represalia; fusilamientos al azar, cada ocho horas si no aparecían los culpables. Cuando nos dijo eso en esa lengua suya tan similar como peligrosamente ajena, desviamos la mirada. Pero la mujer nos juró con gestos persuasivos y palabras que entendíamos a medias que éramos hermanos: no nos denunciaría. Su casa estaba aislada en medio de un roquerío y una nube de pinos. No había otro refugio a la vista. En silencio, avergonzada, recé para que el marido y el hijo hubieran muerto sin revelar donde vivían.
Los nazis no eran el único problema. Con una segunda familia en la casa, el racionamiento de alimentos alcanzaba para limitar el hambre, no para anularlo. Una noche la madre nos contó su plan para eludir el cerco y conseguir víveres. No estábamos en condiciones de objetar, pero nos miramos con fatalidad y resignación, quizás la mujer se había arrepentido de su solidaridad, quizás había elegido su supervivencia y la de sus niños. A la mañana, como una vecina más de esa zona despoblada, tomó el tren hacia el pueblo sin problemas.
El peligro era a la vuelta. Con una panorámica, la cámara mostraba que había un intricada red de controles. Una bolsa de campesina abultada de víveres podía despertar sospechas, pero consiguió atravesar ese nuevo nudo de uniformes y perros policía. No bajó en la quinta estación, la suya, porque a esa hora los nazis tenían más controles allí. Como se había hecho de noche y todavía no había regresado, seguimos el plan que habíamos pactado con ella. El mayor de los hijos, un rubio angelical, nos llevó a una cueva que tenía una abertura minúscula. A mis hermanitos les hablamos de Ali Baba para sacarles el miedo, pero con la oscuridad y el frío era difícil capturar la magia del cuento, entre otras cosas porque, dialecto mediante, no estábamos seguros de que el rubio angelical que nos había llevado allí, no estuviera obedeciendo las órdenes de su madre para entregarnos.
Recién a la mañana pudimos ver esa geografía tan similar a la nuestra, un espejo de árboles iguales, de similares ondulaciones y rocas. Orientados por la precaria memoria de la noche anterior, conseguimos regresar a la casa. El último tramo fue el más difícil. Había un pelotón nazi a la redonda, almorzando en torno a un fuego, como en una pausa antes de una nueva ofensiva.
La mujer no estaba. Había provisiones, pero ella había salido con los otros cuatro niños. El ángel rubio nos explicó la odisea de su madre, los rodeos que había dado para sortear las patrullas, pero no le pudimos entender si ahora había ido a visitar familia o llevar víveres a vecinos hambrientos. Volvimos a sospechar una dolorosa decisión al ver esa jauría de lobos almorzando delante de su propia puerta: salvar a su familia, sacrificar la nuestra. Lo confirmamos cuando nos dimos cuenta de que el rubio angelical se había esfumado con la invisible discreción de un espíritu. Unos minutos después oímos el paso avasallador de las botas y unas explosiones. Un humo vaporoso y gris se filtró por los intersticios de las puertas y ventanas. Un feroz lengüetazo de fuego derrumbó la entrada.
Escapamos por el pasillo abriendo y cerrando puertas hasta llegar a la trasera, junto a la ventana, desde la que se veían las rocas, la montaña, los pinos y un sospechoso silencio. ¿Nos estaban esperando? Mamá lideró la fila, seguida por la más chiquita hasta llegar a mí, la hermana mayor, mientras papá trataba de controlar el fuego para que no impidiera nuestra retirada, alentándonos a que nos sumergiéramos en lo más profundo del bosque...”
Estábamos tan inmersos en esa huida incierta que tardamos en darnos cuenta de las linternas que perforaban la oscuridad del "Majestic". Las vio primero mi hermano. Papá le avisó a mamá que consiguió arrancar mi mirada de la pantalla. Solo había dos opciones. Esperar congelados a que verificaran nuestra identidad y nos salvara la suerte o ensayar una huida a la desesperada, prendiendo fuego a la alfombra para que cundiera el pánico y la desorientación. Detrás de la pantalla había puertas de emergencia, mamá fue la primera en arrastrarme acuclillada hacia allá mientras papá trataba con el encendedor, que no respondía porque hacía rato que andaba corto de benzina.
Nos ayudó la suerte. El fuego se prendió del otro lado, entre esas butacas aisladas que en la oscuridad habían parecido ocupadas por jubilados o estudiantes secundarios pero que obviamente eran nuestras, quizás el cine sobrevivía la malaria con las entradas que comprábamos los perseguidos. En medio del humo y los gritos, la película seguía proyectándose, tenía un empalagoso aire de inmortalidad, me costaba desprender los ojos de la pantalla, pero mamá me tironeó de la mano con un gesto airado. Lo último que vi fue que el padre sucumbía bajo el techo de la casa y me puse a llorar porque pensé que lo mismo le iba a pasar a papá, no iba a llegar a la puerta de emergencia, no alcanzaría a sumergirse entre los árboles y las rocas para conservar una vida que no duraría una eternidad pero que nos pertenecería mientras siguiéramos huyendo de los cines continuados hasta llegar a Noruega, hasta rozar el fin del mundo.