Como si hablase en voz alta consigo mismo, un anciano recuerda a su pueblo de Galicia. Se expresa en gallego o, más bien, en una forma castellanizada de la lengua de la gran Rosalía de Castro. Entre referencias a los sembrados y romerías de un tiempo feliz, su discurso entra en las zonas oscuras de los horrores vividos durante la Guerra Civil Española para luego narrar su vida en Buenos Aires. En Galego, obra que con dramaturgia y dirección de Julio Molina interpreta Gabriel Fernández en el Teatro del Pueblo (Lavalle 3636), tiempo y espacio se entrelazan en un aquí y un allá que a veces se tornan inciertos.
“Somos hijos del mismo padre teatral, Lorenzo Quinteros”, resume Molina al explicar la misma comprensión de la tarea creativa que comparte con el actor: “Nos entendemos aun en lo que no apreciamos de la misma manera”, completa en la entrevista con Página/12, en función de haber trabajado juntos en numerosas oportunidades. Galego fue gestándose durante la pandemia, a partir de unos textos que el actor tenía en carpeta desde hace 25 años. Así, en el paréntesis que significó el confinamiento fue tomando forma definitiva esta obra que presenta a un hombre singular. Un migrante que siente nostalgia del terruño que debió abandonar por fuerza mayor, pero que en caso de regresar, extrañará con la misma intensidad el país que lo recibió.
Provenientes de la memoria de las historias de su abuelo gallego, los textos que aportó el actor se amalgamaron a las anécdotas que le escuchó Molina a un vecino español. El relato final fue dosificando momentos humorísticos y escenas dramáticas vinculadas a la guerra y al franquismo. La obra, que fue ensayada bajo la parra de una casa de barrio, recupera el transcurrir del día hacia la noche en el diseño de luces de Ricardo Sica. “Quisimos conservar lo más posible lo que sucedía en esa casa donde apareció el germen creativo de esta obra, algo de la coloratura, de la fantasmagoría de ese espacio”, destaca el director.
-¿Qué es lo que más te interesó de los textos que aportó Fernández?
-La posibilidad de trabajar con la idea de alguien que está extrapolado, que duda sobre si está o no en un lugar. Un ser que rebota en su existencia entre acá y allá, en una pregunta abierta. Me gusta que los textos interroguen al espectador y que por ahí no den la posibilidad de dar respuestas.
-A pesar de que el personaje recuerda que su familia guardaba silencio sobre algunas situaciones vividas, él no puede parar de hablar…
-Es cierto, él habla de la clausura como una forma de tramitar la angustia. Pero en soledad, habla de un conglomerado de temas. Y así como pasa en la memoria, que no es lineal, en sus palabras aparece ese mismo ir y venir. Por la edad que tiene, el personaje está la mayor parte del tiempo sentado y sus acciones son acotadas. Pero hay un gran movimiento en su cabeza. Finalmente, la obra fue surgiendo en los ensayos: siempre es más orgánico el texto que termina de concebirse en la escena misma.
-Ésta no es la primera vez que experimentás con otras lenguas. En otra obra tuya, Curupaytí, los personajes hablaban en guaraní…
-Sí, y justo el guaraní y el gallego fueron lenguas prohibidas por dos dictadores, Stroessner y Franco, que estuvieron casi 40 años en el poder. El guaraní es un idioma que tiene una sonoridad muy bella, que nuestra condición de europeizados no nos deja apreciar. El trabajo que tiene que hacer el oído del espectador para seguir una obra en otra lengua que no es la suya me parece muy interesante.
-De todas maneras, hay que aclararle a los posibles espectadores que el gallego que habla el personaje se entiende sin problemas.
-Sí, porque habla un gallego aporteñado, de una musicalidad camuflada por haber vivido años aquí. A mí me interesa que el espectador perciba más que entienda. En el fenómeno de la percepción entran los sentimientos, que muchas veces no pueden explicarse con palabras.
-El desarraigo tiene mucho de melancolía…
-Bueno, yo tengo una naturaleza melancólica aun en mi inconsciente más profundo, en mis sueños. Y no tengo un imaginario liviano o una mirada ingenua de las cosas. Me crie con cierto salvajismo alrededor. Y también en El doble, el teatro que fundó Quinteros, se habilitaba lo dionisíaco y el riesgo. Creo que el arte pide cierta obscenidad. Pero en Galego pasa otra cosa muy diferente, porque es un material más emotivo.
* Galego, Teatro del Pueblo (Lavalle 3636), sábados a las 22.