1. Sé que no vas a leer mis mensajes, que pasarán unas horas antes de que puedas hacerlo. No importa.
Esto va a ser un monólogo hasta que puedas responderme. Necesito escribirte.
Estoy rodeada de gente, un poco amontonada. Conseguí un asiento, tengo la mochila a “upa”, la perspectiva desde acá me permite mirar a cada persona. Sabés cómo me gusta imaginar qué hacen, a qué se dedican, qué piensan, relacionar tatuajes con deseos, ropa con personalidades, zapatos con ocupaciones, mochilas con pasados. Veo celulares, auriculares, ningún libro físico, aunque distingo entre quienes leen del “celu” un texto y quienes solo miran publicaciones. Tomé el metro con un cansancio que no había sentido hasta hoy. No sé, me atraviesa un desgano. ¿Viste cuando te parece que algo se te queda entre la garganta y la panza, como que no sube ni baja?
2. Vos me conocés mejor que yo misma, no ignorás que estar acá, del otro lado del Atlántico, es una especie de meta cumplida para mí. A veces siento que realicé mis sueños de princesa sudamericana en París; que el original fue mejor que el proyecto. Sobre todo, cuando miro mis historias en IG que son siempre lindas: muestro unas pinceladas del barrio latino a través de la imagen de una librería de sueños, la foto de una copa de cabernet en un bar de la Sorbona o una selfie adelante de la torre Eiffel. Otras veces me pregunto si eso no es sólo mi self fiction. Una ficción que invento sobre mí misma. La duda es si prefiero seguir en la apariencia porque ahí encuentro los entusiasmos para seguir viviendo o pienso otro plan. Percibo la fusión: la mezcla entre esa cosa que me viene de muy adentro, con ese malestar igual al de antes, y mis incógnitas. Como que no encuentro el sentido de estar acá.
3. Me re- pregunto quién soy, cómo quiero seguir. Te pregunto. A veces me siento un hojaldre de miradas ajenas, sólo eso me constituye. Siempre corrí tratando de llenar el vacío, ese que sentía en el pueblo cada fin de semana en el boliche, o cada vez que sonaba el despertador para ir a la escuela. ¿Te acordás cómo devoraba los libros que me prestabas? Fueron mi salvavidas, literales.
4. Cuando conseguí trabajo y me vine para acá, sentí orgullo de mi título en la Facultad. Agradecimiento también. Creo que me detuve, paré de correr y también sospecho que empecé a vivir de un modo otro. Aunque quizás excesivamente preocupada en esa causa solitaria. Con arrogancia y desparpajo la camuflé en causas importantes, como poder devolverle a mi familia lo que recibí, traer a mamá y papá a París. Imaginate, ellos que salieron de Arroyo de los Patos sólo para ir a Córdoba.
Causas nunca suficientes. Tampoco llenan el hueco, porque ahora me doy cuenta de que ellos tienen una felicidad calma de sucesión de días sin sorpresas, de respirar con placer el olor de los yuyos cuando caminan a casa. Hablan sin necesidad de sacar palabras de la boca, les encanta saber la hora por las campanas de la iglesia, o por la sombra sobre el patio tanto como tomar mates a la tardecita de verano en el río, o las reuniones en el comedor en invierno, con ese fuego intenso en la chimenea que sólo papá puede sostener.
5. Todo eso me sabía a poco. Quise trabajar y vivir acá, en el primer mundo. Sé que me porté mal con vos. Entonces quería hacer mi vida y habitar el amor como historia o cuento clásico. Pretenciosa. Añoré un relato amoroso ficcional construido desde un principio, con un desarrollo emocionante e infaltable final épico. Amé, desamé, amé, amé, desamé. Y también odié. Sin embargo, acá estoy, sola, dispuesta a seguir transitando desencuentros.
Dice Perec que la vida es pasar de un espacio a otro tratando de golpearse lo menos posible.
6. Estoy llegando a la estación. Me resta caminar unas cuadras hasta ese departamento que todavía no es mi hogar. Disfrutaré de las luces, de las veredas limpias, del paisaje urbano que amo. Me quedaré despierta para esperar tu respuesta.
Abrazo infinito
E.