Hace cincuenta años, Bruce Lee trabajaba en la que sería la película más icónica de las artes marciales: Operación Dragón. No descansaba, había bajado 9 kilos y nada lo frenaba en su afán de trascender (y facturar). Pero había algo que lo impulsaba más: superar a su amigo y colega Steve McQueen. Quería ser ícono masculino, quería ser taquillero. Quería ser el mejor. Y que el mundo hablase de él.
Poco antes, en diciembre del '72, había terminado de filmar El regreso del dragón. Ya era una estrella del cine cuando lo llamaron de la Warner para hacer Operación Dragón, el primer filme posta de artes marciales de Hollywood. En la genial biografía de Matthew Polly, Bruce Lee - Una vida, se describe a un Lee insoportable, egocéntrico y soberbio. Que al presidente de Warner de entonces, Ted Ashley, le manda una carta en la que le escribe, entre otras cosas: “Disfruto de una buena posición financiera; me han llegado ofertas inauditas. He atravesado la interesante experiencia de ser el número uno del cine mandarín, Ted. Disfruto de fama y riqueza según todos los estándares”. La fama se le había subido a la cabeza. En el ambiente marcial no era del todo bien visto: le admiraban su calidad y su técnica, pero no su arrogancia.
Así que cuando llegó el momento de firmar el contrato con la Warner no dudó en viajar a Beverly Hills. Lo primero que hizo al llegar fue reunirse con viejos amigos y presumir. Lo segundo, la llamada más esperada de su vida: a Steve McQueen. Quería contarle que él también formaba parte del mundo Hollywood. Y que incluso, según su concepto, estaba arriba de él en una supuesta pirámide de éxito. A propósito, McQueen no lo atendió. Consciente del egocentrismo de su amigo chino-estadounidense, en vez de devolverle la llamada lo ignoró y después le hizo llegar una foto suya con una dedicatoria: “Para Bruce Lee, mi mayor fan”.
Como se había comido varios sapos en sus experiencias anteriores, sobre todo con su interpretación de Kato, el personaje de El avispón verde al que no se le dio ningún protagonismo, pero a la vez se moría por estar en la industria, en Hollywood hizo concesiones. Pero en otras cosas fue tajante: no cedió el papel principal, participó del guión y consiguió que el título de la película fuese Operación Dragón y no el inicial Sangre y acero.
No había mucho presupuesto. 850 mil dólares en total. Por eso algunos actores se negaron a participar. Entre ellos, Chuck Norris. A Lee no le gustó que le digan que no: era un cachetazo a su ego. Pero siguió adelante. Quien sí quería actuar, aunque en un rol menor, era su amante, Betty Ting Pei, a la que le sacó el papel poco antes de comenzar la filmación y luego le negó la entrada a los estudios. Rechazada, ella intentó suicidarse con somníferos. Fueron la comidilla de los paparazzis. Todos sabían que aunque Bruce estaba casado con Linda Lee Cadwell mantenía aquella relación paralela.
Las cosas no iban bien y Bruce lo sabía. Se encaprichó con la supuesta mala calidad del rodaje y faltó varias veces sin aviso. Todos estaban molestos con todos. Linda, su esposa, es quien mejor puede contar los entretelones de aquellos momentos. En el libro de Polly recuerda a su marido con vaivenes emocionales: iba de la euforia a la depresión sin escalas. El rodaje concluyó el 1 de marzo del 73 pero Bruce siguió perfeccionando escenas. Tan manija estaba con la película.
Lee se convirtió en un ícono. Las artes marciales no fueron lo mismo a partir de él. Hasta la MGM lo quería tener en sus filas: querían hacer un filme junto a Elvis Presley. Otros querían que actuara con Sophia Loren. Cuando le hablaban de dinero cualquier suma le resultaba irrisoria. “Si a Marlon Brando pueden pagarle dos millones de dólares, a mi también”, decía. Y le dijo a Ted Ashley: “Debido a nuestra amistad, voy a dedicar un tiempo en el que podría estar ganando dinero para reunirme contigo”. Ese tipo de respuestas eran comunes en la nueva estrella mundial.
El éxito lo volvió paranoico. Decía que no le pagaban los dividendos correspondientes. Se compró un Roll Royce descapotable personalizado, contrató un primer seguro de vida por 200.000 dólares y otro por 1.350.000. También se operó para eliminar las glándulas sudoríparas de sus axilas: decía que el sudor se veía mal en la pantalla. Usaba calzados con plataforma para simular más altura y trajes de terciopelo. Anteojos negros, siempre. Siguió gastando e invirtiendo a futuro. Estamos en abril, la película aún no se estrenó y le sobran ofertas laborales. El futuro le sonríe cuando se desmaya y empiezan las visitas a los médicos. No dan pie con bola. Sigue débil. Algunos dicen que toma alcohol, otros que abusa del hachís y otros que no descansa.
En un restaurante se junta a comer con Chuck Norris y le cuenta lo bien que le va, las ofertas que le llegan, la fortuna que ganará, etcétera. Le dice que el médico le comentó que a sus 32 años tenía el cuerpo de alguien de 18. Nada lo detiene. “Voy a ser más grande que Steve McQueen”. Se la pasa escribiendo guiones, entrena cada vez menos y duerme nada. Piensa en una serie animada sobre su vida, hay merchandising con su imagen, otros quieren escribir libros. Escucha ofertas.
Operación Dragón se estrena, por fin, el 26 de julio de 1973. Pero Lee, su gran protagonista, no llega a verla: muere unos días antes, el 20 de julio, en el departamento de Betty Ting Pei. No se enterará de que con el tiempo Operación Dragón será considerada una de las mejores películas de artes marciales ni que en su primer año recaudará 25 millones de dólares en los Estados Unidos y 90 millones en el mundo. 350 millones en los siguientes 45 años. Tampoco verá que redobla las recaudaciones de las otras películas en las que actuó ni que fue el creador de un nuevo género espectáculo, el de las artes marciales. Tal vez sin sus películas, quienes fuimos adolescentes en los '80 jamás habríamos ido al cine del barrio a ver las 2x1 de Bruce Lee, Jackie Chan, Van Damme o Chuck Norris.
Poco antes de Operación Dragón se había estrenado La huida, protagonizada por Steve McQueen. Lee solía decirles a sus allegados que uno de sus sueños era que su película superase en taquilla a la de su amigo. Tampoco vivió para ver eso.