Cuando me enteré de la historia, lo primero que le vi fue –para qué negarlo– el lado amarillista: León Ferrari, el artista que viene librando desde hace décadas una extraordinaria guerra de un solo hombre contra el terrorismo católico, curaba en el Centro Recoleta una muestra de su propio padre, un pintor-arquitecto-fotógrafo piamontés cuya especialidad eran... las iglesias católicas. No sólo el diseño y la construcción de templos hoy ilustres (tanto en Buenos Aires como en el interior de nuestro país) sino la realización de enormes frescos “devotos” en el interior de esos templos. Partí al Recoleta con esa idea obvia en mente: descubrir cuánto de la fobia de León Ferrari por la iconografía católica venía de la obra de su padre y cuán explosiva había sido esa relación paterno-filial. Y me encontré con un material aún más atractivo –lo que ya es decir–: un artista de una potencia fenomenal y un rescate que necesitó casi medio siglo de decantación para terminar de adquirir su cabal fundamento estético. Ésta es la historia de don Augusto Ferrari y su hijo León.
Panorama desde el puente
Augusto César Ferrari nació el 31 de agosto de 1871 en un pueblo cercano a Módena llamado San Possidonio. Hijo de un comerciante en vinos, estudió arquitectura en la Universidad de Génova (“En realidad, el padre lo obligó a estudiar pagándole los estudios”, dice León), pero en cuanto se diploma, en 1892, parte a Turín donde ingresa en la Academia Albertina y, ya sin ayuda económica paterna, complementa su formación con el estudio de Estilos Antiguos y Modernos en el Museo Industrial que hoy forma parte del Politécnico. El comienzo del nuevo siglo es auspicioso para él: expone su primer cuadro en una muestra colectiva en 1901 y poco después empieza a convertirse en uno de los retratistas preferidos de la nobleza italiana (sus cuadros integran las colecciones de Vittorio Emanuelle III y del Duque de Aosta y el cardenal Agostino Richelmy le encomienda la realización de los frescos de la iglesia de Cambiano). El joven Augusto descubre por entonces una faceta novedosa de la pintura que no sólo le permite combinar sus diversos saberes sino también que redefinirá su destino llevándolo a América: los “panoramas”.
Originarios de Inglaterra, los panoramas consistían en grandes telas de hasta 1500 metros cuadrados que se exhibían en salas cilíndricas con una plataforma central desde la cual el público contemplaba, en un entorno de 360 grados, los episodios históricos “narrados” visualmente. Entre la plataforma y la tela (instalada en bastidores contra las paredes curvas de la sala) se disponían diversos objetos que intensificaban el efecto tridimensional, reforzado por juegos de luces y música en vivo. Si bien los puristas miraban con reticencia esta práctica que convertía la pintura en espectáculo para las masas (no sólo por sus dimensiones sino también por la enorme afluencia de público que convocaban), sus más eximios practicantes, como Giacomo Grosso, eran considerados artistas “serios”. Grosso inició en la práctica de panoramas al joven Augusto cuando lo contrata como colaborador para La batalla de Turín en 1906 y, tres años después, repiten la experiencia en un encargo que les llega de la lejana Argentina para los festejos de su Centenario: una Batalla de Maipú, que se exhibiría en Buenos Aires en 1910 (en el 430 de la calle Paraná). Poco antes, cuando un terremoto destruye la ciudad de Messina, Augusto parte a Sicilia con su cámara de fotos y a su retorno le anuncia al maestro que ya tiene tema para el primer “panorama” que hará por las suyas. El resultado, Messina Distrutta, un “fresco” de 124 metros de largo por 15 de altura, es expuesto en Turín en 1910 y los diarios italianos celebran la aparición de un nuevo maestro del popular género.
Hacer la América
Poco antes del estallido de la Primera Guerra, Augusto llega a Buenos Aires con el propósito de exponer su Messina. La crisis económica desbarata sus planes pero igual decide quedarse a probar suerte. Un obispo Romero le presenta a la viuda de Emilio Mitre, que estaba inaugurando la Capilla del Divino Rostro en Parque Centenario. Ferrari se ofrece a decorar sin cargo la cúpula e interiores (descartando el óleo por su costo y optando por el blanco y negro de los grafitos bituminosos). El trabajo rinde sus frutos. No sólo conoce durante la tarea a la directora del colegio contiguo, una joven nacida en Chascomús llamada Susana del Pardo (con quien se casa en 1916) sino que a partir de entonces se suceden los encargos: primero son dos panoramas, uno de la batalla de Tucumán y otro de la de Salta (este último no sólo se exhibe en la provincia sino también luego en Buenos Aires, en la esquina de Pellegrini y Corrientes, inaugurado por el presidente Victorino de la Plaza y luego adquirido por la Sociedad Tabacalera Argentina); paralelamente hace numerosos retratos de la sociedad porteña y se inicia su fecunda relación con el poderoso monseñor De Andrea, que le encomienda la reforma y decoración de la Iglesia de San Miguel (120 cuadros que pinta en la misma iglesia y en su taller, más varios altares y el diseño del piso e interiores). Ferrari aplica una técnica similar a la que usó para su Messina: con su cámara fotográfica hace posar no sólo a modelos profesionales sino también a albañiles, mendigos que encuentra por la calle y hasta miembros de su familia para componer los retablos que luego pintará (cuenta Yuyo Noé que, una vez que fue a ver los murales con León, éste le señaló un personaje de lo más compuesto en la escena de las bodas de Caná y le dijo: “Ése es mi tío Oscar”).
León no sólo especula con picardía lo que deben de haber sido las negociaciones de su padre con los curas en el aspecto “moral” de aquellas poderosas imágenes sino que le asombra hasta el día de hoy que su padre no tomara en cuenta el valor artístico que tenían per se esas fotografías (que, reproducidas en tamaño gigante, son uno de los puntos más altos de la muestra del Recoleta). “Para mí ya son cuadros, pero él no les daba ni bola; nunca consideró que la composición fotográfica ya era una obra en sí. Esto es algo que descubro al meterme en el material para la muestra: esa otra profesión, ese talento que él nunca consideró particularmente meritorio. A tal punto llegaba su desdén que, años después, los pocos negativos que guardó se los daba a los nietos para jugar cuando ellos eran chicos. Lo único que pudimos rescatar para esta muestra son las copias en papel, muchas veces cuadriculadas para el traslado a lo pictórico”.
Un triste episodio durante la Semana Trágica cierra este ciclo en la vida del afortunado inmigrante. León lo cuenta así: “Parece que él iba por la calle, con su barba roja y el sombrero calado hasta las orejas, y se topó con un tumulto donde se pusieron a cantar el himno. Él no habrá entendido con su castellano macarrónico. La cuestión es que, como no se descubrió, le dieron un golpe, que no sólo le rompió los lentes sino que además le hizo perder el ojo. Pero es algo de lo que nunca habló. Cómo habrá sido de silenciado el episodio que logró que no se le notara nunca el ojo de vidrio. Incluso mirando las fotos, yo no se lo veo”.
El constructor de iglesias
Con lo ahorrado durante esos años de trabajo, don Augusto parte en 1922 a Europa con su familia, donde se dedica hasta 1926 exclusivamente a pintar. En la campiña piamontesa se dedica a retratar escenas campestres y desnudos (tomando como modelos a campesinas que pintaba al aire libre rodeándolas de sábanas). En Venecia pinta numerosas escenas de la ciudad. El retorno lo dicta el fin de los ahorros. De vuelta en Buenos Aires, hace un mural para el comedor del convento de Nueva Pompeya y no puede con su genio: pinta, además, retratos de todos los sacerdotes del claustro. En 1928 presenta una muestra de 34 cuadros enWitcomb. Será la última vez que expone su pintura. La irrupción de las vanguardias desplaza también el atractivo por los “panoramas”: después de aceptar un último encargo panorámico, recreando la fundación de Bahía Blanca (otro centenario) es hora de desempolvar el título de arquitecto para alimentar a la familia. Augusto seguirá pintando, pero para los amigos y para decorar las iglesias que construye, combinando estilos sin pudor y con rara belleza: el ya mencionado claustro de Nueva Pompeya, la basílica de San Francisco en Córdoba, la monumental iglesia de Unquillo, la Capilla y el Colegio de las Hermanas de la Merced (también en Córdoba), la iglesia de Villa Allende (y una decena de casas preciosas, entre las que se distinguen “La Cigarra” y “El Castillo”), el colegio y la capilla de las Adoratrices (en Martínez), la Abadía de los Benedictinos y el mausoleo de De Andrea (ambos en Buenos Aires) y la majestuosa basílica de Río Cuarto, que tiene la particularidad de sus torres asimétricas, una de ellas rematada en una aguja y la otra más baja, como inconclusa (según León porque, como los árabes, su padre quiso dar a entender así que la perfección no es tarea de los hombres).Además, presentó un proyecto para el Monumento a la Bandera de Rosario, otro para un “Palacio de los Teléfonos Argentinos” (que iba a construirse en Buenos Aires) y entre sus papeles hay planos de más de veinte iglesias que incluso bautizó aunque no se construyeran nunca (en la muestra del Recoleta puede verse el proyecto para una “Parroquia de San Ariel” que don Augusto le había regalado a uno de sus nietos preferidos, Ariel, el hijo de León desaparecido por la dictadura). En casi todas las iglesias que construyó, se hacía personalmente cargo de todo: desde dibujar los planos hasta la administración de cada uno de los gastos de obra (León: “Un verano, en Córdoba, cuando yo tenía dieciséis años, me tomó como asistente para el Colegio de las Mercedarias, verificando las entregas de material. Un día que traen los ladrillos, me pongo a contarlos y faltaban cinco. Vieras cómo se enojó con el pobre tipo por esos insignificantes cinco ladrillos. ¡Cristo santo!, decía. Que sonaba doblemente rotundo, por la entonación piamontesa que tuvo siempre”). Y ese hacerse cargo era para siempre, como lo demuestra el hecho de que, a los 85 años, se encargara en persona de los trabajos de restauración de San Miguel, muy dañada durante la quema de iglesias peronista.
De tal palo, tal astilla
Dice León que, así como su padre no trajo un solo recorte de prensa cuando llegó de Italia (los que aparecen en la muestra del Recoleta los rastreó él hace un par de años, recorriendo archivos en Turín y Milán), tampoco se preocupó por conservar los panoramas que hizo (los originales se han perdido por completo; se han podido reconstruir dos de ellos por las fotos que quedaron en la familia). Estaba muy seguro de ser un artista, pero por las iglesias esencialmente. Y esa convicción silenciosa se manifestó de dos maneras: por un lado, no agobiando dogmáticamente a los hijos con lo religioso, pero tampoco orientándolos hacia el arte. “En cierto sentido, él tuvo que dejar el arte y retomar la arquitectura para mantener a la familia. Y mi caso fue similar: yo no sólo estudié ingeniería sino que trabajé además como ingeniero hasta pasados los cuarenta. Empecé a hacer cerámica cuando tuvimos que llevar a Italia a una de mis hijas que estaba enferma. Como no tenía nada que hacer mientras duraba el tratamiento, empecé un curso de cerámica y después vinieron los alambres y todo lo demás. De hecho, mi primera muestra, en Galatea, en el ’60, fue de cerámica. Te digo más: a él parecían interesarle más la recepción de mis cosas que las suyas. Aunque no le gustara el arte abstracto, le gustaba que a mí me fuera bien.”Si el padre quería que al hijo le fuera bien, el hijo también quiere que la obra del padre no quede en el olvido. Según el Oso Smoje, León viene planeando esta muestra fenomenal desde los 70, pero su proverbial tirria con el catolicismo la fue postergando una y otra vez. Yuyo Noé, en cambio, ofrece un excelente argumento para explicar por qué la espera redundó en un momento ideal para que la obra de don Augusto adquiera un nuevo fundamento estético: “En estos tiempos en que el eclecticismo arquitectónico es reconsiderado en clave de posmodernidad y el diseño abstracto estilístico está al orden del día; en estos tiempos de realidades virtuales en que el concepto de panorama (que había sido prácticamente olvidado) vuelve a interesar por su manipulación de la realidad; en estos tiempos en que la fotografía ocupa el lugar que antes tenía la pintura en el reinado de la imagen más atrevida, la obra de Augusto Ferrari puede verse con una perspectiva nueva, uniendo el siglo XIX con el XXI, a pesar de que él haya realizado toda su obra en el XX”.
En cuanto a León, su ya legendaria lucha con el terrorismo que nutre la iconografía católica no ha menguado, pero los fundamentos de Noé lo estimularon a resolver esa asignatura largamente pendiente: “Creo que mi padre también hace evangelización, en el horrible sentido que daba a esa palabra el Dante cuando decía que había escrito La Divina Comedia con propósitos evangelizadores. O los pintores del Renacimiento que usan lo más horrible de la religión (la amenaza del infierno, el diluvio, etc.) para hacer cosas hermosísimas. Y en cierto sentido yo he colaborado con eso, con todo lo que lo detesto: no sólo con esta muestra sino ya cuando le firmé como ingeniero los planos de las iglesias de Unquillo y Río Cuarto (él como arquitecto necesitaba una firma de ingeniero para que le aprobaran los proyectos). Vengo pensando mucho cuáles son mis argumentos para justificar esto”, dice, mirando cómo cuelgan en el Recoleta las casi heréticas fotografías de mendigos y albañiles posando desnudos o disfrazados para que Augusto Ferrari los convierta en santos. La pausa es larga. Larguísima. Entonces agrega con un suspiro: “Y todavía no lo he resuelto, para regocijo de mis amigos”. Queda tiempo: todavía no ha entrado en imprenta el libro que el Recoleta planea poner en circulación antes del 30 de junio, día en que termina la muestra. Habrá que mantenerse atentos a lo que escriba León ahí.
*Nota publicada el 9 de junio de 2002