Un cuarto de siglo antes de su muerte ocurrida ayer, el antropólogo Marc Augé publicó en su libro El viaje imposible, la breve etnografía de una visita a Disneylandia donde se detuvo en la cuestión de la escala: “Todo es de tamaño natural, salvo porque los mundos que uno descubre son mundos en miniatura. La ciudad, el río, el ferrocarril son modelos reducidos. Pero los caballos son verdaderos caballos, los automóviles verdaderos automóviles, las casas verdaderas casas… ". El francés no ocultaba su fascinación ante el realismo de lo fantasioso, al ver allí decorados como en un estudio de cine, mientras “el otro lado de la escenografía es también un decorado, el de los recorridos subterráneos… en vagonetas y apretados unos contras otros, los adultos vuelven a sentir los miedos de su infancia”. Observó que las fachadas reproducían lo que ya era decoración y ficción: la casa de Pinocho o la nave de La guerra de las galaxias. Y concluyó: “Disneylandia viene a ser turismo elevado al cuadrado, la quintaescencia del turismo; lo que acabamos de visitar no existe”.
Aquella vivencia de Augé tiene paralelos con la de llegar hoy a esta Disneylandia arábiga. Desde el cielo se ve la aguja plateada del rascacielos Burj Khalifa como una jirafa en un rebaño de ovejas, casi un kilómetro vertical de vidrio, acero y aluminio. La mirada cenital revela la estructura urbana: un desierto dorado a punto de tragarse a la ciudad-oasis sin árboles, pero con edificios plantados en hileras dobles en avenidas regadas con petrodólares junto a canales artificiales, donde el oro negro dio paso al oro cool del turismo.
Tras la ventanilla, brilla el prototipo de megalópolis islámica de titanio en plena nada, una ciudad con fachada como Chicago y Hong Kong, ese skyline elevándose como haz de tubos de órgano alineados en 10 kilómetros de costa al mar arábigo. Y enfrente, flotando, El Mundo: hay 300 islas de 4 hectáreas cada una, un archipiélago artificial con toneladas de arena volcada dos kilómetros mar adentro, formando los seis continentes con sus países. Es el planisferio más grande, un mapa hecho territorio, cada país una isla. Allí un millonario se compró Francia e instaló su mansión de verano. A Brad Pitt y Angelina Jolie los tentó Etiopía y dicen que George Bush se quedó con Colombia. Argentina, pobrecita, sigue en venta. Pero el negocio faraónico de 14.000 millones de dólares del jeque Mohammed bin Rashid Al Maktoum --dueño y creador de Dubái, el Walt Disney emiratí-- no fue bien pensado: la mayoría de los bancos de arena están pelados. Y como Venecia --y el mundo--, El Mundo también se está hundiendo en el mar.
A la smart-city arábiga se ingresa como a Disney: con un tren aéreo. Y se atraviesa un kilométrico “valle” donde los farallones no son el falso Cañón del Colorado, sino edificios de 50 pisos, uno junto al otro. Al abrirse las puertas del vagón, aparecen tres tribus: los turistas en vacaciones con diversidad de uniformes veraniegos; los inmigrantes cada cual a su manera; y los locales, ese ajedrez humano con piezas masculinas de túnica blanca y las femeninas con su holgada abaya negra. Binarismo puro y duro.
La Disneylandia arábiga tiene ciertas diferencias con la original. En Orlando, Tokio, París y Shanghái, la arquitectura de Mr. Disney es un apéndice urbano de carácter lúdico con hoteles. Pero en Dubái, el emirato mismo es el parque. Y el afuera del parque es el desierto: no hay París ni Orlando ni…
Ante el agotamiento de las fuentes energéticas de Dubái, la economía está siendo reconvertida por el emir hacia el turismo, aplicando el modelo del capitalismo de Estado tribal arábigo: creó una urbe que es un megaparque de diversiones con rascacielos conteniendo al Dubái Mall --el mayor del orbe; un área neta de 200 canchas de fútbol, un “no-lugar” según la teoría de Augé-- y al "Castillo de Cenicienta" que es el Burj Khalifa.
En un aquapark de Dubái vi un tobogán de agua altísimo que se vuelve tubo transparente y se hunde en un acuario: quien se tira deviene hombre-torpedo avanzando entre tiburones. En un bar había capuccinos y tortas espolvoreados con oro; en el hotel Burj Al Arab con forma de vela vi grifería, puertas, mesas e inodoros de oro y 1.790 m² de paneles de oro decorativos (equivalen a siete canchas de tenis). En el zoco del oro vi un anillo gigante de 64 kilos de oro y alfombras de hilos de oro y un vestido de oro. Por la calle vi policías patrullando en un Lamborghini Aventador de 540.000 dólares. Y en el Museo del Futuro –obra maestra de la arquitectura posislámica-- me sobrevoló un pingüino robótico.
Esta ciudad fue esculpida por starchitects como la iraquí Zaha Hadid y el uruguayo Carlos Ott en una planicie yerma para el goce de sus habitantes y los turistas. Pero el deleite arábigo tiene cierto recato y el derroche sus reglas. Con tantos amusement parks, malls conteniendo aquariums con mantarrayas que aletean en los halls, playas privadas donde las locales se bañan con la abaya puesta, autos descapotables con un leopardo en el asiento y el hotel “siete estrellas” puro oro, a veces Dubái parece una Miami medioriental más suntuosa y púdica a la vez: un borracho en la calle iría preso y a quien mire porno online, le llegará la policía a casa.
La sensación que uno tiene en esta Babilonia posmoderna es la de habitar una escenografía urbana donde todo reluce perfecto, como en Disneylandia. Pero no es igual: hay además un componente al estilo de la película The Truman Show, donde el actor Jim Carey vive engañado desde que nació en un reality show entre cámaras ocultas, sin saber que todo es decoración y sus vecinos actores.
Michael Sorkin planteó que el éxito de Disneylandia se basa en su deliberada artificialidad: no hay engaño porque todo es una corporización de películas. En Dubái los parques de diversiones dentro del megaparque son el anzuelo, el llamado para viajar a consumir: de eso viven sus jeques. El pragmático plan del emir funcionó.
Luego de doce días en Dubái, percibí que no estaba ya en una Disneylandia exótica, sino atrapado en The Truman Show: tanto lujo y tecnología y vanguardia en diseño, me hicieron sospechar que había un decorado habitado. Entonces busqué la puertita de salida a la realidad. Empecé a abrir puerta tras puerta y después de la última, no encontré un triste backstage con andamios, sino el desierto con camellos. No había engaño. Ni artificio confeso como en Disney.
Al fin y al cabo, Dubái es lo que se ve, sin trampa. En la casa de Mickey o en el Castillo de Blancanieves de Orlando, cuando se apagan las luces, todos se van. En cambio, en el Burj Khalifa hay gente que se acuesta a dormir. Pero estas dos torres tienen en común su show cada atardecer: en Occidente hay desfile de carrozas, mientras que la espectacularidad arábiga consiste en que los 828 metros de fachada del Burj Khalifa devienen en la video-instalación más grande del mundo. Es una coreografía computada de rayos laser al ritmo de música cool calidad hi-fi que lo convierten en un edificio musical rodeado de aguas danzantes y un lago artificial surcado por barquitos eléctricos con público VIP.
El gran Marc Augé nunca hizo una etnografía urbana en Dubái, cuyo suntuoso aeropuerto es un no-lugar de manual –globalizado, indistinguible de otros salvo por el ajedrez humano-- igual que sus shopping mall, el único tipo de ágora posmoderna de reunión en este país donde la temperatura alcanza 52°C y cuando uno va por la calle, busca todo el tiempo esa mega-arquitectura de compras con la desesperación de un beduino por un oasis. Aquí la energía es gratis y no existe espacio cerrado sin un aire acondicionado al máximo: a la larga, uno termina sufriendo más frío que calor.
Dubái es un nuevo tipo de ciudad, irrepetible y configurada en el siglo XXI. Disneylandia fue una inspiración, sin dudas: ambas son resultado de un plan turístico de negocios. Y esto demuestra que a veces, la copia supera mucho al original. Aquí Marc Augé hubiese observado que no hay miniaturización ni decorado. Porque vive gente en el “decorado”: la escala es uno a uno y el mapa del esparcimiento –que es también el de la vida-- coincide con el territorio.