Un fantasma recorre el siglo XXI, convocado por la literatura. Es el fantasma de Frantz Fanon, figura capital de las décadas de 1960 y 1970. El argelino-francés, psiquiatra, anticolonialista, revolucionario y escritor, del que Sartre dijera que posee una obra “tan ardiente”, alguien que “habla en voz alta”. Quien realiza el conjuro es el norteamericano John Edgar Wideman (1941), narrador, ensayista, memorialista y profesor universitario, de amplia obra de varias decenas de volúmenes, reconocida y premiada. Ahora, El cuenco de plata publicó, con traducción de Pablo Ingberg, Fanon (2008), uno de sus grandes libros, una nueva apuesta por el trabajo intertextual, el entrelazamiento de múltiples voces e historias de las sufridas y castigadas poblaciones afroamericanas a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, segregadas, reprimidas y encarceladas. Son voces propias y ajenas: Wideman tiene un hermano menor encerrado a cadena perpetua por asesinato, y tiene un hijo que pasó por la misma condena, y logró hace poco la excarcelación. Con Fanon, Wideman -injusta y escasamente traducido al castellano aún- logra una ampliación y expansión en su narrativa, triangulando de manera tan sorprendente como inventiva vidas, países y temas, entre Argelia, Francia y Estados Unidos, por medio de una prosa multifacética, que combina registros, modos y toda clase de recursos literarios, reordenando prosas y sintaxis que la sociedad, en la llamada realidad, mantiene en impecable (y mortífero) ordenamiento. Un autor revolucionario para un texto revolucionario.
El comienzo de la novela, en primera persona, ya anticipa su objetivo y “método”, mediante una “Carta a Frantz Fanon”: “Estoy sentado con los últimos restos de una copa de vino tinto en el pequeño jardín de una pequeña casa de Bretaña. Pasé la mañana de este día como pasé la mayor parte de las mañanas de este verano, tratando de salvar una vida, agregando unas palabras, unas frases a esta larga carta que estoy dirigiéndote, Frantz Fanon, muerto casi medio siglo antes que yo empezara a escribirte casi todos los días, al aire libre cuando el clima lo permite, sentado cada mañana en el jardín de una casa en Francia, el país que reclamabas, Fanon, como tu nación, por el que luchaste y sangraste, herido cerca de Lyon en 1944, y contra el que luego luchaste durante la guerra de independencia de Argelia hasta morir de leucemia, dicen, en 1961, en un hospital de los Estados Unidos, el país que reivindico yo como el mío”.
Tan biógrafo como autodescriptivo y razonante, sigue: “Aunque tu historia es extraordinaria, también lo es, como la mía, como la de cualquiera, tan sólo otra historia, pero desde que elegí contarla o me eligió ella a mí, por razones que todavía intento descubrir mientras avanzo, razones por las que puede ser que esté avanzando, sé que está en juego una vida. La vida de quién y por qué son otras cosas que estoy tratando de descubrir”. Es sólo el comienzo de lo que serán largos pasajes conectados, con o sin circularidades, a veces mínima o indirectamente relacionados, a veces sólo conjeturalmente, para cubrir vidas y ciudades, países y continentes, episodios puntuales y grandes hechos históricos, donde lo real y lo imaginario se dan y confluyen, haciendo de la novela una “metanovela”, una narración sobre la narración misma –en su hacerse y existencia misma–, incluyendo derivas líricas y delirantes, y rítmicas y puntuaciones y sintaxis inesperadas. Un abrirse de tema, irse por las ramas, para volver luego al tronco principal -tal vez inexistente- del relato: ¿el proyecto Fanon o la autobiografía, la vida propia y familiar? ¿Acaso realmente la madre de Wideman pudo llegar a hablar, algunas veces, furtivamente, con Fanon, enfermo terminal en un hospital? ¿El personaje llamado Thomas -evidente alter ego o “semi-sosias” del autor- recibió o no una caja por el correo estatal UPS conteniendo… una cabeza humana? Tras lo que denomina “fracaso” de libros anteriores para explicar su historia y situación, e intentar sacar a su hermano de la cárcel ¿qué vida afirma estar intentando salvar ahora el autor-narrador, mediante Fanon?
Poliédrica, la novela deja correr sus historias por diversos meandros, para luego regresar y metamorfosearse en otra historia: otra dirección, escenario, voces, anécdotas y dramas, donde los juegos de lenguaje acompañan la historia familiar y barrial, pasando por “la cabeza dentro una caja”, hasta la biografía (y simbología) de Fanon, un olvidado en el mundo contemporáneo, tan desangelado como desesperanzado, mediante saltos abruptos e inteligentes chispazos discursivos, giros, conexiones y diversas ocurrencias. La “Nota del traductor” al final del volumen destaca la labor de “recreación” emprendida, para honrar “los juegos de palabras y afines”, en una prosa abundante en “repeticiones y otros efectos sonoros, pasajes con frases muy extensas, sintaxis por momentos algo laxas, puntuación bastante escasa, elisión recurrente de pronombres relativos y otros nexos, frecuente elisión del verbo copulativo y recurso constante al -ing”.
Wideman incluye entre tantas historias, sorprendentes propuestas, diálogos y diatribas con (y contra) un famoso cineasta franco-suizo, por entonces vivo; las visitas, junto a su madre en silla de ruedas, a su hermano preso de por vida; frases, alusiones y episodios variopintos (se mencionan a los igbos y los sumerios, Shakespeare y André Breton, Hitler). Se trata, una vez más, de las posibles uniones de las siempre porosas ficción-realidad/arte-vida: “Descubriendo más sobre Fanon mientras continúo con este proyecto de escribir una vida, se vuelve claro que Fanon no consiste en tomar distancia, mantenerse al margen, analizar y enseñar a otros, sino en identificarse con otros, zambullirse en su fastidiosa, misteriosa otredad, correr riesgos con el corazón y la mente, enamorarse perdidamente haya o no posibilidades de que el amor resulte retribuido o redimido en este mundo”.
A mediados de la década de 1990, Wideman viajó a Brasil para presentar una novela. El Folha de São Paulo tituló una nota: “Wideman ataca el racismo de los críticos”. Dijo en una entrevista telefónica: “Pretender poner a un autor en un compartimiento de acuerdo con el color de su piel es una actitud racista y anticultural”, “los críticos frecuentemente confunden los reinos de la crítica y de la biología”. Y más: “No se trata de usar esta o aquella palabra, ‘negros’ o ‘afroamericanos’. Se trata de entender la historia y la cultura en la sociedad actual. Hay personas de buena voluntad que están haciendo un esfuerzo para comprender la diversidad y hay otras que simplemente intentan mantener la mitología que justifica su posición privilegiada en la sociedad. Esas personas son peligrosas, no importa qué lenguaje o rótulos usen”. Es la posibilidad de crear arte sólo desde la experiencia y el punto de vista, del imaginario de quien padece, en su vida, esta clase de heridas.
EL ÚLTIMO AÑO DE FRANTZ FANON
Es 1961. El último año de Frantz Fanon en la tierra, el año en cuyo primer mes, enero, el nuevo conocido de Fanon Patrice Lumumba, primer ministro de una nueva-reciente-flamante República del Congo, será secuestrado, torturado, ejecutado por belgas y congoleños, su cuerpo quemado en un tambor de aceite, el año en cuyo último mes, diciembre, Fanon sucumbirá de leucemia en un hospital de Bethesda, Maryland, 1961 el año de su viaje que estamos espiando, que empieza en una ciudad guineana, Kankan, cruza la frontera hacia Bamako, en Malí, luego va a Segú a Mopto a Gao y al norte, siempre avanzando al norte hacia la guerra argelina para independizarse de Francia, siguiendo la Estrella del Norte o cualquier estrella brillante en el firmamento arriba de este hemisferio en el otoño de 1961 que dirija a los peregrinos a la tierra prometida, cualquier estrella cuya luminosidad y lustrosidad emita esperanza, un faro y bendición.
Idea sencilla de Fanon. Un segundo frente. Sangre negra fluyendo al norte como el oro negro fluyó en otros tiempos desde Malí para enriquecer a Europa. Una vez lograda la libertad en Argelia el flujo se invertirá, de norte a sur, inundará el Sahara, las dunas se pondrán verdes, flores florecerán, chaparrones de pétalos, de semillas y fértil lluvia transformando tierra desecada, reviviendo ciudades polvorientas asadas al sol. África con lluvia, húmeda y recién nacida, aceitosa de sangre negra, oro negro, el continente en movimiento, sacudiéndose eones de modorra, un nuevo ser que se levanta, ruge. Erguida al fin. África se despoja de su miedo a la desnudez, luego se despoja de los mitos de género, las pieles quiméricas de la raza y la clase y el privilegio, esas mantas bajo las cuales la humanidad ha estado encogiéndose de miedo, escondiéndose, chupándose el pulgar durante siglos. Una idea sencilla. Por qué no.
Qué música debería sonar de fondo mientras sueña Fanon su sencilla idea. Si no Little Richard, tal vez Otis en el muelle de la bahía. O un piano de pulgares interpretando África de postal en la banda sonora. Jirafas y cebras sonrientes enmarcadas a través de la ventanilla de una Range Rover. Luego música que haga bambolearse el marco como una película vieja a punto de estropearse en la pantalla. Interpretar el jeep estallando por una mina. Interpretar la cámara huyendo. Interpretar la quietud y la inmensidad alrededor, encogiendo al observador. África extendiendo el marco, como un océano o montañas nevadas en el horizonte, un recordatorio de que tu vida termina en un abrir y cerrar de ojos pero dura tanto como los viajes que hace la gente cuando se imagina no viva ya.
Quizá nada de música. Sonido natural quizá: cadena de montaje para ajustes de motor de la Range Rover, golpazos, triquitraques, quejidos, porrazos de las gomas sobre cuestionable asfalto. Modular el ruido. Interpretarlo como un niño jugando con el volumen de un televisor. Sonido errático y perverso, apenas audible, luego el crescendo ensordecedor de un helicóptero.
Fragmento de Fanon de John Edgar Wideman, que publicó El Cuenco de plata.