Ese día tenía un casamiento, y una amenaza de muerte si no llegaba temprano para el evento. Venía medio mal con el temita de los casamientos y haber llegado tarde al de mi única hermana me condenaba. Sinceramente, el río y la expectativa de lo que teníamos entre manos, era bastante más tentador que cualquier otra propuesta.
Éramos tres. No sé bien quién nos había criado, pero si sé con certeza que el viento nos amontonó. Mi primo hermano Martín, yo y un viento fuerte chubutense, un viento del sur, pero sin lluvia de Abril, con la posibilidad de muchas cosas para hacer y ésta era una, puso en mi camino, a quien sería mi buen amigo Aldo. El había venido del sur a jugar al waterpolo y a estudiar. Coincidíamos mucho en los gustos y en poder desarrollar alguna idea innovadora, en el deporte o en el boliche, tal es así, que nos gustaba atribuirnos ser los primeros en repartir entradas en la isla.
La nueva idea era brillante. Comprábamos un paracaídas, buscábamos sponsors y hacíamos promociones con el paracaídas ploteado por los lugares más concurridos del verano rosarino. Así fue, Aldo lo encargó, y cuando llegó, lo teníamos que ir a probar.
La idea era remolcarlo con un vehículo terrestre de gran porte o con una lancha con las mismas características, pero sólo contábamos con un Fiat 133 blanco de Martín, que recién empezaba a manejar.
Después de un día de rio, shorts de jean cortados, un auto chiquito y tres inconsciencias adolescentes del año 94, nos dirigimos al Aeródromo con el juguete nuevo y sin la más remota noción de cómo usarlo.
Nos recibe un señor con un perro Gran Danés, confirmando la teoría esa de que las mascotas, se parecen a los dueños. Le explicamos convincentemente cuál era nuestro plan y que por favor, nos dejara probar el paracaídas. Cansado de nuestra insistencia, nos da el permiso pero nos dice por lo bajo, además que si pasaba algo era nuestra responsabilidad: "chicos... miren que el viento está rotando”. Nosotros lo miramos, nos miramos... y sin contestar pensamos ¿ah… y qué?
Desplegamos el colorido barrilete dispuestos a estrenarlo. Era impactante, pero entre tanto arnés, sogas y ansiedad, no sabíamos por dónde empezar hasta que lo conseguimos.
El primero en probarlo era Aldo y la dinámica era aparentemente simple. El auto tenía que remolcar al paracaídas, que una vez que embolsara la cantidad de viento necesaria, se inflaría y se elevaría habilitando el paseo, de manera idéntica, a esos paracaídas que se ven en las playas centroamericanas.
Aldo arranca bastante bien y vuela un poco. Nosotros, mi primo Martin y yo, asombrados, pensamos ¡esto es una papa! Baja Aldo, se raspa un poco el pecho al descender y me dice mientras se sacaba el arnés: "Hernán, ponete la remera por las dudas, mirá que yo me raspé”. Obviamente como todo enano canchero no le hice caso y ahí fui, en patas, short y en cuero. Martín al volante para conducir, y Aldo ya a su lado, con la importante misión de mirar para atrás por cualquier accidente o anomalía. Arranca el auto y arranco al trote, arrastrando el paracaídas.
Un paso, dos, tres, ¡cuatrocientos mil pasos y el paracaídas no se inflaba y mucho menos, volaba!
Imaginen a un cuerpecito que no supera el metro setenta, corriendo a una velocidad que no puedo precisar y mucho menos el piloto y el copiloto que iban charlando sin mirarme.
Las patitas no me daban más, el viento se había puesto de cola, o sea, atrás mío, es decir, que para que el paracaídas se inflara, yo tenía que correr más rápido que el viento. Nadie se percataba de mi expresión de: ¡no puedo más, paren el auto y la puta que los parió! Seguí corriendo en busca de un milagro divino que me eleve contra todas las reglas de la física.
Luego de implorar a todos los dioses, pero en especial a estos dos pelotudos que paren el auto, decido, mal, despegarme del suelo dándome con lo que me quedaba de fuerza, un impulso ascendente y esperanzado que no prosperó. Aterricé sin despegar y brutalmente, quedé pegado al suelo. A continuación, me arrastraron como un indio por los cardos y el pasto por casi cincuenta metros.
Por alguna razón el auto se para. Se acercan piloto y copiloto, Martin y Aldo. Noto en sus rostros una rigidez como para no relajar una carcajada en mi propia cara.
Los miro re caliente, ensangrentado y les grito: "¡riansé, si quieren riansé!".
Ellos, con muy poquita culpa, se me cagan de risa.
Después de algunas curaciones, logré llegar justo para el casamiento, pero las quemaduras me desmayaron en la iglesia y me tuvieron que llevar a mi casa. Esa, y muchas noches más, tuve que dormir de costadito.
No pudimos, por reglamentación Municipal, hacer una sola publicidad.
Fue muy bueno disfrutar con amigos de esta arriesgada experiencia y más allá del fracaso comercial ya no tengo rencor, aunque al día de hoy, quiero que lo sepan, me sigo preguntando cuál era el diálogo tan entretenido que tenían adentro del auto, que nunca los hizo mirar para atrás.