Todos los que estábamos adelante mirábamos a Jazmín. Le veíamos la ansiedad en los ojos, los dedos entrelazados fuerte, los labios apretados, esperando a que el locutor dijera su apellido y el número. El resto de los presentes, unas trescientas personas que más o menos sabían de la historia, tenían listas las sonrisas y las manos.
Saber con seguridad que algo bueno está por pasar, es un adelanto a cuenta de la felicidad. Y no es poco.
Cuando el maestro de ceremonia dijo su apellido y gritó “quince”, aquella platea sentada en medio de la calle recién estrenada, se levantó de las sillas y estalló en aplausos y “Jaz” se abrazó a Fiore, saltando de alegría.
Jaz y Fiore tienen doce años. Son compañeras de colegio y mejores amigas, cada una vive en la otra punta de este pueblo llamado Ranchos, y el plan de viviendas les acaba de entregar a sus padres la casa propia, con un extra: a Fiore le tocó la casa 14, así que cuando ese hombre en el micrófono gritó 15, dio inicio a un tiempo de imaginaciones posibles; desde pijamadas con delivery a una puerta de distancia, hasta visitas permanentes y tomar juntas la leche, aún en días de lluvia y sin tener que esperar a que escampe. E ir de la mano al colegio.
Con la suerte de su lado y la certeza de las casas una a lado de la otra, salieron a caminar abrazadas por el nuevo y definitivo barrio, imaginando una promesa: amigas para siempre.
Y eso que “siempre” es una palabra difícil de llevar. Depende de muchas cosas.
Ranchos es un pueblo-ciudad, pequeño y bonito, prolijo, de gente amable, que crece, porque según dice el intendente Juan Manuel Álvarez: “cortito y al pie: yo soy un rompe pelotas. ¡Jodo y jodo y jodo hasta que consigo! A mí me votaron para trabajar por Ranchos y eso hago. Ahora con Axel y Carli y Simone entregamos treinta y nueve casas nuevas, propias. Y hoy se festeja, pero mañana les paso los planos de otros terrenos que estoy viendo.” Y su carcajada es un trueno lleno de dientes. Como dicen en Ranchos: “el pelado se ríe pero juega fuerte, compromete y amarra”.
A la hora de las emociones, Corina Vera, directora Social del Instituto de la Vivienda de la Provincia de Buenos Aires, se ajusta la bufanda, se descongela las manos al sol y va conociendo, sonriendo y abrazando a quienes el ministro de Hábitat y Desarrollo Urbano, Agustín Simone, les acaba de dar la llave. Corina mira el suelo, sonríe y levanta la vista porque “soy peronista y nada me importa más que la política pública de vivienda. El estado tiene que garantizar la vivienda y eso solo funciona con mucho trabajo: el gobernador manda a construir en toda la provincia, los intendentes hacen lo suyo, el ministro Simone ejecuta, nosotros hacemos la selección de los adjudicatarios con otros equipos técnicos, como los trabajadores sociales, y después viene lo más lindo para mí, que es verle las caras a esas familias que no conozco, que hasta ayer eran planillas con datos de criterios que son los que definen la adjudicación.”
Corina Vera estuvo en varias de las 19.389 viviendas entregadas durante la gestión del gobernador Axel Kicillof, y ahora mira a las familias y sus gestos: “esto siempre emociona fuerte “.
No son números. Son personas que pueden imaginar un futuro sólido, como Graciela, que tiene cincuenta años y un hijo de ocho, que “vivo…bueno, vivía con mi hermano” y de repente los ojitos le brillan. Nació y vivió siempre en Ranchos, hija de mamá empleada de limpieza y papá obrero de corralón, estudió en la Escuela Nro. 1, Domingo Faustino Sarmiento, a donde finalmente entró a trabajar de portera hasta hoy:” imagine que con ese sueldo es imposible para mí, pensar en tener una casa propia” y junta las manos y la felicidad le vuelve a iluminar la cara. Y ya lejos de premoniciones y cálculos improbables, sabe cuál es su futuro más inmediato: “¡ir comprando cositas para la casa para ponerla linda, linda!”
El sueño largo de sentar raíces deja de ser tal y se convierte en una llave, en un techo, en unos dormitorios y un living, un baño impecable, una cocina y un terrenito que “¡terrenito las pelotas! Son como cuarenta metros de largo, se viene el fulbito del barrio, ¡y en mi casa!”. Es un hombre joven que miraba su nuevo hogar en perspectiva de futuro propio. En los ojos se le ve que imagina a todo el barrio invitado a, finalmente, su casa.
Agustín Simone mira. Sonríe también, mientras tiembla adentro del abrigo que no le sirve de mucho porque el viento está frio y bravo, pero no queda afuera del entusiasmo: “lo que puedo decir no es original, pero es la verdad: esto no es magia. Es laburo constante, es escuchar las necesidades y correr a convertirlas en derechos. No es difícil, porque eso propuso Axel y para eso lo votaron y en eso trabajamos todos los equipos del gobierno. ¿es emocionante? Claro que sí. ¿A qué más podemos aspirar que a ser el brazo ejecutor de los derechos de la gente? Si eso no te da alegría, si no te emociona, estás mal.”
Laura es quien menos habló. Es alta y tiene unos ojos inmensos. Son cuatro de familia, alquila, es auxiliar de farmacia en el Hospital y mientras habla patea el suelo como el Chavo del 8 para irse, porque “disculpa, estoy muy emocionada y quiero ir a abrir mi casa” revolea los ojos, trata de sonreír, aprieta las llaves y se quiebra: “perdón, perdón” y mientras el cuerpo la lleva hacia adelante, se da vuelta y secándose los ojos suelta “esta es mi última mudanza, ¿sabés?”.
Carlos “Carli” Bianco, jefe de asesores de Axel Kicillof vio la escena, sonrió, se rascó la cabeza y no necesitó decir nada: aplaudió su entusiasmo, solo, en cortito, para él mismo: un gesto futbolero en medio del pasillo vacío de ese edificio que antes fue comisaría, y sede del Banco Provincia, y antes, mucho antes, edificio de correos y hoy sirve de oficina donde se acaban entregar 316 escrituras de propiedad.
En un rato, En el acto de entrega, hará hincapié en que a pesar de las complicaciones del contexto general “Cuando se hacen obras y se aseguran derechos para los vecinos y vecinas, siempre son actos hermosos y muy emocionantes”. Y acaba de vivirlo.
Cada casa de este nuevo barrio tiene una biblioteca con libros y un árbol al frente, que hay que plantar para que eche raíces, que si los cuidados ayudan, será para siempre. Es solo cuestión de cuidar el árbol. Salir a la mañana, regarlo, saludarse con esos nuevos vecinos que también serán para siempre, porque desde lo práctico, la definitiva cercanía, un futuro sólido y previsible en una casa que ya no es provisoria, el sentido de pertenencia está asegurado.
Ese espacio bonito y propio, es nada menos que eso: propio. Es sacar los pies de la arena movediza. Es haber esquivado -por última vez y para siempre- las angustias de cada segundo diciembre. Sin nada que consultar con nadie. Sin nada que pedir. Así, como los derechos, que no se preguntan: se trabajan, se consiguen, se cumplen, se disfrutan y se ejercen. Como Jaz y Fiore que con las casas juntas, se mirarán de ventana a ventana, soñándose -con tranquilidad y alegría- amigas para siempre.