Al costado de la Terminal de trenes, frente al colegio, hay una plazoleta chiquita, apenas el lote de alguna demolición todavía dibujada en la medianera. Es un lugar muerto, abandonado, donde lo único vivo son los murales de colores todavía vívidos y frescos. La placita tiene pavimento, pero apenas se lo ve de tan sucio. Las farolas son de vidrios rotos, los juegos de materiales astillados y ya desteñidos por el sol. La vereda es de tierra, con una estrecha cinta maltratada de asfalto como para cumplir, aunque hay que adivinarla bajo el barro. Es lo único que separa la tierra del cordón, la tierra de la plazoleta. Y en la esquina el recuerdo de que alguien alguna vez reculó con un camión y dejó una huella machaza y honda que nadie se molestó en tapar.
Es un paisaje que podría ser rural pero está a unas decenas de metros de la espléndida estación, a una cuadra de donde estuvo el café donde Rodolfo Walsh escuchó que había un fusilado que vivía. Es la entrada al centro de La Plata, donde uno se topa con las mayólicas de una farmacia histórica, donde se ven las primera mansardas y alguna cúpula a lo lejos. ¿Cómo se combinan huellas de camiones en el barro y mansardas de pizarra?
Para llegar a estos opuestos, el GPS te hace seguir una larga, larga calle de barrio bien arbolada, una calle de casas, algunas bien cuidadas, algunas patrimoniales. El llegado mira y se sobresalta entre los buenos coches y las fachadas por los yuyales, los pastizales chuzos dónde extraña que no haya cardos. Es como si el campo quisiera de vuelta el tejido urbano y le estuvieran entregando a cuenta las veredas.
Compitiendo con los yuyos, en las paredes suben las hiedras coloridas de los grafiti, que parecen dispuestos a comerse las casas. El grafiti es un síntoma, una señal de que aerosol en mano los pibes saben dónde están, saben del abandono, saben del descaso. No hay ciudad más grafiteada que La Plata, porque no hay ciudad más abandonada. Se dirá, tal vez con razón, que el grafiti es asunto de policías y no de municipalidades, que los yuyos son responsabilidad de los frentistas y no de las autoridades. Pero los síntomas los causa el tono de la gestión, la bajada de línea, y hace años ya que los intendentes de La Plata están en guerra con su propia ciudad.
Es una guerra simple y dura que busca demoler la ciudad para que los especuladores inmobiliarios la rehagan a su imagen y semejanza. Prácticamente toda la ciudad fue rezonificada para ser demolida, para que las casas sean reemplazadas por edificios. Es una inmensa zona entre 1 y 19, y 38 y 60. Todo lo que queda ahí está como el gato de Schroedinger, indeterminado. ¿Para qué cuidar una casa cuyo único futuro es la demolición? El que la compre no la quiere, quiere el lote. La casa, en el sentido muy concreto de su valor material, ya no existe, apenas ocupa tierra a vender.
Y desde la municipalidad, hace ya dos intendentes, se confirma el mensaje, peleándolo en tribunales, arreando concejales y mostrándoles a los vecinos dónde están a fuerza de yuyos y veredes destrozadas.
Los generales de esta guerra fueron y son Pablo Bruera y Julio Garro, que ven la ciudad de Pedro Benoit como un simple campo de negocios. Es la visión del que parado frente a un bosque ve metros cúbicos de madera, camionadas de leña, cajas de escarbadientes. Lo que está importa sólo por su potencial de hacerle dinero a los especuladores, a las inmobiliarias, a los que habilitan negocios.
Es una paradoja particularmente dolorosa en la única ciudad planificada del siglo 19, un tejido urbano diseñado con esmero y sabiduría. Es de guapos crear una ciudad de la nada, señalar un pedazo de campo y ponerse a trazar calles y diagonales, a plantarles árboles, marcarles una línea municipal y una altura máxima permitida. Fueron de guapos los concursos internacionales para los edificios públicos de la ciudad, todavía entre los mejores que se hayan visto. Y fue de guapos el pensamiento urbano utópico, de los que crean ejes para que el sol aparezca y se ponga alineado con las avenidas, destacando cúpulas, torres y agujas airosas.
La Plata fue un gesto de modernidad elegante de una generación que había descubierto el verde urbano y llenó la ciudad de parques, plazas, plazoletas y boulevares. Todavía se puede caminar abriendo la boca ante la calidad y la arquitectura de edificios que terminan siendo simples reparticiones públicas, de las que hoy se tienen que conformar con una estructura de hormigón cerrada con ladrillos huecos, caños de plástico y cerramientos de mera chapa doblada. Lo mismo con la vivienda, que supo ser ejemplar en sus referencias arquitectónicas y hoy se conforma con rectángulos de balcones, inmensas medianeras, todo hecho lo más barato posible y con la mayor pereza intelectual.
Es justamente este patrimonio el que va a ser destruído por dinero, mientras el campo es recortado sin ton ni son para hacer pequeños barrios cerrados. Esto fue un invento de la gestión Bruera adoptado con entusiasmo por la de Garro, y un negocio espectacular. La Plata nació y mantuvo hasta hace poco un cinturón de quintas que alimentaban la ciudad, pymes de alguna que otra hectárea de buena tierra negra. Este cinturón está siendo reemplazado y construido con buena ganancia porque se compra como tierra rural y se pide, amistosamente, que se la rezonifique como urbana para construir pequeños countries. Lo que se compró por hectárea se revende por metro, por un precio decenas y a veces cientos de veces superior.
Esta explosión de countries en miniatura explica que La Plata tenga un impuesto municipal, un ABL, de los más caros. Al abrirle campo a los negocios inmobiliarios, la municipalidad se obliga a llevarles servicios a los nuevos vecinos, que construyen en lugares sin asfalto o cloacas. Es el subsidio final al negocio, el de la carga pública que tienen que pagar los vecinos. Habrá yuyos, habrá grafiti y veredas destrozadas, pero el ABL hay que pagarlo como si uno viviera en los countries beneficiados.
Otro jugoso favor municipal es el de olvidarse del derecho de paso. Desde el satélite se ve clarito cómo uno toma una calle cualquiera del centro fundacional para ir a la zona de barrios cerrados y la calle fatalmente se interrumpe ante un paredón o una alambrada privados. La calle reaparece después, donde no moleste a algún dueño, y vuelve a interrumpirse donde moleste. En concreto, toda la zona cuenta con apenas una calle que dure más de dos o tres cuadras, y es apenas una calle doble mano, no una avenida de varios carriles. Dejar el country para ir a cualquier parte implica enfrentar un embotellamiento casi permanente.
Y un favorazo final y temible fue haber ignorado completamente la topografía de las aguas en una ciudad que sufrió la inundación con más muertos de la historia argentina. Hay un barrio cerrado que se está construyendo en las laderas de un gran pozo, probablemente una de las canteras que proveyeron arcilla para hacer los ladrillos de la ciudad original. El lugar es un sumidero de aguas de lluvia que fue alisado prolijito con topadoras para empezar a alzar chalets.
Del otro lado del círculo rural de la ciudad están los que se quedaron afuera, los que no tienen dólares para los especuladores. Son más que nunca, que La Plata ya llegó a la marca de los 260 asentamientos precarios.