Es azaroso cómo ciertos versos, en complicidad con una melodía, se convierten en nuestra educación sentimental. Supongo que tiene que ver con el momento en que los escuchamos por primera vez, con la persona que nos acerca a ellos o lo memorable del escenario en que el encuentro ocurre. Digamos que es una mezcla de destino y casualidad, un milagro. De pronto, casi sin darnos cuenta, ya tenemos una canción atornillada en los huesos: I remember you well in the Chelsea Hotel / You were talking so brave and so sweet...
No tengo idea cómo una canción llega marcar la vida de otras personas, pero en mi caso debe haber sido, más o menos, 1996. Para entonces Leonard Cohen llevaba un par de años en un monasterio budista en Monte Baldy, al norte de Los Ángeles, meditando desde las tres y media de la mañana hasta las diez de la noche. Algunos fines de semana, mi padre y su esposa practicaban un tipo de ritual distinto, si bien igualmente purificador: organizaban comilonas, bebían demasiado y dedicaban la tarde a mentarse la madre. Primero lo hacían sutilmente –un juego de miradas, una indirecta a la yugular–, pero conforme pasaban las horas las cosas se iban torciendo y terminaban por incomodar a los invitados.
Cuando mi padre finalmente se retiraba a su estudio y encendía un puro, exasperado, mi madrasta ponía a Leonard Cohen, le subía al volumen y daba por inaugurado el lado B de la fiesta. Yo no habría tenido que permanecer en aquella sala, pero el magnetismo de la situación era difícil de resistir. Dolida de amor, la esposa de mi padre cantaba con un sentimiento fascinante para mí, quizá porque en mi casa materna no se acostumbraban semejantes exabruptos (aunque mi madre cantaba también, y también sufría de amor, lo suyo era sobrellevar el dolor discretamente, con Mercedes Sosa, Violeta Parra o Bola de nieve cantado quedito de fondo).
Givin’ me head on the unmade bed / While the limousines wait in the street. A mis doce o trece años, yo nunca había estado en un cuarto de hotel con un amante. Creía que give head era pensar en alguien con hartas ganas, lo cual me parecía romántico y hasta deseable. Aunque jamás me había enamorado de verdad, escuchar I need you / I don’t need you / I need you / I don’t need you me ponía la piel chinita, ese vaivén era un suplicio perfecto que me urgía vivir en carne propia.
Fue escuchando “Chelsea Hotel #2” que entendí que una canción y un poema son el mismo bicho y que, dado que las canciones me gustaban desde siempre, la poesía debía gustarme también; es más: en ese preciso instante decidí que me gustaba muchísimo, era de hecho lo que más me gustaba en el mundo. Esas tardes de mediados de los noventa supe por primera vez lo que algunos poemas vinieron a confirmar luego: que el amor te destruye, sí, pero suavecito, con aquel rumor manso que salía del estéreo. Para confirmarlo bastaba observar detenidamente a las personas enamoradas que me rodaban (sobre todo a las mujeres enamoradas de mi padre, que abundaban).
En el principio fue la voz de abismo de Leonard Cohen, caballitos de tequila servidos a tope, el ir y venir entre la pasión desmedida y las ganas de que te dejen en paz.
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A finales de 2011 pasé, finalmente, frente al Hotel Chelsea. Me había mudado a Nueva York a estudiar la maestría, tenía un departamento minúsculo en Brooklyn, un parque a la vuelta de la esquina, nieve en la ventana y la agridulce certeza de estar atravesando los mejores días de mi vida.
Para entonces ya conocía varias habitaciones de hotel con las camas destendidas. Me habían roto el corazón un par de veces, con cierta moderación, y avanzaba con plena conciencia hacia que me lo rompieran de nuevo, ahora de verdad. Aunque sabía que mi relación estaba condenada al fracaso, aferrarme a ella con uñas y dientes me pareció sensato. Era feliz y lo sabía; era miserable y lo sabía. De día escuchábamos canciones alegres y por la noche, llorando con los audífonos puestos, volvía a “Chelsea Hotel #2”. We are ugly but we have the music.
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De niña pensaba que era cuestión de paciencia: bastaba con vivir un poco para que los mecanismos del amor me fueran revelados y cayeran del árbol como frutas maduras. No fue así. El corazón roto de Nueva York cicatrizó eventualmente, y volví a enamorarme. Lo hice con más ganas y más descaro, confiada en que todo lo que creía haber aprendido no me serviría de un carajo.
Hoy tengo menos herramientas, pero me siento más sabia. El amor –ahora lo sé– es la intuición adolescente que lloraba mi madrastra, esa corazonada del tipo I need you / I don’t need you / I need you / I don’t need you. Y puede que sea la ola de calor que azota a la Ciudad de México, pero ahora mismo la alternativa del retiro budista me parece bastante tentadora. Aunque puede que, de marcharme lejos, estaría todo el tiempo buscando pretextos para volver.
Isabel Zapata nació en la Ciudad de México en 1984. Es autora de los libros Las noches son así, Alberca vacía, Una ballena es un país, In vitro y Tres animales que caben en el agua. Su trabajo ha sido incluido en medios mexicanos como la Revista de la Universidad de México, Periódico de poesía y Letras Libres, entre otros, e internacionales como World Literature Today (EUA) y Ancrages (Canadá). En 2015 fundó, con cuatro amigas, Ediciones Antílope, que bajo el lema “hacemos libros que nos gustaría leer” ha consolidado un catálogo que abarca la narrativa, la crónica, la poesía y el ensayo. Participará este año de la 12° Feria de Editorxs que se realizará del 3, al 6 de agosto en Complejo Art Media, Av. Corrientes 6271.