Como yuyo malo, las peleas habían ido creciendo hasta ocupar todo el espacio. Los días se llenaban de rencor contenido, de insultos ahogados, de gritos frustrados. Ella no hablaba, nunca lo hacía. Era él quien se sacaba de quicio ante el acoso indiferente de ella.
El sol lo empeoraba todo; era como el viento norte que vuelve locos hasta a los mansos. No había llovido casi y la sequía abortaba todo intento de vida verde. La huerta era un páramo de tierra floja. Las calles sudaban un polvo espeso y gris. Él se negaba a sacar el tamo acumulado sobre muebles y pisos: vivimos en el planeta Tierra, argumentaba.
Aquella mañana el cuarto no se desprendía aún del sopor nocturno cuando Renato se despertó sudado, entre las sábanas que no querían soltarlo. Prendió el pequeño velador sobre la mesita de luz. Sintió el piso de granito caliente bajo sus pies. Aún sentado en la cama, vio cómo ella se levantaba también. Despacio, sin hacer ruido, ya estaba frente a él. Con el mismo agobio de cientos de años, compartieron el baño y después un desayuno desganado.
Afuera, la penumbra de las últimas luminarias se rendía ante el sol que arremetía impertinente sobre la ciudad. Ella tardaba en hacerse ver, en el letargo de las pocas cuadras que caminaban. Una parsimonia que se mantenía durante el viaje en colectivo. Pero bastaba que se bajaran para que la presencia omnisciente de ella lo sofocara aún más que el ejército de zombis que, como él, caminaban como autómatas hacia el yugo diario.
Ella lo acompañaba como un guardia esposado al reo. Solo lo liberaba en la puerta de la mueblería, donde la bronca de él encontraba otros destinatarios: el dueño iracundo, el aserrín colándose entre su ropa, las facturas dobles asentadas en libros diferentes.
A las tres de la tarde, con el sol partiendo cabezas, apenas él salía del negocio, allí estaba otra vez ella. Él la sentía aferrada a sus pies. La arrastraba, pesada, mientras crecía en una pared o se quebraba en una esquina. Renato buscaba las copas de los árboles que aún mantenían hojas para deshacerse de ella por algunos instantes. Respiraba aliviado hasta salir otra vez el sol intempestivo. Entonces ella se envalentonaba, su figura se contoneaba provocativa, su presencia silenciosa se volvía aún más intimidante. Si él apuraba el paso para perderla, ella se las ingeniaba para seguirlo a la par.
Apenas regresaba, Renato oscurecía la casa: cerraba las cortinas y prendía el ventilador de techo que le devolvía el aire caliente pagado a la losa. Después se descalzaba, se servía un vaso de Amargo Obrero con soda y se tendía en el sillón arratonado, sin abrir los ojos. A veces dormitaba. Cuando despertaba, sabía que ella aparecería cuando encendiera las luces. Cenaban en silencio. A la medianoche, ella se colaba con él en la cama. Él apretaba los párpados hasta el dolor y apagaba pronto la luz.
Aquel domingo se levantó, tomó unos mates y salió cuando el sol ya estaba alto. Fue a la plaza. Necesitaba ver algo de verde. Se sentía fuerte. Ella se arrastraba por el piso, prendida a sus pies; cada minuto, más pequeña, cada paso, más insignificante. Renato se empoderó. Caminó por el sendero hasta la fuente, se detuvo allí, miró la hora en su celular: las doce. Sonrió y la vio desaparecer en la baldosa de vainillas bajo sus pies.
En la fuente, dos chorritos querían alcanzar el cielo, se elevaban y caían después en un suicidio contra la superficie del agua.