Con inocencia, uno pensará que los próceres no coimeaban, no pensaban con el bolsillo, como tantos hoy. La supuesta conquista del desierto, que nos legó una oligarquía ganadera tan instantánea como la sopa, pone el tema en cuestión, pero ya de antes se hablaba. Por ejemplo, el diarista Juan Manuel Beruti, hermano del de las escarapelas, anotó que Justo José de Urquiza se fue de la ocupación de Buenos Aires después de la batalla de Caseros "podrido en plata", entre otras cosas porque mandó a su gente a vaciar las cuentas nacionales.
En algún memo perdido en los archivos del Paso Imperial, en Río, descansa una observación sore el tema de un enviado a estos pagos. Resumido en criollo, los argentinos se servían de algún fondo público porque no tenían esa herramienta para canalizar la corrupción que es una monarquía, que te paga con prebendas, monopolios y títulos de nobleza que vienen con tierras y bolsas de dinero. Los ingleses hacían lo mismo desde tiempos inmemoriales, dejando que el ministro de economía, siempre un lord de alto rango, se quedara con un porcentaje estable del presupuesto nacional. Costumbres de cada uno.
Pero en nuestro siglo 19 sí hay algo que se destaca, un caso único de coima con recibo y detalles de la liquidación. Fue una cometa en la que la provincia de Buenos Aires, por entonces independiente y en guerra con la Confederación, se compró una flota. Una flota que, hay que destacar, estaba bloqueando el puerto.
El comandante era un norteamericano cuarentón llamado John Hallstead Coe, que se le apareció muy pibe al taciturno Guillermo Brown, eterno comandante de nuestra pequeña Armada. Como se sabe, Brown era irlandés y había inventado la primera flotilla patriota con comandantes ingleses, irlandeses y norteamericanos, dada la escasez relativa de marinos criollos experimentados. Es que así como de movida tuvimos una plana mayor de militares profesionales -San Martín, Alvear y varios otros- tardamos mucho en entrenar marinos. Coe, pibe como era, ya tenía su experiencia y Brown, que tenía que hacerle la guerra al Brasil con lo que hubiera a mano, lo puso al mando de una pequeña goleta, la Sarandí. El pibe se lució y Brown le agregó algunas naves más -apenas patachos- y le ordenó hostigar el comercio en el litoral brasileño, el estilo de guerra naval de la época que parecía una piratería legalizada.
Coe se fue quedando y terminó metiendo la pata políticamente porque se casó con una Balcarce. Resulta que el flamante Restaurador de las Leyes no se llevaba con los Balcarce, con lo que Rosas lo bajó de la lista naval en 1835. El yankee se embarcó de inmediato a Montevideo y se conchabó con el colorado Fructuoso Rivera, aliado de los unitarios, que lo puso al mando de su flotilla. Tal vez para neutralizarlo, tal vez por mediación de Brown, Rosas lo mandó llamar en 1841 y Coe volvió a Buenos Aires. No le dieron ningún comando, ni una lancha, pero cobraba y tenía derecho al uniforme.
Pero después vino Caseros, Rosas se fue al exilio y Urquiza, dice Beruti, se forró y se fue a Entre Ríos. Los unitarios volvieron al pago y se dispusieron a gobernar. Con una legislatura provincial flamante, rechazaron el Acuerdo de San Nicolás y Urquiza, presidente de la Confederación, intervino la provincia. El 11 de septiembre de 1852, la provincia de Buenos Aires se alzó en armas, echó al interventor y proclamó su independencia de "los trece ranchos".
Urquiza, ocupado en preparar el congreso constituyente de Santa Fe, se encontró con otra guerra civil contra el Estado de Buenos Aires. Lo primero que hizo fue encargarle al coronel Hilario Lagos, viejo federal disgustado con los secesionistas, que cercara la capital bonaerense. Lagos reclutó a los que pudo por donde pudo y se puso a hostigar a la ciudad. El presidente le encargó el bloqueo fluvial a Coe, que se le había arrimado.
El sitio de Lagos pasó a ser legendario por el simple hecho de que la ciudad estaba llena de escritores y la causa secesionista era popular. Los chicos bien se hacían uniformes azules a medida, de quepí a la francesa y bordonas de oro, para deslumbrar a las chicas desfilando rumbo al incierto frente de batalla. Las plumas desbordaban y los diarios de la época chorreaban veneno y entusiasmo... en fin, un último cartucho de romanticismo criollo.
Pero el bloqueo en serio, el que dolía, era el fluvial porque Buenos Aires vivía del comercio de ultramar y sin barcos entrando y saliendo la Aduana se llenaba de moscas y los comerciantes se aburrían. Todo el mundo, y sobre todo Urquiza, sabía esto por el bloqueo de la guerra con el Brasil y por el francés de 1839, con lo que el president puso al mando de Coe los ocho buques armados que tenía, incluyendo tres vapores, nada menos.
Coe, al principio, se lució y le dio una regia paliza a la escuadra porteña en Martín García. La provincia rebelde se dió cuenta que no tenía con qué forzar el bloqueo, tema preocupante. Pero los nuevos gobernantes no eran ni zonzos ni ángeles, y enseguida notaron algo raro, que de cada tantos barcos que llegaban, algunos pasaban. Para mayo de 1853, ya iban ochenta barcos de cabotaje y del extranjero que habían pasado el bloqueo, y ya había una queja formal, la de un capitán norteamericano indignado porque le habían pedido una coima para entrar. Uno de los marinos de Coe, Thomas Page, contó en sus memorias cómo se divertían maniobrando para que el comandante pudiera decir que los barcos coimeados se le habían escapado.
El jefe de escuadra coimeaba, en parte, porque los sueldos de las tripulaciones no llegaban y faltaban hasta alimentos. Pero eso era en parte, porque había coimas en oro y Coe se guardaba casi todo. Con lo que los secesionistas entendieron cómo había que levantar el bloqueo y, de paso, comprarse una flota nueva. Plata no faltaba, porque el Estado de Buenos Aires acababa de emitir buenos dineros respaldado por las futuras rentas aduaneras.
No se sabe cómo fue la negociación ni quién el intermediario, pero el 18 de junio de 1853 apareció en la costa de Palermo el velero El Rayo y, a la tarde, el bergantín Federal. El 20 madrugó el Enigma y para la nochecita se entregaban los vapores Correo, Merced y Constitución, el bergantín Maipú y el buque Once de Septiembre. El bloqueo había terminado y el Estado de Buenos Aires tenía ocho buques más a su servicio.
Coe, a todo esto, se había subido a una fragata norteamericana que de casualidad estaba en el estuario. El coimero, parece, sobornó al colega para que le diera asilo, cosa que el coimeado pagó meses después con una corte marcial en Estados Unidos. Para ese entonces, Coe estaba con sus oros y sus pesos en Montevideo.
Muchos años después, el historiador platense Carlos Heras encontró en el archivo histórico de la provincia la liquidación de la coima, coquetamente titulada "premios a la escuadra enemiga" y firmada nada menos que por el general José María Paz, el legendario Manco, como ministro de Guerra del Estado de Buenos Aires. Coe se había llevado un millón de pesos papel y 3000 onzas de oro, que era otro millón. El comandante del mayor buque había cobrado sus dos millones, pero en papel, y el del siguiente en tamaño un milloncito redondo, con los bergantines costando cifras menores. En el acta hasta se detallaba que los comandantes habían repartido entre las tripulaciones más o menos la cuarta parte del soborno.
Coe pasó un tiempo en Montevideo, volvió a Estados Unidos y se fue apenas se enteró del juicio al colega que coimeó. Volvió a Buenos Aires y disfrutó sus patacones hasta que se murió en 1865, con 57 cumplidos. El Estado de Buenos Aires volvió a la república recién en 1861, después de ganarle la batalla de Pavón a "los trece ranchos".