Me preguntaron otra vez
(lo hizo un amigo, con buenas intenciones,
es decir, con genuina curiosidad)
por qué seguía viviendo yo en Santa Fe.
Respondí, de manera también bienintencionada:
Porque en Buenos Aires son igual de pelotudos que acá.
Sólo que acá somos menos
y la pelotudez se nota más,
y allá son más, y por lo tanto
la pelotudez se dispersa
hasta que parece, como la niebla, disiparse.
Pero aunque grosera de un lado
y atomizada, hasta la dispersión, del otro,
la suma de pelotudos devuelve
una cantidad equivalente de estupidez,
o al menos así podría deducirse
del cálculo de sus proporciones.
No le mentí a mi amigo, al contrario; confesé:
Confieso que alguna vez
durante un tiempo considerable
el problema ocupó buena parte
de lo que llaman mi “espacio mental”.
O no: me olvidaba,
quiero decir, me entretenía con mis asuntos santafesinos,
pero sólo para que el asunto porteño
volviera áun con más fuerza.
¿Por qué no me iba yo a Buenos Aires
si en Santa Fe eran todos unos reverendísimos pelotudos?
Porque acá, en Santa Fe,
y supongo que en cualquier otro
pago chico del mundo,
nadie cree que, si valés la pena,
si sobresalís en lo tuyo,
te quepa seguir viviendo
ahí por mucho tiempo.
Para sus habitantes
quien sea que valga la pena
debe irse de Santa Fe:
esa es la opinión que tienen
los santafesinos de sí mismos.
Y yo
que en aquel entonces era
un santafesino más, me preguntaba
si no sería hora ya
de dejar atrás este agujero
sin gracia ni vuelo
cambiándolo por el lugar
donde mi genio sería apreciado.
En el fondo, como le pasa a cualquiera,
yo no quería otra cosa que aumentar mi vida
y, ¿qué otra manera tiene la vida
de ir más allá de sí misma
que la de ser de pronto reconocido
por aquello que se hace?
¿Para qué hace uno lo que hace
sino por el goce que devuelve hacerlo
pero también por el deseo secreto
de ser al cabo lanzado hacia delante
por obra del reconocimiento?
¿Y en qué otro lugar sino en Buenos Aires
pueden sancionar el talento nacional de cualquiera
haciendo público su verdadero valor?
Porque era esto lo que yo esperaba de la literatura:
después de años de esfuerzo,
de años de genio volcado en la escritura,
un súbito reconocimiento a esa genialidad
que coronara todo aquel gasto de años.
La literatura era para mí
una carrera de fondo
que más tarde o más temprano
pero siempre de modo repentino
se saldaría con la gloria,
y ese umbral glorioso
no podría cruzarse en otra parte
que en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La vida consumida en el escribir
de pronto recobrada como vida multiplicada:
sería como un renacimiento,
una segunda vida porteña
que es a lo que todos aspiramos:
a vivir dos veces.
Ahora, ¿se puede ser más pelotudo?
Sólo cuando se es joven.
Sólo cuando se es joven
se puede creer uno tan genial
como para dotar a un lugar de las mismas virtudes
que uno cree encontrar en sí mismo.
Una idea alta de uno mismo:
eso es mortal, tanto o más
que una idea baja.
Ambos, el alto y el bajo,
miden su estatura
en la misma pared electrificada.
***
Pero el caso era que,
incluso cuando se suponía
que era el lugar indicado para mí
porque sólo Buenos Aires
de entre todas las ciudades a mano
estaba a la altura
de mi genialidad y mi talento,
incluso así
yo me quedaba en Santa Fe.
¿Por qué?, ya me preguntaban entonces
mucho antes de que lo hiciera mi amigo.
Por qué, si el ambiente de provincias
no haría otra cosa que achatarme.
En ese entonces,
ya hace diez o quince años,
yo tenía preparada una batería de respuestas:
que ya había conseguido trabajo en mi ciudad,
que el incordio de una mudanza,
que la calidad de vida en las grandes urbes.
Cuando mis hijas nacieron
ya no quedaron dudas
de la inconveniencia de mudarse:
no es posible criar hijos en Buenos Aires,
pensaba o declaraba yo,
si no se está dispuesto a ser infeliz
o si no se es millonario.
Así y todo,
por convincentes que parecieran,
estos argumentos sonaban a excusas,
y desde que sonaban a excusas
yo no me las creía:
¿por qué ofrecería uno una excusa
si en primer lugar no creyera
que debe convencerse a uno mismo?
El problema de la excusa
es que puede o no funcionar hacia fuera
pero siempre se cae a pedazos hacia dentro.
De modo que mientras
más convincentes fueran mis excusas
y mientras mayor fuera el número
que yo acumulaba de ellas,
mayores serían también mis deseos
de irme a vivir a Buenos Aires.
Yo estaba atrapado en el intervalo entre
mis fantasías de irme
y lo que había de “verdad” en mis excusas:
yo no vivía ni en un lugar ni en el otro.
No me animaba a irme a Buenos Aires
pero tampoco me reconciliaba
con la idea de estar vivo en Santa Fe.
No sabía entonces que el problema
estaba en el género excusa,
que yo preparaba esas respuestas
tan solo porque ellos, todos,
me abrumaban con sus preguntas.
Las excusas no eran para mí
ni tampoco el deseo de irme:
si yo fantaseaba con irme, no era porque
yo en verdad lo quisiera
sino porque así se supone
que debía hacer alguien en mi situación.
En suma, era un problema
de los pelotudos que preguntaban.
O peor, ni siquiera era
un problema para ellos:
ellos representaban un poder,
sin saberlo, como hace quien lo representa.
Es el poder que dice:
todo aquel
que vale la pena en lo que hace
debe mudarse
a la Ciudad Autónoma,
de la que toda genialidad argentina depende.
***
Con el tiempo, sin embargo,
de aquellas excusas
quedaría sólo la cáscara.
Es decir,
yo volvía a esgrimirlas
a la manera de argumentos
para responder de modo educado
pero en el fondo
para que me dejaran en paz.
Las respuestas se habían convertido
en enunciados vacíos
sin ningún énfasis de mi parte,
sin que nada mío
se colara en ellas.
¿Me había resignado?
¿Había asumido yo mi suerte,
es decir, mi propia cobardía
al declinar mi gran posibilidad
de cambiar de vida?
No lo creo.
En primer lugar,
porque de vida no se cambia solo
con la mera voluntad de cambiarla,
y la prueba descansa en el hecho
de que, de haberme mudado entonces,
hubiera sido yo en Buenos Aires
el mismo pelotudo que era acá.
Pero también porque
quedarme se rebelaría
como aquello que yo mismo deseaba,
deseo que sólo
se asumiría en el futuro.
Quedarme en Santa Fe
es el tipo de decisiones
que se toman en el presente
pero cuyos fundamentos se conocen
recién con el paso de los años.
Te fuiste quedando,
me dijo entonces mi amigo.
Para nada, dije yo.
Lo que hice fue todo lo contrario
de ir quedándome.
En todos estos años
desde que la inquietud asomó en mí
hasta que se me reveló extraña,
lo que hice fue hacer una vida (la mía)
pensando que la vida
estaba en otra parte
(que es la única manera de hacer una vida).
Esto ya demuestra el carácter
activo, aunque enajenado, del quedarse.
Pero sobre todo se hacía evidente
que nunca fue una opción,
nunca la vida me llevó a Buenos Aires;
el hecho de ir hasta allí hubiera estado
mediado por una decisión,
y si hay una decisión entre lo dicho y lo hecho
es porque hay una violencia,
una falsedad.
Nada más falso que una decisión.
***
Ahora, ¿significa esto
que Santa Fe es el lugar indicado
si uno quiere seguir siendo un genio
y a la vez ser coronado
por su genialidad?
Por empezar, son opciones excluyentes:
aquel que es reconocido por su genialidad,
deja automáricamente de ser un genio
como si de pronto,
al coronarlo,
hubieran iluminado su escondite.
Pero tampoco es que
las condiciones estén dadas
allí para seguir siendo un genio:
no es que el aire santafesino
tenga una aptitud especial
para que la genialidad se propague.
Al contrario, el de Santa Fe es un aire
más pesado que el de Buenos Aires
y, para el caso, más pesado
que casi el de cualquier otra parte,
de modo que no sólo la genialidad
encuentra dificultades
para abrirse paso.
Malos Aires, podríamos llamarle,
desde que incluso respirar se vuelve
un ejercicio difícil, a veces impracticable.
En realidad, nada en Malos Aires
favorece el desarrollo de la genialidad,
pero en el fondo
tampoco la obstaculiza.
Malos Aires deja al genio
sólo con la pregunta
¿qué tan genio soy?
o, ¿hasta dónde llega mi genio?
y, en última instancia,
¿seré de verdad un genio?
Malos Aires
como cualquier otra parte
cuando se vive allí lo suficiente
es un buen lugar para
perder toda esperanza.
Llamamos entonces Santa Fe
(o Malos Aires o cualquiera sea el nombre
con que se quiera llamar al desierto)
a la resta de todos los lugares
entendiendo lugar como el atributo
que hace de alguna parte cualquiera
el punto exacto donde
prosperar o sucumbir.
Santa Fe
Malos Aires
todos los lugares
cualquier lugar
ninguna parte.