Hace unas semanas yo tenía que hablar en un congreso sobre el neobarroco de Copi, para diferenciarlo del de Sarduy. Entre las actividades extracurriculares que realizamos estuvo una visita a un bar bailable, donde oficiaban unos “Magic Mike” latinos promocionados en los laterales de una gigantesca camioneta estacionada en la puerta (Hunkmania).
Uno de ellos (el más lindo, el más pícaro) me ofreció un lapdance que, aunque yo me resistí a aceptar (“no tengo un dólar partido”), me brindó de prepo. Para mi sorpresa y la de mi marido, no fue una performance pélvica, bananera, como la que imaginábamos, sino un culeteo insaciable y caribeño. Mencioné el episodio en la mesa del congreso (venía a cuento), y mi comentario fue replicado en otras mesas, según me dijeron. El tema era mucho más interesante que el examen contrastivo de dos estéticas diferenciales.
Sigo pensando en la anamorfosis del gogo dancer que nos tocó en suerte, cuyo centro (oscuro, como la metáfora gongorina) eran dos nalgas de acero y un black hole que parecía llamarnos. Tal vez la ideología Magic Mike sea subsidiaria de la ética protestante (en la cual la contracción al trabajo se mide en pulgadas de carne tumescente a punto de reventar el diminuto slip) mientras que nuestro cubanito había sido educado en la profundísima escuela del goce católico, que acepta el soplo divino por cualquier agujero (la concepción de la Madonna, sabido es, es por la oreja).
Puesto en posición subalterna (porque era quien debía recibir nuestra propina, nosotros éramos los propinadores funcionales a su estatus), la bestia cubana (cuya belleza todavía me acecha en algún sueño) supo que lo único que le correspondía era entregar el culo.
El cristianismo adoptó la moral sexual codificada por los funcionarios romanos que colocaron en un mismo paquete la potencia sexual, el imperio social y la dominación fálica. Para hacerlo, tuvieron que condenar la institución griega que hacía de la pasividad sexual la clave del crecimiento personal y social. El erotismo alegre y preciso de los griegos superponía la sexualidad y la pedagogía: un adulto (pedagogo-erastés) y un jovencito (paidés) formaban una institución positiva en la cual el hombre adulto iniciaba al joven en los asuntos de la vida, incluidos los de la carne. A través del semen del maestro la sabiduría llegaba al neófito.
Los romanos, en cambio, consideraron que la posición pasiva equivalía a la posición del esclavo, para quien, a diferencia de los hombres libres, el officium era obligatorio (obsequium). Fue el nacimiento, para los hombres libres, de la culpa sexual (que no es más que la organización psíquica del obsequium) y la misoginia.
De modo que en “activo/ pasivo” se lee mucho más que una mera inclinación personal: se lee el sistema de clases completo de una sociedad. Hoy, cuando ya no somos ni griegos ni romanos, la pasividad es la protesta más aguda contra el orden capitalista: la huelga sin término, la renuncia a la reproducción cultural, la negatividad total.