La propuesta del traslado de la estatua de Julio A. Roca del Centro Cívico de Bariloche --desde el centro de la plaza hacia la barranca frente al lago-- ha generado el debate en la sociedad argentina. Es un debate sobre el tipo de estado y de sociedad que queremos como ciudadanos. La estatua ecuestre de Roca uniformado mira al lago Nahuel Huapi, punto estratégico de la ocupación militar, representa la llamada Conquista del desierto.El propio Roca afirmaba en este evento el fin de la existencia de los pueblos indígenas en los territorios conquistados. El adversario fue identificado, no como uno interno, político, o una nación vecina sino como la barbarie, los salvajes, los indios maloneros.

En adelante ya no se reconocería, como en los tratados firmados por el propio Estado argentino años antes, la existencia de unidades sociopolíticas indígenas. Los prisioneros fueron considerados “restos de tribus”. Como consecuencia directa surgen las concentraciones y deportaciones masivas de la población sometida. No importaba si eran estos mapuche, tehuelche o ranqueles. Miles fueron deportados a distintos puntos del país para su uso como fuerza de trabajo forzada para el trabajo en molinos, haciendas, ingenios azucareros.

En los sitios de destino se desmembraron las familias. Se distribuyeron menores en casas de familias a cambio de que fueran bautizados, renombrados y educados con los valores de la “civilización”. Algunos varones fueron destinados a servir en la Armada o el Ejército. Las mujeres repartidas al servicio doméstico o para ser prostituídas. Grandes y pequeñas ciudades recibieron a estos contingentes y también las economías subsidiadas por el Estado como la vitivinícola en Cuyo y la azucarera en Tucumán y Misiones. Los contingentes trasladados formaban parte del subsidio.

Clases de historia en dictadura

Recuerdo algunas clases de historia que durante la dictadura de 1976-1983 recibí en la escuela primaria brindadas por miembros de las Fuerzas Armadas: sobre la celebración del bicentenario del nacimiento de San Martín, el conflicto con Chile por el canal de Beagle, y la celebración del centenario de las Campañas al desierto, en 1979. Fue entonces que un grupo scout construyó mangrullos en la plaza, nos enseñaron a desfilar, una fanfarria interpretó La Retreta del Desierto y se preparó una muestra de objetos en la escuela.

Nuestra maestra de sexto grado aportó un quepi de un familiar, reconocido militar del siglo XIX. En televisión se emitió la primera miniserie argentina en color, Fortín Quieto, con algunos artistas populares del momento. Aquellas clases tenían un mensaje claro: las campañas terminaron con los indios maloneros, invasores de Chile, que robaban ganado a las estancias de la pampa para llevarlo a su país de origen.

No se hablaba de pueblos, naciones, con organización social, territorios, cultura propia, nada. Sólo de indios maloneros, extranjeros, que debían ser eliminados por representar una amenaza a los bienes, las personas y al orden social. No había lugar para preguntar qué había pasado con esa gente que vivía desde miles de años antes en la Patagonia. Los sobrevivientes habían sido civilizados se nos enseñó, pudieron dejar sus costumbres e integrarse como ciudadanos. Claro, dejando de ser indios. Se trató de una campaña incruenta, civilizadora y que expulsó a los chilenos y sus pretensiones de quedarse con la Patagonia, decían.

No cancelar la historia

La vigencia de estos 40 años de democracia permite hablar de muchas cosas que antes quedaban silenciadas por la imposición de relatos políticos devenidos en historia de bronce, monumentos, nombres de calles, plazas y ciudades. Como ha venido ocurriendo en distintos lugares del país, en Bariloche ha sido esta estatua, ubicada en la plaza “Expedicionarios al desierto”, eje de las discusiones sobre nombres y eventos que conmemora la geografía urbana y cotidiana de la ciudadanía.

El debate no es en torno a la “cancelación” de un personaje puntual de nuestra historia sino sobre qué modelo de sociedad pretendemos construir. La concentración, distribución y separación de las familias luego de su sometimiento no fue operada sólo desde las oficinas gubernamentales sino que implicó la participación de distintas instituciones de la sociedad civil, como sectores empresariales, sociedades de beneficencia, periódicos, iglesias.

Desde la recuperación de la democracia las investigaciones científicas reconstruyen estos procesos históricos silenciados, respondiendo aquellas preguntas que no pudimos o no quisimos hacernos antes. Pero más allá de esto tenemos la obligación de reconocer que hubo una sociedad ciega para reconocer la situación de los pueblos originarios, a los que se les llegó a negar su propia existencia. Todos estos procesos que describimos aquí fueron sufridos, vividos y atravesados en Patagonia por la población mapuche-tehuelche. Transmitidos a través de generaciones que sucesivamente experimentaron distintos tipos de discriminación y despojo. Ellas fueron y lamentablemente siguen siendo negadas y estigmatizadas por una sociedad que se ha pensado a sí misma como blanca y descendiente de Europa. Aún aquí, a orillas de un lago con nombre en lengua mapuche, como quedó registrado por la documentación española desde el siglo XVII.

En este punto, si fuese posible revertir esta actitud, podremos ver que no se trata de las estatuas. Sino de continuar debatiendo y conociéndonos mejor, sin cancelar la historia, para poder pensar y construir una sociedadcon memoria, más equitativa y justa.

Epílogos de la “modernización”

Las tierras en el sur fueron privatizadas sin tener en cuenta el espíritu de la legislación que se oponía a la formación de latifundios. Sistemáticamente fueron violadas las cláusulas que lo prohibían. El Partido Autonomista Nacional permitió que compañías extranjeras, utilizando testaferros, adquieran enormes superficies que reemplazaron a las proyectadas colonias de pobladores inmigrantes. Así, la ArgentineSouthernLandCompany consiguió que se le reconociera la propiedad de 900.000 hectáreas concentradas en las mejores tierras de la cordillera patagónica en 1888, hoy propiedad del Grupo Benetton.

A la población originaria que sobrevivió a las campañas, escapó de sus destinos y pudo mantenerse en la Patagonia sólo le quedó ocupar precariamente tierras aún fiscales. A lo largo de todo el siglo XX fueron constantemente acorraladas y desalojadas. Al solicitar las tierras que ocupaban, si eran reconocidos como indígenas,las inspecciones los descartaban por otros solicitantes identificados desde Buenos Aires como “más aptos”.

Las lenguas indígenas fueron prohibidas, como las prácticas religiosas y las formas del uso de la tierra. Los indígenas fueron considerados como ámbito de los jueces de menores e incapaces, y no debían ser contabilizados como parte de la población de los territorios nacionales. O bien como un problema de seguridad y estigmatizados como ladrones.

Estos son algunos de los resultados del evento que la estatua representa. Pero también las consecuencias se extienden al presente cada vez que se repiten discursos políticos, en los medios de comunicación o en las discusiones cotidianas que refieren a que el pueblo mapuche no debería tener derechos, que se trataría de invasores, que son truchos o que se aprovechan del supuesto favoritismo populista del discurso de los derechos humanos.

En los últimos días se ha escuchado repetidas veces que si no fuera por Roca, los barilochense por ejemplo, seríamos chilenos. De alguna forma se está reconociendo que el Nahuel Huapi no era argentino, pero tampoco chileno. Se trata de un topónimo en lengua mapuche, así registrado por la documentación española del siglo XVII. Era un espacio que formaba parte de las territorialidades de los pueblos mapuche y gununakena, por el cual estos pueblos pelearon en desigualdad de condiciones contra los ejércitos chileno y argentino.

Historiador, investigador del Conicet y profesor Universidad Nacional de Río Negro.