El rock argentino está plagado de historias poco conocidas. Epopeyas sepultadas por el paso de los años. Esta es una de ellas. Durante su adolescencia, Luis Alberto Rodríguez se enamoró de la música. Con el dinero obtenido por sus servicios de cadetería en una farmacia, compró una guitarra criolla. En pleno apogeo del denominado “boom del folklore”, y de forma autodidacta, comenzó a tocar piezas de Los Chalchaleros y Los Fronterizos. Pero la figura de Elvis Presley, con las arrasadoras “Heartbreak Hotel” y “Hound dog”, lo inclinó hacia el rock. 

La escucha del cantante de Tupelo se complementaba con discos de Los Teen Tops. La banda mexicana ofrecía sorprendentes relecturas en castellano de temas de Little Richard, Chuck Berry y Jerry Lee Lewis. Luego, llegó el turno de agrupaciones británicas como The Beatles y The Rolling Stones. “Me fascinaba el tañido de las guitarras eléctricas. Sobre todo, la de Winfield ‘Scotty’ Moore. Pasaba horas desmenuzando aquellas sonoridades”, recuerda hoy en charla con Página/12. La habilidad para emular ese estilo punzante con un instrumento de carácter acústico, le valió el apodo que lo acompañaría toda la vida: “Rocky”.

Con apenas 17 años, desembarcó en La Cueva de Pasarotus. El reducto ubicado en la Avenida Pueyrredón 1723 aglutinaba a intérpretes de jazz. Esa noche, por ser menor de edad, la estadía en el sótano no superó los quince minutos. Tiempo después, ya con el almanaque a su favor, regresó. El lugar, ahora llamado La Cueva, tenía otra impronta musical. Allí se topó con los integrantes de Los Gatos Negros. El combo necesitaba reclutar a un bajista para afrontar una serie de presentaciones. Rocky jamás había tocado un bajo, pero se ofreció a ocupar el puesto. La audición, realizada en una sala de ensayo en Callao 11, consistió en reproducir la ejecución de Paul McCartney en “I saw her standing there”. La prueba resultó exitosa. El grupo, con dos cantantes en su alineación, recreaba otras canciones de los liverpulianos (como “Please, please me” y “Eight days a week”) además de éxitos de Presley y los Bee Gees. Vestidos con pantalón y polera negra, actuaban en clubes de barrio. “En un momento de los conciertos, tomaba la guitarra y arremetía con una pieza instrumental: ‘Red River Rock’. Al público le encantaba”, recuerda.

En el antro de Barrio Norte conoció a Mauricio “Moris” Birabent y al baterista Javier Martínez. Además, trabó amistad con Alberto Ramón García, personaje todoterreno conocido bajo el mote de Pajarito Zaguri. Junto a los dos primeros, durante el verano de 1965/66, se instaló en Villa Gesell. Allí nacieron Los Beatniks. El nombre del grupo aludía tanto a la generación beat (movimiento literario encabezado por escritores de la talla de Jack Kerouac y William Burroughs) como a la corriente musical liderada por los Fab Four. Durante sus actuaciones en el Juan Sebastián Bar, el grupo interpretaba piezas originales y temas de The Beatles, The Rolling Stones y The Animals. Tras una serie de desavenencias internas, Rodríguez abandonó el combo. “Era un hombre de convicciones muy férreas. Alejarme fue la mejor decisión”, afirma sin ahondar en detalles. Las disputas no impidieron que, cuatro años más tarde, pusiera su bajo en varias gemas del primer disco de Moris, Treinta minutos de vida. Entre ellas, en “El oso”, “Ayer nomás” y “De nada sirve”.

A principios de 1968, en el estudio del pianista Jorge Tagliani, Rocky intervino en una zapada. Los otros participantes fueron Martínez, el guitarrista Claudio Gabis y el tecladista Emilio Kauderer. Lo interpretado quedó plasmado en un disco. “Estábamos muy influidos por The Butterfield Blues Band. Especialmente de un tema llamado ‘East – West’. Por eso la música alumbrada tenía una mixtura de blues, free jazz y psicodelia”, explica. El acetato, primero en poder de Gabis, pasó a manos de Zaguri. A partir de ese momento, nunca más se supo de su paradero. 

A pesar del resultado artístico, el bajista se desvinculó. “En aquellos tiempos, cuando me sentía atado a una estructura, buscaba desesperadamente liberarme”, reflexiona. Su paso al costado posibilitó, a los pocos meses, la llegada de Alejandro Medina. Así nacería Manal, trío seminal del blues argentino. Con posterioridad, por recomendación de Horacio Martínez, se sumó a la banda de Johnny Tedesco. Junto al cantante, y ya en calidad de guitarrista, realizó una exitosísima gira por Bolivia. “Fue la única vez que experimenté lo que es ser famoso”, dice.

Pajarito y Rocky, La Cría Rockal en el BA Rock II de 1971.

A mediados de 1968 Rocky armó un proyecto propio. Reclutó a su cuñado, el baterista Carlos Calabró, y al bajista Jaime “Mito” González. El trío fue bautizado como Pomada Negra. “La expresión ‘estar en la pomada’ se usaba para señalar a los que eran expertos en alguna temática. Lo del color negro aludía a nuestro gusto por el blues y el soul”, explica. Con las voces de Rocky y Mito, el grupo ofrendaba repertorio de Cream (“Sunshine of your love”), Steppenwolf (“Born to be wild”) y Deep Purple (“Hush”), entre otras piezas. También interpretaba canciones propias como “El hombre viejo” y “Cada vez me gusta menos”. “Teníamos unas ganas tremendas de tocar. Sonábamos con mucha fuerza”, asegura. Durante casi cuatro años, el grupo realizó actuaciones en clubes del oeste de la provincia de Buenos Aires. En julio de 1971, Zaguri necesitaba músicos para dar un concierto en la ciudad de Chivilcoy. Entonces le pidió a Rodríguez, con quien convivía, que lo acompañara con su banda. La fusión resultó exitosa y decidieron continuar juntos.

El cuarteto pasó a llamarse La Cría Rockal. “Significaba ‘la yunta del rock’, una denominación más acorde a la propuesta”, dice. El nombre anterior, además, quedó descartado porque se asemejaba al de un grupo pasatista de la época. Rodríguez, para asegurar el rumbo estilístico, celebró un pacto con Zaguri. “Le aclaré que no habría lugar para baladas, ni piezas pop, como las que hacía en La Barra de Chocolate”, comenta. El vocalista estuvo de acuerdo. El 20 de noviembre de 1971, en la segunda edición del Festival B.A. Rock, la agrupación se presentó en el Velódromo porteño. “Tocamos con una pared de amplificadores Fonum. Yo usé una Gibson SG. Estábamos en gran forma, fue una jornada gloriosa”, detalla el guitarrista. El público aprobó la actuación y hasta la revista Pelo le dedicó un párrafo elogioso. Al tiempo, la banda registró un demo con dos temas. Uno de ellos era “El hombre viejo”, de probada eficacia en vivo. Sin embargo, tras algunos conciertos más, Pajarito abandonó el conjunto. Calabró y González siguieron sus pasos. “Solía monopolizar el proceso compositivo. Esa actitud erosionó la unidad grupal”, admite a modo de autocrítica.

En los albores de 1973, Zaguri le propuso a Rodríguez grabar un álbum. El trabajo sería editado por la filial local de la poderosa RCA. “Pajarito, un maestro en relaciones públicas, le vendió a los directivos del sello la idea de hacer un disco de ‘rock contestatario’. Ellos aceptaron”, declara aún asombrado. El país, desde el 28 de junio de 1966, vivía bajo un régimen militar. La lucha contra la dictadura había propiciado una serie de insurrecciones populares (entre ellas El Cordobazo) y la aparición de organizaciones armadas. Las ansiadas elecciones, fijadas para el 11 de marzo, estaban condicionadas por los uniformados. El Partido Justicialista, tras dieciocho años de proscripción, participaría de los comicios pero no con su líder. Juan Domingo Perón, exiliado desde su derrocamiento, estaba excluido del proceso electoral. Su retorno era el objetivo de toda una generación. La iniciativa del ex – Barra de Chocolate sintonizaba con un contexto social y político convulsionado. Rocky no componía “temas contestatarios”. Además, en el momento del ofrecimiento, ni siquiera tenía una banda. Sin embargo, aceptó el desafío. “El Pájaro pensó en mí porque sabía que podía materializar ese proyecto. No se equivocó”, enuncia con una sonrisa.

En pocos días, Rodríguez compuso la mayoría de las canciones del elepé. Las piezas, en un gesto de camaradería, serían acreditadas a la dupla “Rockal – Pajarito Zaguri”. En paralelo, armó una banda. El primer convocado fue Jorge Sacchi, a quien había conocido en las jam sessions del Teatro Altos de Florida. El bajista reclutó al baterista Luis De La Torre y al percusionista Juan Carlos “Piojo” Ávalos. Luego de un puñado de ensayos, desembarcaron en el estudio de grabación del sello. Los temas, registrados en la escasa cantidad de horas disponibles, fueron plasmados en una consola de ocho canales. El productor designado por la compañía fue Lalo Fransen. El ex Club del Clan, consciente del escaso vínculo con el estilo musical del emprendimiento, delegó su función en Zaguri. La confección de la placa estuvo signada por confrontaciones entre Rocky y los técnicos de la sala. “Me decían: ‘no te pongo el micrófono más cerca porque va a sonar sucio’. ¡Y eso era lo que quería!”, exclama. A pesar de las contrariedades, en esas sesiones se gestó un disco de rock rabioso y valvular.

El álbum, bajo el rótulo de Rockal y La Cría, fue publicado en julio de 1973. La imagen de la tapa, tomada en un terraplén al lado de la Ruta Panamericana, mostraba a Rodríguez blandiendo su guitarra en modo desafiante. Todo comenzaba con “Salgan del camino”, la pieza que titulaba la placa. Sobre una base machacante, con reminiscencias de Pappo’s Blues, el cantante le exigía un paso al costado a quienes obstruían “el destino de la humanidad”. “Imaginaba un futuro de amor e igualdad que nos incluiría a todos. Evidentemente pequé de idealista”, considera. 

Aires de Black Sabbath sobrevolaban en “Dólares y Tanques”. Rocky, con tono grave, advertía: “El pueblo siempre vencerá, pero el enemigo nunca se resignará (…) siempre estará el pulpo acechándonos…”. “El rival a vencer eran los militares, pero el mal asumía diversas formas. Por ello apelé a la figura de un molusco, criatura de una cabeza pero con varias extremidades”, señala. Su portentoso riff, y el despliegue de De La Torre, redondeaban un momento excepcional. Una sutil línea de bajo, toques percusivos y una guitarra acústica a lo Carlos Santana marcaban el inicio de “Los dueños de la tierra”. Un tour de force de seis minutos donde se proclamaba la llegada de un tiempo donde el hombre podría “liberar su voz”. La canción contenía sobregrabaciones y efectos hechos a través de un pedal wah wah y un amplificador Echolette. La primera faz cerraba con “Blues de la noche solitaria”. “Una declaración de amor a la guitarra, al estilo de Charles Bukowski”, define su creador.

El lado 2 abría con una canción de los tiempos de La Cría Rockal: “Blues del zaguán”. Una viñeta urbana donde se visibilizaba la detención de un indigente. El halo blusero se extendía a “Golpeando bajo”, crítica certera a quienes no se comprometían con la realidad circundante. “La pieza tenía el espíritu de John Lee Hooker, pero la sonoridad de Led Zeppelin”, describe Rocky. En “Trotacalles”, el vocalista volvía a posar la mirada sobre los desangelados. La entrega exudaba jazz, pero mutaba a rhythm and blues en el estribillo. “Ya no habrá más miedo en la ciudad” mostraba al trío en combustión y a Rodríguez ensimismado con el wah wah. La letra avizoraba un porvenir venturoso por el regreso de Perón al país. Ya está cerca el alma de la paz”, entonaba con convicción. Sobre el final, a modo de mantra, repetía: “algún día nuestra América se unirá, aprendiendo de los cambios que se dieron ya”. “En esa frase aludía a la Revolución Cubana y al Chile de Salvador Allende”, revela. 

El ruido de una muchedumbre, junto al ulular de un patrullero, daba comienzo a “Ganando la calle”. Después, emergían una armónica, un platillo y un bombo. “El ambiente urbano lo saqué de una cinta del archivo de RCA. La sirena policial, en cambio, la hice con la boca. La música está inspirada en ‘You gotta move’, tema popularizado por The Rolling Stones”, confiesa. Tras el ulular de la policía, la multitud desaparecía. Luego, silencio. “Quizás fue una premonición”, observa con amargura. El instrumental, una postal sonora de aquellos tiempos agitados, cerraba el disco.

 

A poco de su salida, Salgan del camino llevaba expendidas cinco mil copias. La compañía, sin embargo, eligió no promocionar el trabajo. “Ignoro cuántas placas se vendieron en total porque jamás cobré un peso en concepto de regalías”, asegura Rodríguez. El material nunca fue presentando en vivo. Al tiempo, el guitarrista se retiró de la escena. “Experimenté una profunda decepción con el ambiente musical. Entonces di un paso al costado”, relata. Cincuenta años después de su aparición, el álbum sigue siendo un certero retrato de los ideales de la generación diezmada. La mejor definición de Rocky, y de ese manojo de canciones rebeldes, la entregó Pajarito Zaguri en el texto de contratapa del elepé: “Lo importante es su intención de asumir la función de elemento revolucionario que le corresponde a la música rock en esta parte del planeta. Esta música no está destinada a complacer a nadie (…) con Rockal cada surco se convierte en una bofetada feroz que puede dolerle a cualquiera”.