Buenos Aires, esquina de Córdoba y Carlos Pellegrini, 28 de noviembre de 2007. Sin que ninguno de los presentes pueda sospecharlo, en esa confitería con nombre griego y fama de que al caer la noche se vuelve punto estratégico para el levante, la cita clandestina o la oferta sexual, se está jugando el destino de Aurora Venturini.
Cinco de los siete integrantes del jurado del premio literario más esperado de ese año se dieron cita en Exedra. Último día para emitir un veredicto. Llegan puntuales, se saludan y dicen algo sobre el estado del tiempo, un gesto de convivencia elemental para compensar la tensión que se va a respirar durante las dos horas que dure el encuentro. Una pregunta ronda la mesa aunque nadie la quiera pronunciar: ¿gana Las primas o queda descartada?
Una mujer de 85 años cuyo nombre desconocen, a 52 kilómetros de allí, los está obligando a discutir sobre literatura, a definir la diferencia entre el salvajismo y el candor, para qué sirve un premio, dónde reside lo correcto y a quién le importa. Pero además, en esa mesa de caballeros se está decidiendo si esa mujer va a morirse sin que nadie la haya leído o si vivirá los ocho años que le quedan reconocida como el gran hallazgo de la literatura argentina del siglo que empieza.
Exedra significa “lugar con sillas, espacio construido para la conversación”. Tan literal el nombre del boliche como la voluntad de los jurados que llevan dos semanas intercambiando correos en contra y a favor. Dos de ellos viajaron especialmente desde Villa Gesell para discutir todo esto cara a cara. De pronto, la molestia que genera la favorita se ha trasladado al resto de las novelas finalistas. Ahora tampoco hay consenso para el segundo y el tercer puesto, convertidos en prendas de negociación. El desacuerdo ha escalado a tal punto que en cualquier momento alguien podría proponer el duelo como única salida. Alguien ha llegado a decir: “Esto no es literatura”.
Los testimonios sobre lo que se habló esa tarde se proponen ser fieles pero fallan. Lo que dice uno termina siendo desmentido por lo que cree haber escuchado otro y nadie recuerda cómo fue que llegaron a la conclusión que dejó a todos contentos. Tal vez quieran guardar el secreto. Puede que todo sea culpa del whisky.
Su rutina de trabajo es así: se despierta temprano y escribe. Tacha, corrige y sigue. A la tarde llega su secretaria y pasa esos cuadernos a máquina. Cuando el trabajo está listo, ella busca una imprenta que no la haya estafado antes o una editorial que le prometa buena distribución aunque después no cumpla, paga por adelantado y se imprime.
Junio de 2007. Marta Darhanpé, como todos los lunes a las tres de la tarde, usa su copia de la llave y abre la puerta del departamento 2 de la calle 37 entre 12 y 13, Barrio Norte de La Plata. Trae en la cartera un recorte del diario del domingo. Tiene una idea para levantarle el ánimo a su jefa. Marta Darhanpé es mi primera entrevistada, es la persona que conocí cuando conocí a Aurora. Fue su escudera, su sombra, su ayudamemoria, uno de sus espejos. Su primera secretaria. Tuvo tres. Me solicita no ser nombrada como secretaria sino como acompañante terapéutica.
“Yo la veía muy venida abajo últimamente, culpa del accidente que había sufrido hacía poco en la puerta misma de su casa. Había llamado a un taxi para ir como siempre a la confitería París, y no terminaba de sentarse cuando el taxista arrancó y la dejó tirada en el empedrado”.
El departamento está ubicado en una calle tranquila, casas bajas, puro silencio... Ella lanzó una maldición al aire y no pidió ayuda. Se levantó sin ningún hueso roto pero a partir de ese día ya nunca salió de su casa sin secretaria y sin bastón.
Marta le entregó el recorte con las bases del concurso. Se elegirían un primer premio y dos menciones. El premio consistía en 30.000 pesos, una escultura de Adolfo Nigro y la publicación del libro. El tema: libre. La extensión: un mínimo de cien páginas. El jurado: siete prestigiosas plumas del mismo diario. Sandra Russo, Juan Forn, Alan Pauls, Rodrigo Fresán, Guillermo Saccomanno, Juan Sasturain y el entonces editor de “Radar”, Juan Ignacio Boido. Había que presentarse con seudónimo.
Las bases pedían un texto escrito en Word, cuerpo 12, versión en papel anillada y en CD. ¿Qué es eso? No hay computadora en la casa. Su dueña opina que esos artefactos con memoria y capacidad de transmitir imágenes esconden al demonio en alguna de sus formas. A veces accede a la presión y se compra una, pero a los pocos días la regala.
Tiene tres meses para inventar algo. La corre el tiempo, por eso esta vez hace una excepción: tipea ella misma en la máquina eléctrica aguantándose la artritis. Cuando llega su ayudanta le pide que lea en voz alta. Necesita escuchar el ritmo de sus propias palabras y recibir la primera opinión. Ahora dicta. Marta escucha, recién en la pausa hace algunas acotaciones. Los comentarios, por supuesto, son siempre halagüeños.
El diario Página/12 había decidido festejar su cumpleaños número veinte organizando su primer concurso literario. La convocatoria se lanzó a fines de mayo de 2007 y el plazo de admisión venció en septiembre. El nombre “Premio Nueva Novela” fue una idea del entonces director, Ernesto Tiffenberg. No hubo discusión, aunque era evidente que tal declamación de novedad iba a exigirnos definiciones imposibles. ¿éramos tan pedantes que buscábamos una renovación del género? ¿O tan literales que pedíamos una novela inédita?
Me encargaron la organización del concurso. Había hecho alarde de una experiencia en el tema completamente incomprobable. En realidad, redacté las bases copiando lo que me pareció mejor de los premios La Nación y Clarín, y luego me ofrecí a argumentar ante Martín Lousteau, entonces director del Banco Provincia, sobre la importancia de que esa institución aportara el dinero para el premio. El concurso se llamó “Premio Nueva Novela Página/12-Banco Provincia”.
Con Mariana Enriquez, Claudio Zeiger y Marisa Avigliano integramos el jurado de preselección. Todos los lunes nos repartíamos un pilón de novelas y los viernes nos reuníamos para contarnos lo que habíamos encontrado. Las medianamente potables merecían una lectura cruzada, mientras que la mayoría se iba al muere trazando el mapa del estado mental de la clase media argentina en 2007: narradores despechados llorando las consecuencias de la emancipación de la esposa, bronca contenida por una separación que no se vieron venir y letanía de complicaciones por la reorganización familiar. Narradoras en sus treintas que, por un detonante en el presente, regresaban a un hito de su infancia donde algo daba forma a una tortuosa sexualidad. Intrigas policiales con investigadores pasados de cancheros y móviles inverosímiles. émulos de Rayuela y de Aira, todo a la vez; humoristas sin humor; la homosexualidad como descubrimiento, problema y castigo; y un enorme porcentaje de “ahora voy a contar mi historia por consejo de mi terapeuta”.
Aurora no registraba la existencia del diario Página/12 ni había leído a esos escritores que estaban discutiendo en Exedra: Juan Forn, Juan Boido, Rodrigo Fresán, Guillermo Saccomanno, Alan Pauls y Juan Sasturain. Su biblioteca, en cambio, guardaba los títulos del jurado soñado por más de medio siglo: Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Manuel Mujica Lainez, Rodolfo Walsh, Leopoldo Marechal, Leopoldo Lugones. ¿Habría que incluir a una mujer? Allá está su condesa sangrienta que vivió en París los años que hubiera querido vivir ella y que le marca un modelo de escritora: Alejandra Pizarnik, inútil para toda tarea doméstica y desentendida de todo lo que no sea escribir.
Lo único que le interesó del concurso fue la promesa de publicación. Escribía para publicar. Eso sí, antes quiso saber si Página/12 no sería un diario gorila... No iba a prestarse a que abrieran el sobre y que al ver su nombre maldito la bajaran del podio. Aseguraba que la mismísima Amalita la había vetado una vez que llegó a finalista del Premio Fortabat, que el profesor Guillermo Ara le había revelado las internas que la dejaron afuera. En otro concurso del diario La Nación llegaron a decirle que jamás habían recibido un manuscrito suyo. Desde entonces, siempre reclamaba su original. Como tenía la sospecha de que al ver “Aurora Venturini” ni siquiera leían la obra, se tomaba el trabajo de intercalar una o dos piedritas entre las páginas. Si al volver a casa estaban allí, su hipótesis quedaba comprobada. No había perdido, la habían eliminado.
Definitivamente no tenía en cuenta que estábamos viviendo en el año 2007, que en ningún concurso la habrían tachado por un peronismo fechado en los años cuarenta y que, además, a nadie le sonaba conocido su nombre.
Mandó a comprar una resma, se acomodó en su escritorio con vista al patio, donde los potus colgaban cada vez más copiosos y una Santa Rita crecía gracias a la charla diaria, y tipeó el título del primer capítulo: “La infancia minusválida”.
Yuna suena como la expresión fonética de Djuna Barnes, ella sí, álter ego que la vigila desde su biblioteca junto con Alejandra, Violette Leduc y Simone de Beauvoir. Yuna/Djuna: transgresora de la moral burguesa, de la política y de las convenciones literarias, autobigráfica en sus ficciones donde mandan el inconsciente y las mujeres. Aurora ama a lo que se le parece e intenta parecerse a unas pocas elegidas.
En solo dos meses, y muy poco antes de que cerrara el plazo, la “nueva novela” está terminada. En el exterior del sobre pone “Beatriz Poltrinari”, el nombre de la amada de Dante, aunque con un par de errores. ¿Una errata en el seudónimo, adelantando las muchas que traía el manuscrito? ¿O era su modo críptico de señalar que ella no era la auténtica Beatriz? Ambas hipótesis son plausibles. Por un lado, no cuenta con personal que corrija sus textos, y por otro, siempre está dejando bromas, señales hipercultas o aparentemente caprichosas para lectoras y lectores que tardan en llegar.
Habíamos leído unas quinientas novelas cuando apareció Las primas. No era un manuscrito. Era una cosa. Una criatura tipeada en una máquina eléctrica a la que le fallaba la e, que a veces se ausentaba pero otras aparecía en el renglón de abajo superponiéndose con el resto. Era evidente que quien estuviera detrás del seudónimo Beatriz Poltrinari había releído su obra antes de enviarla, y al encontrarle errores, los había enmendado con Liquid Paper y tachaduras. Además, dejaba espacios innecesarios entre palabras, letras y párrafos, probablemente para cumplir con las bases que pedían un mínimo de 100 páginas. Convertía “la necesidad en virtud y la prosa en verso”, como recomendaba Osvaldo Lamborghini, y así llegaba al número. Pero no cumplía con la cláusula de “legibilidad” que también exigían las bases.
Por todo esto, en la discusión en Exedra, alguno de los jurados insinuó que podía tratarse de un acontecimiento paraliterario, arte conceptual. Alguien entregaba ese papelerío intervenido con el fin de que se pensara en la existencia fantasmática de un “personaje”.
En realidad, todo ese desquicio era motivo suficiente para desecharla sin leer ya en el jurado de preselección. Estuve a punto de arrojarla al pozo que en confianza con Claudio Zeiger habíamos denominado “avisar a la familia”. ¿Y si fuera una novela Cenicienta? Por acto reflejo, curiosidad o caridad cristiana, decidí darle una oportunidad. Leí la primera página. Cayó una piedra. Seguí leyendo. Ni ejercicio salido de un taller, ni vanguardista, ni comprometida con causa alguna, como la mayoría. En el borde de lo experimental y del clisé, Las primas era una novela “no ganadora” que merecía ganar. De golpe me arrepentí. Era un completo delirio. ¿A favor del aborto? ¿En contra? ¿Cómo logra correrse de ciertas preguntas sin eludir las respuestas? Un texto demasiado raro, y por momentos mal escrito. No. Al revés. Excesivamente bien escrito.
Le leí por teléfono las primeras páginas a Marisa Avigliano, que al principio dudó un poco. ¿Cómo sigue eso? Una familia espantosa integrada por mujeres demasiado presentes y un padre que ha huido. Dos hermanas: Betina y Yuna. Dos primas: Karina y Petra. Betina, la deforme. Karina, el cuerpo donde se reúnen sexualidad y muerte. Yuna, la que sufre de sintaxis y sublima con el arte y la asexualidad. Petra, la enana, prostituta y vengadora, paradoja de la delincuencia justificada por la mala suerte.
La leyó Mariana Enriquez. Las primas pone en escena un enjambre de víctimas expulsadas de toda posible salvación –sin escuela, sin trabajo, sin amistades– pero, a su vez, desnudas en sus pasiones: las mueven los celos, la envidia y la venganza. Mariana multiplicó el entusiasmo y coincidió en que era una perfecta locura: “Me la devoré esa noche. Fue la escena del cottolengo la que me impactó lo suficiente como para decir casi en voz alta qué es esto, quién escribió este libro, qué está contando. ¿La novela era genial? ¿Era acaso el riesgo del texto, era la excentricidad, era la sensación de que no se publicaba nada que se le pareciera, era la voz venida de un lugar desconocido? ¿Quién podía ser el autor o la autora? Creo que nosotras supimos que, si el jurado entendía la radicalidad de esta historia y este texto, podía ganar. Y ganó”.
Alan Pauls, Guillermo Saccomanno, Juan Sasturain y Juan Boido pidieron la segunda ronda de whisky para aflojar los ánimos. Juan Forn, el más apasionado de todos, que había llegado a anunciar que Las primas solo podía ganar pasando por sobre su cadáver, fue el único que no pidió alcohol: lo había quitado de su menú luego de sufrir una pancreatitis años atrás. Pauls, que lideraba el bando de los decididamente a favor, compuesto tan solo por él mismo y Rodrigo Fresán (que votaba desde México), argumentó sobre la originalidad de Las primas, sobre la perturbación que provocaba, la puesta en crisis de valores. Saccomanno hablaba de una incomodidad. “Una novela que viene a cuestionar lo que creo que es o debe ser la literatura. Tiene un grado de salvajismo y a la vez de supuesto candor asombrosos”. Juan Boido, que había propuesto el encuentro, era el encargado de desempatar en caso de que no llegaran a un acuerdo y se le estaba haciendo muy difícil mantener el equilibrio. Sasturain llegaba decidido a pacificar los ánimos, mientras que la séptima integrante, Sandra Russo, se había excusado de participar de este cónclave en Exedra, pues consideraba premiables las tres candidatas y daba por anticipado su voto en favor de la mayoría.
Tercera ronda, último round. Si gana Las primas... ¿a quién creen ustedes que vamos a premiar?
—Es una chica de Puan que se hace la loca y nos tira en la cara todo lo que aprendió de teoría literaria.
—O un pibe. Alguien que construye este palimpsesto vanguardista entre el costumbrismo y la parodia.
—Seguro que es un escritor reconocido que nos va a sorprender con esta novela fuera de su registro.
—¿Y si es Aira?
A la resistencia de Juan Forn, habrá que sumarle su tremenda sagacidad:
—No, señores, ninguna vanguardia, vamos a premiar a una vieja loca de La Plata, podría ser una amiga de una escritora que viene del peronismo, como María Granata, por ejemplo. Seguro no es su primera novela, ya van a ver cuando abran el sobre y se encuentren con esa señora, y haya que darle el Premio “Nueva Novela”.
Año 1948. En una de las veladas que su amiga María Granata organiza en su casa de San Vicente, donde asisten intelectuales, políticos, artistas y aspirantes, la joven poeta Aurora Venturini se cruza con un inspiradísimo Helvio “Poroto” Botana que le ofrece leerle las manos. La chica accede. Su profesor de Psicopedagogía, Alfredo Domingo Calcagno, ha afirmado en clase que en las palmas de las manos está dibujado el mapa de la vida.
Botana pide silencio y dice con tono de gitana: “Ganarás un premio importantísimo por una novela original presentada ante un jurado exigente”. ¿Novela? Imposible. Aurora no escribe narrativa. Recién se irá despidiendo de la poesía con la publicación de La trova (1962) y Muerte del lobizón y pariciones (1962/1964). Faltan veinte años para que la imprenta de Francisco Colombo imprima la primera versión de Pogrom del cabecita negra (1968), una gran primera novela con una recepción catastrófica. En total, deberán irse unos sesenta años para que se cumpla la profecía.
La autora, mil años después, incluye esta escena en su última novela, Los rieles: “El lector, de pronto, suspendió su faena de oráculo andariego por los rieles que las emotividades dibujan en las palmas de las manos, diciendo: ‘Basta, por favor, no me preguntes más...’. Presto, se alejó de mí, así como uno se aleja de algo o alguien espantoso”.
Primer premio: Las primas. Primera mención: Miramar. Segunda: Sobre el río. Con la presencia de los gerentes del diario Hugo Soriani y Jorge Prim, Ernesto Tiffenberg y un escribano contratado especialmente, se llevó a cabo la apertura de los sobres. Las dos menciones revelaron los nombres de Gloria Peirano y Federico Leguizamón. Beatriz Poltrinari era Aurora Venturini. Número de teléfono y dirección en La Plata. Había consignado una fecha de nacimiento ligeramente errada (20/12/1922-), incluyendo ese guión que aparece en los diccionarios biográficos para marcar que la persona sigue viva, o para recordarnos la finitud.
Le íbamos a dar el Premio Nueva Novela a una señora de 85 años, que personificaba la profecía de Juan Forn. Me sentía responsable de cualquier desastre que sobreviniera a partir de ese momento. Busqué rápidamente “Aurora Venturini” en Google: nada. Al agregar “La Plata” apareció una foto carnet tan pixelada que solo consiguió aumentar la ansiedad, y una mención en el Boletín Oficial de La Plata donde decía que en 1991 había sido declarada Ciudadana Ilustre. Nada sobre los cuarenta y dos libros que había publicado y que, a raíz del premio, comenzaron a salir a la venta clandestina.
En un grupo de Facebook donde exalumnos de escuelas secundarias compartían recuerdos, alguien había posteado este retrato: “A los 16 años, conocí a una bruja sin saberlo. Se presentó bajo la forma de una profesora de Psicología. Tenía un porte imponente, un peinado vaporoso y rojizo (en el que una vez vi alojado un chicle que algún alumno le habría lanzado), y se movía y vestía de forma tan peculiar que no pasaba inadvertida. Es más, en la mayoría de las personas inducía sujeción, cuando no miedo. A mí, en cambio, me parecía simpática. Se llamaba Aurora Venturini”.
Cuarta y última referencia: “Despide los restos del querido historiador peronista Fermín Chávez, su señora esposa, Aurora Venturini...”. Debo admitir que fue su condición de “esposa de” lo que me tranquilizó.
Alan Pauls quedó encargado de escribir el fallo. Los que se habían mostrado entusiastas aunque más neutrales, Russo y Sasturain, se encargaron de llevar adelante la ceremonia en el Centro Cultural Recoleta. Finalmente, el nombre “Nueva Novela” en contraste con la edad de quien resultó ganadora fue uno de los primeros y más potentes hitos en la construcción de su personaje. En una de las más recientes reseñas de Las primas, el Star Tribune la presenta así: “Novelist Aurora Venturini was in her 80s when she was declared ‘new’”. (La novelista Aurora Venturini tenía 85 años cuando fue declarada ‘una novedad’”)
La crónica que apareció al día siguiente resumió lo ocurrido en Exedra con una sola frase: “Para el jurado no fue difícil llegar a un acuerdo sobre el título ganador”. La ganadora, muchos años más tarde lo resumió así: “Fue como sacudirse las ruinas, salir de las ruinas de Pompeya y Herculano. Parece mentira”.