Una vez tuve un novio que se fue de mi vida como llegó, como si fuera una casualidad ajena a él, un azar, algo que lo excedía.

Yo, ese exceso en su vida, quedé, cómo decirlo sin ser melodramática, bastante inexistente.

Podría haber escrito las mil canciones de amores en pena, las que dicen que esperan que vuelvas y las que recuerdan sólo los momentos buenos. Pero no lo hice, por suerte no se me dan bien las letras de canciones.

Creía que no me había quedado de él más que recuerdos, hasta que un día entre las pilas de libros que rodean mi cama, encontré uno que no conocía. Las existencias menores, de David Lapujade, en una austera edición de Cactus, había estado escondido todo ese tiempo entre mis cosas. No era mío, por supuesto. Podría decir que puedo reconocer mis libros, como si no fueran cosas, como si fueran algo con cierto espíritu. Ahí estaba él, con su tapa abstracta, un cuadrado negro, como un marco y dos cuadrados en el interior, uno negro y otro bordó, este un poco desajustado de la simetría. Era liviano. Lo abrí con cautela. “Uno de los más lúcidos pensadores de la filosofía francesa”, decía en la solapa.

Pasé las hojas, distraída, hasta que en la primera página encontré subrayados hechos con lápiz. Me emocioné.

“Se siente separado del mundo exterior y experimenta el vacío de su propia existencia” era la primera marca. Pensé en él, en ese novio, porque sabía que ese libro era suyo. En ese momento recordé que me había hablado bastante de él mientras estábamos juntos. Pero también porque tal vez estaba un poco separado del mundo. O tal vez era mi propio ego el que me hacía pensar que si no quería estar conmigo lo estaba. Yo era el mundo, qué risa. En fin, así pensamos tal vez las enamoradas.

Seguí leyendo: “Un ser no está consagrado a un único modo de existencia, puede existir según varios modos”. Cómo no pensar entonces en todos esos modos que yo ya no compartiría con él. En la página 19, en el margen superior derecho, aparecía una nota: “existencias evanescentes” escrito con una letra pareja, simétrica, prolija, perfectamente paralela a la raya que iniciaba el primer renglón. “¿De qué monstruos se cuela la oscuridad de la noche para un niño?”.

Página 49. “Ontología pluralista” anotó también en el margen superior derecho pero con menos linealidad. Una letra más turbada podríamos pensar. En el otro lado, dibujó unas palabras chinas: una especie de cruz torcida sobre una escalera. Le gustaba el chino. Algo sabía y lo practicaba cuando podía. Le gustaba que fuera una escritura mucho más figurativa que la nuestra. Unas letras que en realidad son dibujos. ¿Qué podría significar esa cruz recostada sobre una escalera? Luego marcó el párrafo final: “Una perspectiva se define menos por su manera de ser que por sus modos de apropiación, menos por su ser que por su tener”. Y escribió “tener”, inclinado, colgando de ese párrafo. Me pregunté entonces, muy lineal, por lo que teníamos. ¿Teníamos?

Las páginas que seguían estaban muy marcadas y escritas. Con un signo de exclamación y subrayado destacó: “Es preciso admitir que la existencia ya no está en los seres sino entre los seres”. En la página de enfrente, abajo, con su letra firme y segura: “Cae el vaso y posa sus astillas de vidrio. Surge lo frágil, el mundo ya no es el mismo”.

Se me arrugó el corazón. Seguí leyendo, como quien consume después de un período de abstinencia. En la página 57, escribió “Alma”, flechita, “distorsión entre realidad y virtualidades”. Dibujó un solcito al costado. Él se reía de mis afición por los diminutivos. Un sol, me corregí, somos adultos.

Encontré también un comentario a un libro que acababa de leer, Escribir, de Marguerite Duras. En ese libro yo había subrayado solo tres párrafos. Duras critica los libros “sin pozo alguno, sin noche”. Ella prefiere “que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida”. Porque escribir, hay que decirlo, apunta Duras más adelante, no se puede. Y así y todo se escribe. “Lo desconocido que uno lleva en sí mismo”, eso es lo que se escribe, eso o nada. Luego Duras da vueltas todo el tiempo en la idea de la soledad del autor, una soledad que separa a la persona que escribe de los demás.

Lapoujade tiene sus propios subrayados sobre ese libro. “Cuando Duras invoca la soledad que acompaña el acto de escribir, ella se interrumpe para describir la muerte de una mosca que lucha contra la muerte”. Duras le da un alma a la mosca. Un acto pueril, sentimental, dirá Lapoujade, pero que a la vez amplía su existencia con generosidad.

Tal vez yo le estaba concediendo un alma a ese libro. Un pedazo de su alma, la de aquel novio del pasado, estaba en estos subrayados, dibujos y reflexiones sellados al margen. Algo suyo estaba ahí conmigo. ¿Qué quería decirme cuando subrayaba acá y no allá? ¿cuando exclamaba ante una frase que no terminaba de entender? ¿cuando llenaba los márgenes de signos? ¿cuando elegía subrayar con olitas en vez de en línea recta o marcar con un círculo la palabra “morganas”, y aclarar: “espejismos”?

Puro espejismo tal vez aquella búsqueda infructuosa por encontrar algo que ya no estaba. “Todas estas realidades virtuales o potenciales no forman todavía más que un teatro de sombras”, me contestó Lapoujade subrayado con signos de admiración. “Lo virtual necesita un anfitrión para su existencia”, escribió el autor de los márgenes de Las existencias... por encima de una página bastante marcada, donde apareció por primera vez la duda. Un signo de pregunta en el margen derecho, al costado de una frase especialmente farragosa que tampoco logré entender.

“Recuerdo”, palabra sellada en la esquina izquierda de la 62, como arrinconada. “Hay como un vampirismo propio a los recuerdos. Así como el alma busca un cuerpo, el cuerpo busca una sensación que se le asemeje para volver a la vida”. Tal vez yo sea una vampira de este tipo, una criatura que se alimenta de la esencia vital de los recuerdos. ¿Será por eso que no me gustan las películas de vampiros?

“Delacroix ubica un toque de rosa entre un amarillo y un azul que se oponen con demasiada rudeza. No se trata de conciliar contrarios, sino más bien de crear seres intermedios, mixtos o medianos para poblar los intervalos”. Esta era una de las últimas marcas. Hacia el final ya no había dibujos, ni subrayados, ni olas ni rectas.

Se ha escrito mucho sobre la escritura de los márgenes de los textos. Es algo bastante común entre la gente que trabaja con libros. Jorge Luis Borges era un gran escritor de libros ajenos y así quedó registrado en "Borges, libros y lecturas", el catálogo crítico que elaboraron Laura Rosato y Germán Álvarez. Álvarez recuerda que la primera nota que encontró lo emocionó mucho: “Era en los diarios de James Boswell, y en la portada, con una letra muy pequeña tomaba la nota en inglés: 'Live no more than I can recall'. Significa 'vivir no más de lo que puedo recordar'. Y Borges, en la última etapa de su vida, era alguien obsesionado con la memoria. Era como un eco de Funes el memorioso, vivir solamente lo que uno puede recordar”.

Las marcas de personas que ya no están emocionan. Es así. Mi primera emoción fue cercana a la venganza. Sentí que le había arrebatado una parte suya, que no tenía intenciones de dejarme ver. Digo cercana porque la venganza es más bien una acción que una emoción (aunque también está el “ánimo vengativo”) y en realidad no me vengué de él ya que no hice nada para que eso pasara. Tal vez fue una venganza divina arrebatarle algo que él quería. Quién sabe qué tipo de existencias, tal vez menores, se apiadaron de mi.

Después se me pasó.