Por la mañana charlamos con Minke, en la cama. Me contaba un mal sueño, como le dice ella a las pesadillas, en esa forma catalana con que hablamos el argentino en casa. Estábamos en medio de la guerra, escapando en un camión. Íbamos con Ester, la vecina, su hija Helena, mi mamá, ella y yo, todas vestidas de blanco. Las adultas con las mangas y las faldas largas y Helena y ella, cortas. Las cinco con un lazo negro atado al cuello. Éramos esclavas. Desde un avión nos tiraban una bomba que explotaba encima de las piernas de mi mamá y de Ester. Todo se puso rojo. Le pregunté en dónde estaba Vicenç, el hermano de Helena, y dijo que no lo había visto, pero que luego aparecía con nosotras en el funeral, al que llegábamos vestidas de negro. Vicenç tenía unos pantalones enormes que se le caían de una manera que daba tanta lástima que no se sabía por quién llorar, si por Vicenç, por su madre, por Helena, por la abuela, por nosotras, por la vergüenza que sentía el pobre tratando de cubrirse o por unas rosas blancas que llovían sobre los ataúdes y se estaban mojando enteras. Ahí se despertó con el cuello torcido, los puños apretados y con ganas de ir al baño.

Me dijo que era el primer funeral al que iba. Le conté que eso no era del todo exacto, que cuando tenía unos seis meses la había llevado a uno, en una mochila de porteo que me había regalado Llum junto con las Dones Llibertaries, cuando vinieron a visitarme después de su nacimiento. El funeral era el de Concha Pérez Collado 2, una miliciana anarquista de 99 años que había combatido en el frente durante la guerra civil, a quien Llum visitaba tres veces por semana en la residencia. Ellas se habían adoptado como madre e hija, porque Llum era huérfana desde los siete años y Concha no tenía hijes. Aquel día Minke era la bebé que lloraba al fondo y les pedí disculpas a Llum y a las otras compañeras anarquistas. Me dijeron que no me preocupara por eso que, al contrario, el llanto de Minke había sido una bocanada de vida en esa tristeza tan esperada y temida. 

Le cuento esto a Minke y le divierte la imagen de ella a upa, así que comienzo a leerle la biografía de Concha, pero al rato me dice que le aburre, que ya estudiará la guerra en quinto. Le aviso que eso va a pasar en sexto y que ella recién empieza cuarto en septiembre. Dice que no importa, le recuerdo que antes ella quería saber de la guerra civil, que en primero le había pedido a Salva, el director de la escuela, que adelantara el tema. Me responde que ahora ya no le interesa tanto y se va a ver la tele al salón. 

Hace calor, prendo el aire y leo en Twitter que anoche en el hospital se murió Llum, de un aneurisma, después de una caída. Tengo la sospecha, casi verificada, de vivir con una bruja. Mi nivel de asombro se mezcla con el de tristeza y se balancean, ninguno deja dominar al otro, entonces permanezco en un equilibrio raro que me lleva a comunicar la noticia a la gente que teníamos en común. Núria me avisa a qué hora y en dónde será la ceremonia. Primero contacto a Clau, como con cualquier cosa importante o no importante que me pasa. Arreglamos para encontrarnos en el tanatorio. Eli, la madre de uno de los nietos de Llum, está trabajando en la peluquería, desolada. Elsa y yo nos escribimos al mismo tiempo, estamos sincronizadas. Justo estos días anda por Madrid, en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, mandándome fotos para Minke de una exposición de Isabel Pardo Mendoza, una bióloga que investiga las bacterias que reducen el impacto ambiental de los plásticos. Fue Llum la que nos presentó a Elsa y a mí en una manifestación que había en Barceloneta contra la gentrificación, nos dijo: “Vosotras deberíais conocerse porque sois paisanas”, y ese día estuvimos charlando como si ya fuéramos las amigas que somos ahora.

Siento cómo la noticia se extiende por la ciudad como un velo negro que nos descubre en el luto que vamos a atravesar los días que vienen. Estábamos acostumbrades a verla en todos los fregados, se apuntaba a un bombardeo. Si había un desahucio ahí estaba, si había que poner su nombre o su firma la ponía, si había que organizar una reunión o una jornada ella era la primera en levantar el teléfono y buscar un lugar entre su millón de amigues. Era la que siempre ofrecía la voz si había que cantar en un acto o ir con la coral de iaio-flautas, donde participaba desde el 15M. Sacaba enseguida su monedero si había que colaborar con alguna caja de resistencia o comprar algún CD o libro de poesía. Estaba en toda presentación o recital que la invitabas. Era un ejemplo de compañera solidaria, podías o no estar de acuerdo con ella, podía no estar de acuerdo con vos, pero siempre estaba y te ayudaba en lo que podía. Contaba las historias que le preguntabas y a veces cargaba las tintas si te veía contenta con lo que escuchabas. Era un auténtico amor, capaz de alterar piadosamente una verdad para que seas feliz y no romperte ninguna ilusión.

Ahora se trata de entender que no voy a volver a pasar por la plaça del Pi esperando encontrarla tomando su bocadillito de queso y una copa de vino blanco con amigos y amigas en la esquina de su piso en el carrer de la Palla. Saber que cada vez que pase por el carrer Pontevedra voy a recordar la primera vez que fui a su casa, cuando todavía vivía en la Barceloneta, antes de mudarse al piso alto del Gótico porque ya no aguantaba los ruidos que los turistas gastan por la noche. Y recordar aquella primera vez, de todas las que vinieron después, cuando nos juntamos a pintar una pancarta. Ya no me acuerdo para qué manifestación era. Vino una nieta de su vecina que adoraba meterse en su casa y nos ayudó a pintar flores y corazones violetas en la sábana que extendimos en la calle. 

Siempre voy a estarle agradecida de cómo se implicó en la organización de las jornadas feministas de Dones Llibertaries, y de cuando me presentó a Núria y Àngels de Pròleg, que nos abrieron a Jackie y a mí la librería para que Dahiana presentara su libro Código Rosa, sobre abortos, cuando apoyábamos desde Barcelona la campaña por el aborto legal en Argentina. Esa tarde Llum aceptó contar otra vez cómo habían hecho ellas durante la dictadura franquista. Las mujeres que iban a su peluquería sabían la palabra que tenían que decir para encender el dispositivo que les facilitaba el teléfono. A ese número tenían que llamar para reservar un turno el día que venía Françoise desde Francia para hacer los abortos clandestinos. 

Hace unos meses venía caminando por mi calle y encontré tirada, sobre la vereda, una ramita con hojitas verde claro redondas. Pensé que se habría caído de algún balcón y me la llevé a casa. La puse en un vaso de agua al lado de la tele y la vi estirarse delicada y contenta. Cada tanto compro una bolsa de tierra en el bazar y me paso una mañana jugando a la jardinera. Un día vi que de la ramita había brotado una raíz larga que se arremolinaba, blanca, en el fondo del vaso. Así que la planté en una maceta chiquita y siguió sus días junto a la tele, escuchándonos reír o discutirle a la pantalla a los gritos, sin mucha diferencia de intensidad. 

Otro día, limpiando la mesa donde estaba, la saqué al balcón, me la olvidé un tiempo y cuando la volví a ver parecía otra. El color paliducho que tenía se había vuelto de un verde salvaje, las hojas se habían engrosado, tenían forma triangular y las ramas se habían multiplicado, perdiendo aquella delicadeza sutil, para revelarse como una buena yuya vigorosa que se empezaba a enredar en las rejas del balcón y buscaba la luz saltando desparramada hacia la calle. Me puse contenta con esa revelación de personalidad de mi amiga la planta y con la charla que empezábamos a tener. Resultó ser una crasa fortachona de las que gustan de mi balcón. Entonces, en mi siguiente escapada al bazar, le compré una maceta más amplia, con ganchos para colgarla para que se explayara bien hacia afuera. Ahora anda con una cabellera oscura y frondosa que, en mayo, tipo para mi cumpleaños, me empezó a regalar unas flores fucsias que me enloquecen. 

Hoy, me tomé un tiempo largo para aceptar la noticia y comenzar a hacerme a la idea, cuando sentí que me había desahogado y las lágrimas empezaron a tener un sabor dulce de recuerdos alegres y agradecidos, salí de mi habitación. Todavía sorprendida, les conté a Minke y a Gaby lo que había pasado. Después de un rato de hablar de Llum nos quedamos en silencio y me retiré al balcón a ver las plantas. Ahora, en el verano, les estoy bastante encima regándolas. Me preocupa la tierra agrietada que les descubro de un día para otro. Las siento sedientas, para mí que proyecto un poco, pero ellas están encantadas. De repente me pareció ver algo negro y naranja, como un papel que se le hubiera caído a mi vecina de arriba. Me acerqué con dos dedos en pinza y apenas lo rocé me alejé porque me di cuenta de que no era un papel. Era una mezcla de polilla negra con mariposa monarca, tenía unas enormes alas grises oscuras y el centro era de un color naranja ambarino con rayas negras. No me sintió, estaba dormida, o tal vez muriendo. Me di vuelta y les pedí silencio, pero tan bajito que no me escucharon. Por unos segundos pude mirarla y quedarme quieta con ella, creyendo que Llum se había venido a despedir. Cuando Gaby abrió la boca le pedí otra vez que se callara pero no me escuchó y dijo algo que la sobresaltó. La vi irse, volando, a despedirse de Barcelona y de todas sus vecinas y vecinos que la quisimos tanto. 

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