“Y acá estoy todavía, errante”. Poética la manera que Emilio Solla escoge para describir sus patrias. Él es pianista, compositor y argentino, pero hoy vive en Nueva York. Y ayer vivió su década ganada en Barcelona, de donde proviene su mujer. “En realidad, vivo en los dos lugares. Me siento mucho más en casa en España, pero el trabajo más fuerte está en Estados Unidos… Digamos que es un equilibrio difícil y dinámico”, se adentra el músico en su "errancia". Y se adentra, también, en la latitud donde horneó su nuevo y decimotercer disco, El siempre mar, en el que se anima a versionar clásicos telúricos -de su patria de origen, claro- pero en clave de fusión entre dos géneros originados en sus “otras patrias”: el jazz y el flamenco. Entre ellos, “El arriero”, de Atahualpa Yupanqui.

-¿Cómo te atreviste? Intrépido, el hombre...

-(Risas) Bueno, es que le encontramos un groove que sintetiza la mezcla en la que se basa todo el disco. Por supuesto que conozco muy bien la de Yupanqui y la de Divididos me encanta, pero en ningún momento pensé en cuantas versiones había ni en cómo eran. Solo pensé en la nuestra.

Lo de “la nuestra” es porque el flamante disco no se puede entender sin las participaciones del cantor y saxofonista español Antonio Lizana, y del bajista de jazz Edward Pérez, codirector de la festejada Terraza Big Band. “No costó nada adaptar 'El arriero'”, asegura Solla. “Antonio tenía en la cabeza ese palo flamenco llamado 'bulerías al golpe', y luego Edward y yo armamos esa línea de bajo que, según como la mires, es una milonga. Al baterista le pedí que tocara un redoble en la caja con un aire de huayno, y ya… Juntamos muchas cosas que se mezclaron solas, sin ningún esfuerzo”.

Es la de “El arriero” entonces la parte que mejor explica el todo del disco, intervenido por un rico cruce de identidades musicales. “Es un trabajo que, creo, expresa el particular vínculo entre España y la Argentina que nos atraviesa a muchos”, dice Solla, que también se le atrevió a “Luna tucumana”, del mismo Yupanqui, y a “Zamba para no morir”, de la tríada Lima Quintana-Ambros-Rosales. “Acá juntamos la zamba con otro palo flamenco que se llama 'solea por bulerías'. Las similitudes entre ambos son alarmantes y de eso va el disco, de hecho. Suena natural porque son músicas que llevan una conexión de muchos años y muchísimos barcos de por medio”.

-Entre las piezas propias hay una que precisamente compusiste con Lizana. Se llama “La piedra”. ¿Podrías profundizar en ella?

-Es una melodía mía, que me vino a la cabeza específicamente para hacer con él. La primera parte es un aire de chacarera. Antonio puso la letra y la parte B, que es una solea por bulerías… Nuevamente, las partes fluyen de una a otra con una naturalidad que viene de lo conectados que están nuestro folklore con el flamenco.

-El siempre mar… Poético el nombre del disco. ¿Cómo, cuándo y por qué ocurrió?

-Fue idea de mi amigo Héctor Pereyra, que es responsable de todos los videos de esta producción. Hablábamos del mar como conector de estas músicas y él recordó ese soneto de Borges que se llama El mar, que dice "Antes que el tiempo se acuñara en días, el mar, el siempre mar, ya estaba y era”.

Solla es mendocino y ganó un Latin Grammy en 2020, con Chick Corea entre los nominados. Fue parte del Sexteto Apertura, en la Argentina de los '80, hasta que en 1996 emigró hacia Barcelona, donde vivió durante una década, para luego trasladarse a Nueva York, ciudad en la que su talento al piano le permitió salir de gira y grabar con Paquito D’Rivera, Yo-Yo Ma y Wynton Marsalis. Los días en su vida neoyorkina se reparten entonces entre acompañar monstruos, enseñar en la New School, componer, escribir y arreglar. “Es un manicomio vivir en Nueva York y tratar de aguantar la cabeza fuera del agua en un medio tan potente y competitivo. Pero, bueno, sarna con gusto… ¿no?”, reflexiona.

-Hace mucho que te fuiste. ¿Extrañás la Argentina?

-Extraño a mi gente más querida, el sentido del humor, el perfume de los jacarandáes en marzo ahí frente al Jardín de infantes Mitre, donde cuando tenía 4 años me subí a un banquito en la mitad de la clase para cantarle una canción a mis compañeros (risas). Extraño también esa energía arrolladora que tuve la suerte de vivir en los '80 cuando volvió la democracia, rodeado de tantos compañeros de aventuras geniales, todos buscando esa música nueva: Quique Sinesi, Ernesto Snajer, Marcelo Moguilesvky, Patricio Villarejo, Nuevos Aires, Fernando Otero, el Pollo Raffo, Lito Vitale, MIA, Jorge Cumbo, Adrián Iaies... Y me olvido de un montón, claro. Cada uno en su dirección propia pero con una energía común tan fuerte que no había muro que nos parara.

-¿Y qué pasó?

-Que luego cambió la cosa. Llegó eso que llamaron “neoliberalismo” y toda esa euforia desapareció junto con los espacios que nos programaban. Entonces me dije "si lo vuelven a votar, me voy". Sin mis jacarandas, pero con mi música, porque necesito vivir donde pueda vivir mi música, que es muy, muy argentina. Sin ella no soy ni argentino ni nada.

-¿En qué sentido sirvió el Grammy Latino que ganaste en 2020?

-Es una satisfacción personal grande por un lado, porque es un reconocimiento de tus pares músicos y músicas. Pero quizá lo más relevante para la carrera es que te da más visibilidad… De pronto hay mucha más gente que accede a tu trabajo, y eso abre más posibilidades de laburo. Por lo demás, es importante entender que los premios en la música son cosas muy subjetivas. No es que “le ganaste" a nadie, quiero decir… Hay un cierto nivel donde la cosa no pasa por ahí. No se trata de quien corrió más rápido los 100 metros.