Se llamaba Carmen y su pelo rizado y oscuro sumaba atractivo a su rostro anguloso. Una sonrisa luminosa la completaba. En su cuerpo de breves quince años crecía una pancita que se movía al compás de su lápiz resolviendo casos de factoreo de polinomios. Parecía disfrutar al hacerlo. Le informé al curso que en dos semanas sería la evaluación. Al mismo tiempo, en pocos días se acercaba el momento crucial para ella. Dos días antes del examen, sus compañeros me contaron que había nacido una hermosa beba.

El día del examen ingresé al aula y entregué las fotocopias con las consignas a cada uno de mis alumnos. Me sorprendí de verla en el primer banco junto a la puerta de entrada, estaba tan ensimismado en mis cosas que no recordé que ya había sido mamá. Todos empezaron a resolver la prueba en silencio. Me puse a recorrer los pasillos del aula para ver si alguno necesitaba ayuda. Recién ahí la vi. Mientras Carmen resolvía muy concentrada los ejercicios, la bebé estaba muy prendida mamando de su pecho. Todo en una armónica triple fusión que incluía sus ganas de pelearle a la vida, en este caso aprendiendo matemática.

Esa imagen me sigue acompañando desde hace años y aunque no llego a vislumbrar plenamente su significado, no encuentro una mejor para contarles todo lo que aprendí en la escuela.

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Junto con un grupo de compañeros, todos estudiantes avanzados de psicología habíamos implementado un proyecto innovador en una escuela secundaria. Éramos cuatro docentes por curso, buscando generar participación e intercambio de opiniones en pequeños grupos de alumnos. Sólo cobraba uno de nosotros y nos repartíamos el salario en partes iguales. Y hasta pagábamos las fotocopias para los chicos con un fondo común.

Una compañera del grupo hacía casi doscientos kilómetros para venir a clase cada semana, para ella era un espacio de formación profesional. Viajaba con la camioneta de su padre, modelo nuevo, bastante pintona. Arreciaba el año 2001 en esa comunidad vulnerabilizada de los arrabales marplatenses.

Abordábamos temáticas como desempleo, desigualdad, explotación, trabajo en comunidad, necesidades sentidas y autogestión de los vecinos. Nuestros estudiantes no la pasaban bien en sus casas. Roberto a veces faltaba a la escuela porque trabajaba en una verdulería y también había sufrido el abandono cuando había estado internado durante un buen tiempo en una institución de niñez. Era uno de los adolescentes que más participaba.

“Y ustedes que nos van a venir a hablar de cómo es vivir en la pobreza a nosotros, si vos venís a la escuela en ese auto de ricos”, nos dijo un día en uno de los intercambios que se generaban en el aula.

Las clases nunca dejan de emerger, subrayando conflictividades, distancias y diferencias.

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Tania era su nombre. Su largo pelo lacio muy bien peinado junto con su carita de buena se destacaban. Y su modo de escribir impactaba. Sólo pedía ayuda para que le coloquen un suplemento de madera arriba del banco, luego ella ubicaba la carpeta, y allí subía mágicamente su pie derecho. Y con el gordo y el siguiente dedo tomaba no sólo el lápiz, sino en ocasiones, la pequeña goma de borrar. El asombro ante lo increíble daba paso a una extrañeza que nos dejaba hipnotizados frente a la destreza de esa mano metatarsiana. Su falta de brazos era congénita y tomaba apuntes con una velocidad increíble interpelándonos a todos los presentes, obligándonos a no ponernos banales excusas para escaparle a alguna obligación.

En esa escuela secundaria pública de Mar del Plata, Tania brillaba con una fulgurante luz propia. Jamás se quejó ni pidió ningún trato especial, tenía un carácter muy firme y era militante de las causas justas. Fue a la facultad y se recibió de abogada. Luego, ingresó a trabajar en la municipalidad, y después también fue madre.

No creo que a su hija le falten ejemplos de superación ni tampoco abrazos que la cobijen.

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Las anteriores son algunas de las situaciones que viví como profesor de escuela secundaria en el barrio Belgrano de la ciudad de Mar del Plata, seguramente similares a las de muchos barrios de nuestra provincia. No sé muy bien qué significan. Que sirvan como pequeños ejemplos de todo lo que los pibes de los sectores populares nos enseñan cotidianamente. Y también para contarles que pasan cosas muy buenas en las escuelas, que han sido lugares para la subjetivación de nuestros pibes y, no tengo dudas, siempre lo serán.

Millones de bonaerenses hemos pasado una buena parte de nuestras vidas en estas curiosas instituciones, donde se aprende muchísimo más que una enorme lista de contenidos curriculares, porque allí sucede la vida misma. He estado en ellas durante más de treinta años. Como estudiante durante la dictadura, como profesor después y por último como director, hasta que me jubilé hace seis años. Y aún sigo vinculado con la secundaria desde proyectos universitarios y participando activamente en un programa de la DGCyE para la revinculación de jóvenes que han abandonado la escuela.

Desde hace algún tiempo me pregunto: ¿Por qué me sigue movilizando tanto la secundaria? ¿Qué cuestiones de mi vida se juegan allí?

Me agrada pensarme desde las marcas. Una marca por lo general remite a un daño, que quizás ya fue reparado o superado, pero donde un rastro sigue persistiendo, aromando sentidos, alumbrando otros similares, a partir de las resignificaciones del camino. Las marcas nos retrotraen a lo ya ocurrido. Y por supuesto, que ellas se enraizan con experiencias posteriores, inclusive actuales, de tal manera que se superponen. Por otra parte, no todas las marcas son las que dolieron, o aún duelen. También hay marcas placenteras que tienen que ver con el amor o con el deseo. Algunas probablemente se enlacen con los paraísos perdidos en la temprana niñez o en la adolescencia.

Resignificar las marcas, otorgándoles sentidos (cualquier sentido) es inevitable, hacerlos concientes se convierte en algo necesario, aunque no necesariamente posible. Entonces, intentar develar las marcas que de algún modo nos llevan a determinados lugares y actividades se hace una tarea subjetiva que en algún momento tendemos a realizar. Por eso renuevo las preguntas anteriores que nunca logro responderme.

Marcas secundarias, entonces, es adentrarse en recuerdos y vivencias de índole personal ocurridas en escuelas que quizás expliquen algunos derroteros subjetivos. ¿Por qué se recuerdan algunas experiencias y no otras? ¿Por qué algunas que resultan significativas para mí, no lo son para otros?

En fin, innumerables marcas secundarias siempre abiertas a nuevos sentidos. Ofreciéndose para ser re-tomadas, re-significadas en forma personal y en clave colectiva, como comprensión compartida de determinadas épocas, y también de la actualidad.

Me entusiasma invitar a que cada uno pueda pensarse desde las suyas, incluso que las comparta. No está nada mal interpelarse, o sea “pelarse entre”. Nunca deja de ser un buen ejercicio.