Los empleados de la danesa Olga Ravn es un libro inclasificable. Podría pensarse como una colección de entrevistas hechas a los empleados de la nave espacial seis mil (escrito siempre con letras). Pero esos testimonios también podrían leerse como poemas en prosa. ¿Novela? Tal vez, aunque al principio, parece una descripción sin cambios, sin relato, hasta que, de pronto, aparece el tiempo: el pasado terrestre y un futuro cercano en el planeta Reciente Descubrimiento. Es ahí que el libro se vuelve dinámico y todavía más inquietante que antes. ¿Novela de ciencia ficción, entonces? Tal vez, pero no de las clásicas, aunque como ellas, no habla del futuro sino de esta situación nuestra de principios del siglo xxi, y sobre todo de las “instituciones totales” que, según Erving Goffman, nos reformatean para convertirnos en lo que no somos, en este caso, empleados.
En cuanto a la estructura, como corresponde al género “entrevista”, hay un “nosotros” y un “ustedes” (“vosotros”, en la traducción, buena pero demasiado española para los lectores argentinos). Al principio, está claro que el poder lo tienen los otros, los que hacen las preguntas. Los empleados se someten, se disculpan, se humillan. Pero eso va cambiando. Los “testimonios” están numerados (las instituciones totales suelen reemplazar el nombre de sus internos por un número; los empleados no tienen nombre). La numeración va subiendo pero está incompleta y levemente desordenada. Antes y después de las entrevistas, hay dos textos en bastardillas que explican lo que pasa desde afuera (¿la Tierra?): el primero, fija el tiempo (18 meses) y el propósito del estudio (“rendimiento de los trabajadores”, nada menos); el último, las conclusiones (y ese cierra con: “existen muchos otros medios de vigilar a los empleados”). Después, hay un apéndice: las tres últimas grabaciones no tienen número (ya no hay institucionalización), es evidente que todo ha cambiado en la nave.
Los personajes son muchos: uno por cada testimonio más los que nombran los entrevistados, además de los “objetos” que cuidan (los sacaron del valle del planeta Reciente Descubrimiento para ponerlos en “salas”, como las de un museo). El contacto con esos “objetos” cambia a los empleados. Desde el primer testimonio, de una violencia casi insoportable, el problema central es la identidad. ¿Qué son los objetos? ¿Qué somos nosotros, los humanos que venimos de la Tierra? ¿Qué somos nosotros, los “creados” por un inventor, el doctor Lund, un Frankestein legendario cuya figura se va agrandando?
Las entrevistas expresan profundas sensaciones/sentimientos: culpa (“Si dicho objeto pudiera considerarse sujeto, ¿seríamos culpables de asesinato?”), incomodidad (una empleada dice que los “no nacidos” son humanidad “a medias, hecha a base de carne y técnica, demasiado viva”, o sea, ciborgs), angustia por el trato que se recibe (un empleado que conoció a Lund dice que no sabía “si a sus ojos yo era un ser humano o una cosa que vivía”), desesperación (“Sé que ustedes afirman que no estoy aquí como en una prisión, pero los objetos me han dicho lo contrario”) y finalmente, furia, amenaza (el empleado no humano del testimonio 097 afirma: ustedes son “una familia que construyó una casa” y desde ahí contemplan “una lluvia interminable”; les gusta esa lluvia pero nosotros “estamos bajo esa lluvia” que ustedes creen que “nunca caerá” sobre ustedes; pero ahora yo soy esa lluvia; “esa casa la construyeron para evitarme”, así que “no vengan a decirme que no desempeño papel alguno en la vida de los seres humanos”).
El problema central es el mismo que se da en la esclavitud y cualquier otra forma de explotación extrema: se considera a los “empleados” y “objetos” como cosas, animales o monstruos desechables. Hay una escena en la que un humano mira a la cadete número veintiuno (que parece humana) y la ve concentrada|, los párpados cerrados; cuando los abre, tiene “los ojos llenos de lágrimas. Tuve la clara sensación de que nos habíamos equivocado y de que nuestro tiempo ha finalizado”. Claro, no se puede cosificar para siempre.
Por otra parte, está el peso del pasado: los humanos sienten una enorme nostalgia por la Tierra; cada tanto, el dolor por lo que se dejó atrás se convierte en poesía: “Todavía no he podido entender cómo he podido vivir aquí sin un cielo”, piensa la piloto del testimonio 075. Paralelamente, los creados quieren ser humanos: “encuentro en mí una añoranza… por mi humanidad, como si alguna vez hubiera sido un ser humano”. Hacia el final, una empleada se enoja porque le parece que lo único que le falta es que las autoridades la etiqueten como “humana”, hagan una “modificación de mi estatus”; o sea, su “humanidad” es un problema de “denominación”, solamente.
Todas esas son cuestiones filosóficas y políticas tratadas desde lo narrativo. Otra de ellas es la relación entre “el sujeto y el objeto que está observando”. Muchos se preguntan si los “objetos” que se traen del planeta a la nave, ¿están vivos? Como dice uno de los empleados: “¿acaso…saben que los observamos?” Esa es una definición contundente de un problema importante en la ciencia de hoy, que se pregunta por esa relación, en la que el sujeto que observa cosifica al objeto observado. Casi al final, la compañera del que responde a la entrevista, uno de los dos sobrevivientes “en el ala ocho”, no quiere volver a esa parte de la nave, a la que califica de “museo”, “cárcel”, “burdel” y “guardería”, todas instituciones totales típicas.
En esa situación, la reacción es inevitable. Los empleados del título exigen primero la libertad de “salirse del programa”, vivir “algo que solo me pertenece a mí”. Y después, amenazan: un no nacido se define como “una granada repleta de granos acuosos, cada grano significa un homicidio que he de llevar a cabo en el futuro”. De ahí, la destrucción, y la decisión final de bajar al planeta y devolver los objetos al “valle” donde los encontraron. Como siempre en la ciencia ficción, en esta novela corta, bella y contundente, Olga Ravn nos muestra el mundo no como será mañana sino como es ahora: ese mundo de dominación casi absoluta (el “casi” importa) con el que sueñan los “creadores” como el doctor Lund, y lo hace con un lenguaje feroz y al mismo tiempo minimalista, capaz de tejer un relato que deja marcas indelebles en la mente de quienes se atreven en él.