Querido diario, hay una cosa que es lo que más me gusta hacer: mirar.
Nanni Moretti
Hay algo de la esencia paseante que solo sucede andando en moto. Una ciudad no se conoce en auto. No sucede de a pie, ni en bici y menos en helicóptero. La ciudad tiene escala de moto. ¡Cómo le hubiera gustado a Fernando Pessoa!
Vagar uno en la multitud como enseñó Poe, hacer alrededores, pasar una vez, dar la vuelta y volver a mirar. Ir y volver. La moto es justa para flirtear, para seducir gente, jardines o fachadas. Como el vicio de Ulises, un gaucho entretenido, que en esta época hubiera vuelto en moto de la caída de Troya o de la leva, haciendo las mismas paradas de entonces, Calipso, Nausicaa, Circe o la Eulogia. Pero aquí se trata del flâneur de ciudad, el spleen de los barrios pero tampoco cualquier moto, sólo la Vespa, la avispa, un colibrí, la volanta de paseo que valsea la calle y hace un vaivén, una danza con el ronroneo de 150 cilindradas, una coreografía díscola, una anomalía en el mar del tránsito, el zigzag, el tsé tsé, a baja velocidad pero a gran altura.
Lo sospeché desde un principio el día que vi Caro Diario, de Nanni Moretti, y entendí que tendría una vocación con esa máquina; ya me había pasado con la birome, la libretita Huemul y la máquina Olivetti: la misma tarea de ir viendo todo y anotarlo, pero ahora con la posibilidad de la repetición sin límite: ir y volver. Un andador patafísico, el buscador de soluciones imaginarias, esa percepción de lo urbano que hace memoria sensorial de cómo se va desgastando una civilización, día a día, calle a calle. ¡Cómo le hubiera gustado la Vespa a Funes, el memorioso! No tanto a Borges, por razones obvias, pero a Funes sí. Mucho. Ese modo cadente de desplazarse que permite una oscilación justa del viento en la cara y los ojos, que abre los poros, la inteligencia y las fosas nasales. La Vespa es un macroscopio y se recibe tanto el perfume de una línea de cerezos en calle Güemes, como la fritanga acre del carrito de La Florida o el aroma del café Ouro Pretto llegando al bar El Lido y las feromonas urgentes de les chiques en bermudas o bikinis en la rambla Cataluña. Rosario, mi ciudad, tiene la escala justa para apresarla en moto. Al fin y al cabo es como un barrio grande apretado entre dos arroyos, Ludueña y Saladillo.
Cuando ando en la Vespa, al rato del viaje me visitan toda clase de recuerdos, intuiciones, deja vus, metempsícosis, presentimientos o paramnesias: la causa son los lugares, el pasado, pero visto desde el presente, incluso desde el futuro: la Vespa es la moto de Walter Benjamin. Me llena de aparecidos sin nostalgia ni enojo. Me sorprende cierto Zen, Satori o Yoga mecánico, la ausencia de apego, de rabia. La Vespa tiene parabrisas y escobillas. Leves, pero funcionan como un vaciadero de la memoria inútil. Quitan la hojarasca y se produce una expansión adentro. Crece lo que siento o pienso sin necesidad de escribirlo en detalle. La Vespa es algo que sucede, parecido al sueño, pero no es que me vea verme. Yo conduzco, mando, soy un jinete, a veces un centauro, un animal imaginario, imaginante.
La sensación es concreta pero no me deja el deseo de contarlo más que de la forma abstracta que se narra un fenómeno, un accidente o un milagro. Yo creía que la moto iba ser un medio de transporte pero se me ha hecho un ejercicio, una ceremonia, un vicio. A veces vuelvo cansado de mis dos trabajos y tengo que sacarla, o ella me saca a mí, y por lo menos ese día damos una vuelta chica: Tablada, Tiro Suizo y Saladillo. Para mí ver la cascada del arroyo Saladillo en el Parque Sur se ha vuelto tan a mano como prender la tele. Cinco minutos bailando entre los paraísos (la Vespa tiene piso, podés pararte en marcha y hacer un tap en calles tranquilas), el árbol de la flor saxígrafa que brota entre el asfalto.
Otra cosa de la moto es que estás de cuerpo presente en los semáforos, no hay vidrio, puerta, ni distancia. Los políticos deberían andar en moto, para volver a ver de cerca que pasa. Desde que recorro la ciudad en la Vespa, aprendí a darme cuenta de la desaparición de tantos laburantes de la calle, trapitos, mendigos, barredores de veredas, changarines de nada. Cada vez es más común y doloroso ver en los semáforos jóvenes, que en completo silencio exhiben un cartel pidiendo trabajo: no quieren limosna ni vender chucherías, quieren trabajo y aclaran que viven en la calle. Jóvenes en muy mal estado físico y mental, solos en el naufragio, agarrados a esa tablilla de pizarra con el pedido manuscrito en tiza. Bien escrito, buena letra, pero invisibles, estamos perdiendo la batalla. Querido diario, te pido que los Reyes Magos le traigan una Vespa a todos los políticos.
La moto me ha devuelto circuitos fantasmáticos, recorridos del deseo. Un día, trazo una línea de las casas que hizo Ángel Guido en Rosario y voy a verlas. Otro día, el mapa de los boliches de cuando Rosario tenía vida nocturna, o el recorrido de cartero de mi viejo en Pichincha, en los 30, donde cantó Gardel, donde estuvo Evita o donde vivió José Hernández en 1867. Me invento regresos al sur por un circuito hecho de plazas y parques: Pringles, 25 de Mayo, Montenegro, López, Libertad, Monumento al Che, Gendarmería, Gabino Sosa, Parque Yrigoyen, Plaza Evita y finalmente, Ayolas. Tres rutas cronometradas al cementerio La Piedad y dos maneras de llegar a Pueblo Esther evitando la caminera y los radares.
Estoy terminando un mapa que atraviesa la ciudad de sur a norte, de este a oeste, conectando solamente pasajes y cortadas: a veces me seducen sus nombres, Barón de Mauá, Gould y Burmeister, otras su extensión, Marcos Paz, o el afecto, Poeta Simeoni o la historia, Storni, Juan Álvarez, Ricardone, Araya, Newbery, o los tonos, Blanque, Colorado, Casablanca, que alguna vez, con justicia, se llamó Eva Duarte. O sus melodías, Mozart, Wagner, Chopin.
Ir y volver. Mirar, pasar y volver a pasar. A diario voy al trabajo por Presidente Roca y hago marcas de memoria de casas o personas que traté en esa calle: la casa de mis abuelos Scalona, al 2100, un hotel alojamiento en la esquina de Rueda, la iglesia donde se casaron mis viejos y los de Luis Machín, en Viamonte, la sastrería del tío Vicente, la casa de Enzo y Cristina; el 1289, donde Fabricio se enamoraba todas las semanas, el Hospital Ferroviario, la casa de mis tíos Guglielmo, María Auxiliadora, donde iba a buscar a G. que estudiaba magisterio, y un día que nos besábamos felices, en la entrada, la monja Tarasiello nos llamó degenerados. Y por fin arribo a la Biblioteca Argentina, ato la Vespa con la linga al portón 731 y cuando levanto la vista, el escalón de entrada tiene la frase de Borges: “Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”. Querido diario, que el Niño Dios le traiga una Vespa a todas las monjas, y a mí, un carnet de quinta.
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