El balde estaba en el mismo sitio. El rincón pegado al poste donde solía colgar los trapos estaba cubierto por las hojas de un otoño que no quería llegar. La farmacéutica sonrió al reconocer su ausencia esa tardecita cuando salió a tirar la basura. Frunció la nariz. El olor a amoníaco concentrado en el área del contenedor encendía su mal humor. “Por suerte no hizo falta llamar a la Muni”, debe haber pensado al regresar en un trotecito descuajeringado.

Alfredo no estaba. Faltaba desde hacía unos días. Habitualmente, se iba a las nueve. Había encontrado un espacio para dormir no muy lejos de nuestra cuadra. Le llevábamos un par de comidas calientes en la semana. Siempre nos agradecía muchas veces. Jamás sonreía. Una amabilidad extrema iba soldada a sus ropas gastadas. No respondía a los insultos frecuentes que le arrojaban por su trabajo de cuidador de autos.

No había nada de sabiduría oriental en su comportamiento, pero sí un malestar que lo anclaba hasta el fondo de su existencia. Nunca hablaba del pasado ni respondía a la pregunta recurrente de por qué estaba en la calle. Conocía la historia del barrio como pocos y quienes se atrevían a conversar con él descubrían su manera reflexiva de mirar los gestos, las voces, las formas de andar y los árboles.

Carlitos, representante de una segunda generación de almaceneros, lo había apodado “El filósofo de calle San Juan” y le agrandaba la fama cuando algún vecino se quedaba charlando en el local. Vendía a granel y había logrado sostener ciertas prácticas tradicionales años después de que el plástico se convirtiese en la tendencia principal de empaquetado. Ahora que se había puesto de moda usar menos envases, venían desde la Sexta o de algún otro barrio cercano; también en bicicleta para comprar en la tienda de Carlitos. Mientras fraccionaba aceitunas, nueces, lentejas o perejil deshidratado, sus conversaciones brotaban como agua mansa hasta que te enredaba; era difícil soltarse de esas historias que tenían a Alfredo como protagonista.

Estaba tan acostumbrado a verlo sentado en los tarros, guiando los pasos para estacionar y dejando escapar el humo de los puchos que le regalaba Carlitos que nunca pensé que me pudiese inquietar tanto su falta. Me asomaba por la ventana para contrastar la temperatura real con la que marcaba la pantalla de mi celular y Alfredo ya estaba revoleando una ballerina amarilla con jabón y acomodando el parabrisas del auto de Malvina. “Es una vez por semana, el auto está en la calle y así lo puedo ayudar” – le había explicado Malvina a la farmacéutica cuando la increpó por facilitar que Alfredo se instalara en la cuadra.

Desde mi planta alta podía espiar las idas y vueltas de mis vecinos: a qué hora Carlitos bajaba la persiana, si la gente andaba con campera o si ya iba más sueltita; escuchaba las voces de los chicos que salían de la escuela y hasta veía si venía el colectivo desde dos cuadras atrás. También observaba atento cómo Alfredo había encontrado su espacio y lo escuchaba silbar entrecortado. Cuando estábamos en casa, preparábamos un plato más y le llevábamos un tupper, jugo y una fruta. Decía que eso de ir al refugio no era para él. La calle, tampoco.

Carlitos hablaba mucho. Algunas veces escuchaba, pero lo que más le costaba era recordar. Él estaba seguro de algo, pero no sabía muy bien de qué. Alfredo le había dicho que tenía que buscar un dinero cerca de Álvarez y tenía dudas sobre cómo llegar. Fue unos días antes de que vinieran los de la Guardia Urbana a conversar con él. Eran unos pibes un poco torpes, pero simpáticos y habían sabido manejar la situación sin poner en evidencia que los había llamado la farmacéutica. Carlitos tenía más dudas que certezas, pero creía que después de ese día Alfredo no había vuelto a la cuadra.

“Yo no tengo nada que ver”, se atajó Mabel en la farmacia cuando le fuimos a preguntar. “No sé por qué tanta preocupación con ese croto mugriento que mea el contenedor”, lanzó y terminó de enterrar alguna expectativa sobre sus ganas de colaborar cuando me invitó a dejar de pe-lo-tu-dear y ponerme a laburar en serio.

Mi cara hablaba por sí misma y ardía. Cuando subí al colectivo el chofer me preguntó si estaba bien. Se me cayeron todos los apuntes en el pasillo. Como estudiante de toda carrera con pretensiones de impacto social, sentía que mis posibilidades de generar cambios se metían en un jean después de un invierno entero de mate con facturas.

Mientras levantaba las fotocopias y las ponía otra vez detrás de la carpeta anillada, buscaba espacio. El colectivo no iba muy lleno, pero no había lugar para sentarse. Me sostuve con una mano colgada de la barra y con la otra traté de mantener los apuntes pegados al pecho, muy cerca de dos chicas que parecía que iban para la facu.

No había mucho que mirar; a esa hora aún había niebla y tenía al menos media hora hasta llegar a la Siberia. No pude evitar hundirme en la conversación de las chicas. Hablaban de un pibe con fascinación extrema, tal vez otro estudiante. La más chiquita de ellas hacía dibujos con las manos mientras hablaba de él, tanto que mareaba un poco. La otra sostenía la mirada con un interés aparente que su amiga no registraba.

Cada tanto añadía una frase corta que ponía en evidencia que estaba prestando tanta atención como yo que estaba colado en la charla. Sólo nos interrumpían las paradas obligadas y algunas maniobras típicas de todo colectivero que va con atraso.

“Parece Jesucristo, a veces”, dijo la chiquita. El frenazo repentino nos desplazó hacia adelante; siguió hablando hipnotizada de su chico y de su mirada compasiva. Subió el volumen para que el ruido del motor no tapase lo importante. La policía había encontrado a un linyera en la entrada de la facultad. “Él tiene miedo que se lo lleven y lo fajen”. Lo había visto el día anterior y apenas podía caminar: arrastraba la pierna como una ramita seca. Antes de llegar a la última parada donde nos bajábamos, contó que el tipo pedía plata para comprar un boleto hasta Álvarez.