“En la ‘época dorada’ de la caza de brujas, a finales del siglo XVI y principios del XVII, en las regiones más virulentas podían contarse hasta 25 hogueras al año; es decir, una ejecución cada dos semanas. Y, sin embargo, ¿de cuántas de estas mujeres sabemos su nombre, su historia?”, se pregunta la periodista francesa Juliette Prouteau en un reciente artículo que busca rescatar del -muy relativo- olvido a uno de los casos sobre el que sí se tiene conocimiento: el de Anna Göldi, supuestamente la última mujer condenada y asesinada por brujería en Europa, cuya trágica muerte no aconteció en las citadas fechas sino más adelante, en el XVIII. O sea, su juicio, tortura y asesinato se dieron en plena Ilustración; ¡la era de la razón!, ¡de las luces!, valga la ironía.
Dicho lo dicho, si hablamos de muy relativo olvido es porque la historia de Göldi ha sido contada en reiteradas ocasiones, especialmente en la Suiza germanófona donde, ya en 1991, se filmó la película Anna Göldi, Letzte Hexe, dirigida por Gertrud Pinkus. Realizadora que, dicho sea de paso, adaptó aquí a pantalla grande la homónima novela del ’82, de la escritora Eveline Hasler. A ese título le han seguido más libros, estudios académicos, documentales televisivos, podcasts, obras teatrales, un musical… Desde 2017, existe inclusive el Museo Anna Göldi en Ennenda, en el cantón de Glaris, donde se exponen actas judiciales, instrumentos de tortura, artículos de prensa de la época, entre otras piezas que instalan a A.G. como símbolo de los derechos (más que vulnerados) de las mujeres y, asimismo, recuerdan el lado oscuro de la pacífica Suiza (un país que, junto a Alemania, detenta el penoso récord de mayor número de juicios y ejecuciones durante la infame caza de brujas).
Más allá de los citados honores a Göldi, acaso el gesto más importante haya ocurrido 15 años atrás, en agosto de 2008, cuando hubo, ¡por fin!, reparación histórica, y por votación democrática. Fue entonces cuando el Parlamento suizo tomó la decisión inamovible de absolverla oficialmente, y así Anna -tenida por última bruja asesinada en Europa- se volvió la primera en ser rehabilitada en el Viejo Continente. Una exoneración póstuma que no solo no pasó inadvertida: increíblemente suscitó álgidos debates… La Iglesia protestante -que otrora había participado de su proceso y ejecución- se resistió a dar su beneplácito por considerar que, habiendo pasado más de dos siglos, era “difícil certificar su inocencia”. Al final, prevaleció la paz y el quórum: tanto el (también renuente) gobierno del cantón de Glaris como las Iglesias protestante y católica confirmaron lo evidente, que la pena contra Anna había sido “incomprensible”, “ilegal”, “injusta”…
Anna nació el 24 de octubre de 1734 en un pueblito llamado Sennwald, en el cantón de San Galo, una región rural donde pequeñas llanuras salpican grandes cadenas montañosas. Su padre era agricultor y su madre, tejedora; ambos, analfabetos, al igual que la propia muchacha, muy bonita, plantada y trabajadora que, desde joven, laburó como sirvienta en distintas casas. Bien entrada en sus 20s, A.G. quedó embarazada de un truhán que la abandonó, y ella acabó mudándose a un pueblo cercano por las murmuraciones: el bebé había muerto por causas naturales a poco de nacer y Anna, madre soltera, fue señalada por vecinos… Changas fueron y vinieron hasta que, con treintilargos, volvió a enamorarse; esta vez de un muchacho rico que también la dejó embarazada y la negó, por estatus, por ser una criada. Ella parió, otra vez perdió a la criatura, y se largó por miedo a posibles repercusiones.
Mujer fuera de norma, resuelta e independiente, Göldi rara vez permanecía demasiado tiempo en el mismo sitio; no quiso anclarse a ninguna comunidad, tampoco casarse ni formar familia. Era una persona que, para la época, incomodaba. En 1780 empezó a trabajar para una influyente familia del cantón de Glaris como empleada, contratada por Johann Jakob Tschudi, marido y padre, médico y magistrado. Un respetado varón que, más tarde se sabría, acosaba y agredía sexualmente a Anna…
Al cabo de un tiempo, una de las hijas de este señor, una niña de 8 años, dijo haber encontrado una aguja de coser en el fondo de su tazón de leche, y luego otra, y otra, y así sucesivamente durante una semana. La chicuela empezó a toser con sangre, a tener fiebre, violentas convulsiones… Según su padre, ¡vomitaba agujas!, ¡cien!, le contaron; también iba perdiendo la escucha y la vista, la movilidad de su pierna izquierda. A falta de una explicación racional, acusaron a Anna Göldi de haberla embrujado. “Tiene demasiado carácter y belleza para ser una simple sirvienta”, susurraban por lo bajo en el pueblo cuando la orden de arresto ya estaba lanzada.
Una vez apresada Anna, la niña empezó a recuperarse ¡milagrosamente! Para las autoridades, no cabía duda alguna: Göldi estaba dotada de poderes sobrenaturales pero, en pos de que confesara, la torturaron ferozmente y, con tenazas al rojo vivo, consiguieron que dijera que había obrado en connivencia con el Diablo. El 13 de junio de 1782, a los 47 años, Anna Göldi fue llevada a la plaza del pueblo, donde fue públicamente decapitada.
Para salvar las formas, el tribunal dejó asentado que la pena de muerte fue por “envenenamiento”, no por “brujería”, dada la impopularidad que empezaban a cobrar las causas por supuesta magia negra. La prensa suiza guardó silencio; no así la alemana, que se fascinó por la historia. De hecho, periodistas germanos investigaron y consiguieron documentos confidenciales que demostraban lo arbitrario y absurdo del caso, además de confirmar las vejaciones que la pobre Göldi había padecido durante las dos semanas que estuvo presa, previo a su brutal asesinato.