Con la restitución de cada nieto/a al tejido social, volvemos a tomar dimensión de las consecuencias y de la magnitud de lo ocurrido con la apropiación de niños/as en nuestro país. También volvemos a tomar nota de la impresionante construcción ética que instituyeron las Abuelas de Plaza de Mayo en su búsqueda incesante y en la invención que produjeron en distintos ámbitos: en el científico, con el hallazgo mundial del índice de abuelidad; en el derecho internacional, con la redefinición e inclusión del concepto de identidad a través de los artículos 7, 8 y 11 de la Convención Internacional sobre los derechos del niño, conocidos como los “artículos argentinos”; con la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos, para resguardar las muestras de ADN de los familiares; con la creación de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (Conadi), interpelando al Estado sobre su compromiso con la búsqueda de estos niños/as; con el Centro de Atención por el derecho a la identidad para la asistencia psicológica a personas restituidas y sus familiares; en el jurídico, con el impulso para la creación de fiscalías especializadas en la búsqueda de niños/as desde el Ministerio Público Fiscal y el juicio Plan sistemático de apropiación de niños/as donde resultó condenado Jorge Rafael Videla, entre otros.
Como vemos, no sólo agujerearon muros discursivos que parecían impermeables sino que además con su deseo extremaron algunos de los límites con los que se encontraron. Se instituyó así una política de articulación en la búsqueda de personas apropiadas, donde organizaciones sociales y Estado se erigieron en una gran superficie de inscripción de los acontecimientos traumáticos. Una experiencia que no tiene antecedentes a nivel mundial, y por ello, cuando pensamos en torno al horror, a lo indecible, desde la teorización de la lógica modal que Lacan toma de Aristóteles para reformularla, vemos la relación a lo imposible que éste definió como lo que “no cesa de no escribirse”, como la formalización de aquello que plasma la insistencia de lo real. Pero si pensamos que estos acontecimientos traumáticos en nuestro país se escribieron, más aún, se escriben, marcando de hecho la gran diferencia con otras sociedades que atravesaron experiencias traumáticas de masa --y no contaron con esa superficie-- ni tampoco con la escritura de nuevos nombres, podríamos pensar entonces en “lo que no cesa de escribirse”. Esto remite a la fórmula de una necesidad siempre inconsistente, donde se avizora una insistencia que no suple nada, que sostiene lo imposible al tiempo que escribe un litoral, lo sintomatiza y se repite lo distinto. En este sentido, el “derecho a la repetición” sobre ese agujero singular que dejan estos acontecimientos, cobran un valor radical, siendo el verdadero punto de disputa con el discurso psiquiátrico que hace pie en la perspectiva del trastorno por estrés postraumático --TEPT-- (que debemos admitir, ha ganado la delantera ante las experiencias concentracionarias, desde sus inicios) exigiendo al Sujeto una finalización del duelo en un tiempo generalizable y constituyéndose esa exigencia en una amenaza patologizante y brutal. Vemos el retorno de estas nosologizaciones en la clínica, no solo para estos casos que analizamos sino también para otros que impliquen a lo social. “No quiero encontrarla porque sino ya no puedo esperarla más”, como decía una madre que buscaba a su hija. ¿Implicaría en todos los casos un duelo patológico? ¿O una escritura singular de un duelo asintótico para hacer frente a lo imposible de simbolizar, que sin embargo se escribe de otro modo? Las vicisitudes singulares de cada caso no son sin el choque entre los agujeros y sus bordes.
Ahora bien, las marcas que la apropiación y restitución reactivan de modo incesante tienen su correlato en la clínica actual. Se escuchan, por un lado, consultas de profesionales que trabajan en hospitales públicos en distintas provincias del país, donde reciben casos de personas que se preguntan sobre su identidad y muchas veces la pregunta va anudada a la posibilidad de ser un/a hijo/a de desaparecido/a, apropiado/a, desvinculado incluso de cierta referencia histórica a la edad de quien consulta.
Pero también hay cuestiones ligadas al impacto que los significantes “apropiado”, “desaparecido” provocan en los/as profesionales cuando los escuchan. Muy a menudo surge ¿qué puede hacer el psicoanálisis? ¿qué las instituciones? ¿cómo responder y a qué?
Es preciso señalar que el acontecimiento horroroso que suele ponerse en serie de modo inmediato con el sentido tiene que dejar lugar a lo traumático para cada sujeto. Insistimos con esto en lo teórico pero muchas veces no es sencillo dar lugar a esa diferencia.
En un ateneo clínico de un hospital público, se presenta un caso donde el consultante dice: “soy padre de un desaparecido, a mi hijo lo apropiaron”. No se trataba de hechos relacionados a la década del 70, sino actuales. Frente a esto, la joven analista ya no puede escuchar más que los significantes que irrumpen, provienen de la apropiación de niños/as durante la dictadura y parecen jaquear la dirección de la cura, llevan al límite todo el sentido, lo exprimen, lo exceden y cualquier gesto parece profanar su complejidad. La dislocación temporal perturba la escucha. Entonces surge la pregunta ¿cómo encontrar un resquicio donde se deje escuchar lo que significan esas palabras para ese sujeto en singular, en esa historia y recién después hacer lugar --y soportar-- la puesta en marcha de dos sujetos discordantes, el sujeto del derecho que iniciará un recorrido institucional y el sujeto del inconsciente?
El intento de la analista será no dejar que el sentido que se sobreimprime comande todo, que se entienda demasiado rápido y casi de antemano de qué se tratan esos dos significantes irrumpiendo allí en el hospital y en ella, cuando aún no sabe cómo se juegan en esa historia singular. A partir de las preguntas que toman forma, se anoticia de algo nodal: el acontecimiento traumático que truena aún no se inscribió en este sujeto que lo enuncia. La pérdida innominable no hace lugar al duelo (im)posible, que amenaza con arrastrar a este padre al insomnio eterno de los cuerpos robados o insepultos.
Sin embargo, una escritura nueva comienza a poner todo en otro lugar. Es cuando los significantes de su historia (que ahora encuentran otro eco en la búsqueda colectiva que se resignifica también), se topan con un intento de inscripción de lo sucedido, donde recuerdos, escenas, miedos, toman valor de letras que traen de un recóndito lugar otras desapariciones que estaban allí, podríamos decir “en acting”. El sinsentido inunda el discurso. Frente a ello, la analista teme perderse de la veracidad de los hechos o incluso en la veracidad de los hechos. División crucial que sostiene, no intenta cerrarla. Darle lugar a la palabra del consultante es otorgarle valor a partir de escuchar la historia que se despliega detrás de esta desaparición, una historia que alberga otras desapariciones en su vida. Hasta llegar al punto de la desaparición de él mismo, frente a la mirada paterna, donde casi pierde la vida. Emerge un fallido, ahí comienza la nueva serie. Se equivocan los nombres del hijo desaparecido con el propio. Esta función determinante del equívoco es la condición para comenzar a re-escribir el pasado y los modos en que se llegó hasta allí. Sin este recorrido parece no poder encontrar un sitio para orientarse.
Desde el punto de vista jurídico, el crimen es el mismo para todos los que lo transitan, y el estatuto traumático es evidente, pero la posición subjetiva que lleva a este sujeto a no poder subjetivar ninguna de estas desapariciones convertía a aquellos acontecimientos --uno tras otro-- en un mar de pérdidas sin inscripción, adonde también iba a parar esta pérdida. Es partir del equívoco, lo que por fin falla, donde arma una nueva serie y emergen asociaciones con la fluidez de aquello que se descoagula. Los duelos y las escenas traumáticas que plagaban la vida de este sujeto estaban tomados por el silencio de lo trágico que había traspasado al menos dos generaciones en esa familia, una iteración sostenida por varias décadas, donde el encuentro con lo real traumático ahora produce una suerte de choque con un pedazo de real.
La equivocación hizo una rajadura en la opacidad de los significantes “desaparecido y apropiado”, abriendo la posibilidad de poner en juego lo que hace al núcleo traumático singular, hecho de otra tela diversa a la del acontecimiento siniestro, lo cual nos confronta con que el traumatismo para el psicoanálisis, siempre es el de lalengua.
El encuentro del relato de este duelo por desaparición, con el deseo de analista de la joven practicante en el hospital, despertó a este hombre ante el dolor de lo innombrable, no sin antes poner en serie e inscribir las condiciones anestesiantes que lo llevaron hasta allí. Aquí es donde radica la cuestión fundamental a la que nos referimos cuando hablamos de ética, y es la distancia que separa la culpa de la responsabilidad. No se trata de la responsabilidad ante los hechos --evidentemente--, sino de lo que se hace con ellos para dignificar el lugar del Sujeto. Así como el psicoanálisisno escribe un futuro diferente para quien consulta, sino que puede --en todo caso-- ayudar a escribir un pasado diferente, con cortes, con letras, con agujeros, con invenciones, es imposible dejar de lado que tratándose de nuestro país, las superficies de inscripción con las que contamos frente a estos graves delitos, permite hacer algo con el acontecimiento traumático desde otro lugar. Si no contáramos con lo que las Abuelas y las Madres hicieron con ello, muy distinta sería la inscripción de estos significantes.
Fabiana Rousseaux es licenciada en Psicología (UBA), psicoanalista, directora de la asociación civil Territorios Clínicos de la Memoria.
Otra versión de este texto fue publicada en Psicoanálisis y el Hospital Nº 60. Julio 2023.