Ella sabía armar la urdimbre sabiamente, con ese respeto por las hebras que le venía desde antaño, desde antiguo, desde la más vieja memoria de todas las mujeres que habían nacido en la estirpe de su familia, longevas y sabias todas, valientes y fuertes como robles, con ese carácter que… ¡putas! ¡Qué carácter! De mover montañas cuando era necesario y de saber esperar en paz cuando el momento había llegado.
Armaba de maravillas el entramado de los colores, fuertes y vibrantes colores, saturados de pigmentos que los hacían parecer cada vez más vivos, más alegres, más fiesteros por así decirlo, con aquellos tonos tan felices con los que los habitantes de la Puna sabían desafiar al máximo la aridez del vasto paisaje y las heladas noches en que la duermevela producía tan sólo fantasmas y apariciones, ecos tenebrosos paridos de la nada misma porque hasta el crujir de una hoja muy pequeñita producía un eco inmenso y estéril, tremendo trueno en el reino del silencio de la noche sola, estrellada y helada hasta el centro de los huesos mismos.
Desde la antigua memoria de los tiempos que en la casa hubo telares, el telar principal con toda su infraestructura más artesanal y más rústica, tan rústico era que andá a saber quién y en qué momento lo había construido, pero ése era el principal, el que usaban siempre las mujeres más importantes de la familia, el otro era como un telar auxiliar, más pequeño, en donde los ponchos no podían hacerse con tanta maestría ya que era muy angosto y no permitía, por sus mismas medidas, tejer los grandes ponchos o las reconfortantes ruanas con las que ella sabía ocupar su tiempo desde siempre, entre otros miles de quehaceres; porque sabía, y siempre lo supo, que sus tejidos valían mucho en la feria, en el mercado de regionales de la plaza principal a donde tenía costumbre o tradición, ya no lo sabía, de ir a vender sus producciones; lo que ella producía en su tiempo con esas habilidosas y esplendorosas manos que su madre y su padre habían engendrado en algunas de sus noches de pasión, en ese lugar exacto en donde se encuentran el sexo y el amor para darlo todo y también para construirlo…
Pero poca memoria tenía de su padre, vealé, pué, ya que lo había conocido muy de gurisa, de aquellas épocas felices en las que todos estaban juntos y vivos, en la familia no tan numerosa y en las que las heladas se hacían menos frías, al encuentro del fogón y las guitarras y las innumerables canciones y los eternos cuentos con los que todos, toditos, indefectiblemente sabían amenizar los encuentros, eternos encuentros ésos, a la luz de los fogones, las guitarras y sus palabras. Hasta que la garra fiera del Tata Dios, o, ¿quién sabe? quizás fue Tata Mandinga que se llevó al viejo a habitar otros cielos, otras tierras en donde sus huesos ya desnudos del traje de su carne podrida pudieran fosforescer en el horizonte inmenso, aunque el viejo no era tan viejo, che; era un hombre de mediana edad al que el frío paisaje de la Puna, en una noche de luna, aquella eterna enamorada de los cerros, se le quedó pegado hasta el centro del alma y ahí quedó, tieso, tiesito como un cerro más, como un cardón más, como una incógnita más en el campo de estrellas sembradas de la helada noche del invierno.
Lo encontró Don Jaime, durito y helado debajo de su poncho, poncho que si contara historias cuántas tendría en la memoria de sus lanas, como un muertito tranquilo como siempre lo había sido, como si la paz de su existencia se hubiera trasladado, en la quietud de su sueño a una no existencia también pacífica, sin guerras, ya que él siempre había sido un hombre del amor, del trabajo y la resignación, como buen puneño de endeveras y no como los de los valles, taimados y preciosos blancos que nunca padecían ni la luz del sol ni el helado invierno ya que no tenían que atravesar los cerros caminando, de punta a punta, llevando el ganado todos los días, de ida y de vuelta, buscando pasturas mejores cada vez, buscando mejorar la mínima hacienda.
Fue entonces que su madre, cansada de niños y cultivos, tuvo de ahí en más que encargarse también de las llamas, los guanacos y algunas ovejas… Entonces ella había quedado más al cuidado de su abuela, la más antigua de la casa, la que todavía hablaba en la lengua originaria de sus ancestros mientras le enseñaba todo, las cuestiones de la menstruación, las cuestiones de la casa, las cuestiones de los hombres, las cuestiones de los críos y también las de los dueños de la tierra….
También a esquilar las llamas y los guanacos, además de las ovejas, tarea que en otras familias estaba reservada a los hombres, pero a falta de ellos en su casa siempre la habían hecho ellas.
Los días de la esquila eran días de fiesta, gran festejo organizaban al terminar la tarea y después retomaban al día siguiente, empezando con el cardado, el hilado y los teñidos de las hebras obtenidas, suaves y hermosas, abrigadas como las que más.
Y de paso la abuela le enseñó, desde siempre, desde muy gurisa, desde que ella tenía memoria, porque era eso que ella también sabía hacer todo el día, para armar sus petates e irse con ellos a venderlos a la feria de los regionales, para los turistas: le enseñó las mañas, los artilugios y todos los secretos del tejido a telar artesanal, el bien del norte, el de la puna jujeña, el que era capaz de entrelazar las hebras de la lana de forma tal en la urdimbre, con tanta prolijidad y creatividad de diseños, que era capaz de tejer las telas más abrigadas del mundo, al menos las de ese mundo, en donde el Tata Sol seguía pegando sin piedad durante el día y la Tata Luna congelaba las noches sin perdón, en donde los blancos seguían jugando a ser los dueños de las vidas y las dignidades de las gentes de piel cetrina y oscura, aquellos que despectivamente, muchos hoy, siguen llamando “coyitas”….