El soldado Filípedes corrió 38 kilómetros sin parar desde Marathon hasta Atenas para comunicar a sus conciudadanos que el ejército persa habían sido derrotado. Al llegar, cayó desvanecido. Así nació el maratón, una prueba con matices de epopeya épica convertida en sublime rito glorificado. Quién ganaba el maratón ganaba la divinidad del Parnaso, y con ello el acceso a la fuente de Castalia de donde se salía siempre limpio y purificado.
Pero la bendición de los dioses no era igual para todos. Al menos no para las mujeres. Debió llegar la incipiente Modernidad para que la epopeya griega cambiara de género. “Voy a correr la maratón de Boston”, le dije a mi entrenador. “Las mujeres no pueden correr”, me contestó. “Pues, yo sí”. La sentencia salió de los labios de Kathy Switzer, que había revisado con antelación la letra pequeña del reglamento sobre prohibiciones a la condición de género. No había ninguna. No la necesitaban. Eran tiempos (1967) donde estos temas, por desgracia, no estaban en la agenda de la realidad.
Al final, la atleta convenció a su instructor que decidió inscribirla por sus iniciales. La treta permitió despejar toda sospecha, y los organizadores estimaron que registraban a un hombre y no a una mujer. Comenzaba así unas de grandes historias épicas por la igualdad de género. Ya dentro de la competición descubrieron su presencia, y emplearon la fuerza física para apartarla del recorrido. La imagen de los corredores intentando expulsarla a empujones dio la vuelta al mundo, y se convirtió de inmediato en icono de la lucha por la igualdad de la mujer.
Cinco años después se abría oficialmente la participación femenina en la maratón de Boston, y en 1984 en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Siempre combativa y cercana a los movimientos sociales, progresistas y radicales, Katherine Switzer expresaba hace unos meses su preocupación ante la reacción involucionista respecto a la igualdad de género, especialmente en movimientos asociados al catolicismo militante de la derecha extrema del Partido Republicano. “El trumpismo clerical es nuestro burka particular”, expresaba a un medio neyorkino. “Vivimos tiempos donde por momentos la mujer avanza y en otros, por culpa también de las mujeres, volvemos al punto de partida”. Se refería a algunas “musas” del extremismo ideológico internacional, como Marine Le Pen o Georgia Meloni.
La delgada línea que separa a la derecha tradicional de la extrema derecha, es cada vez más porosa. Por momentos el mensaje de las “musas” se mimetizan. Los matices en el relato desaparecen entre Meloni, Le Pen, Díaz Ayuso o Patricia Bullrich. Esta nueva derecha ultra, tan dura, de mujeres de hierro, de moral cortesana, y libertarismo estigmatizador de lo público. Mujeres que de tanto moralizar lo político han acabado por politizar la moral, en ese peligroso vaciamiento del lenguaje elaborado en el relato del odio victimizado, que es el odio que mejor se vende.
“Si no es todo, es nada”, decía el primer eslogan propagandístico de Patricia Bullrich. Casi da vergüenza recordarlo. Su odio ideológico busca crear un clima de fanatismo político mediante provocaciones que alcancen eco por su agresividad. Más que inculcar un mensaje, persigue crear un ambiente turbio que nos encierre en esas cosmovisiones de odio. Ha convertido la palabra en un lugar tóxico que nos pone ante el reto estoico de rechazar la invitación al contagio. Conviene recordar que cuando se sacan del armario a algunos demonios a veces son imposibles devolverlos a la percha. Como ese famoso torero aficionado a la equitación que solicitó en las redes sociales que le ayudaran a elegir el nombre de su nuevo caballo, indeciso como estaba entre “Duce” o “Caudillo”. “Eres un tibio”, le reprocharon desde la “nube”. “Llámalo “Führer”.
(*) Ex jugador de Vélez, clubes de España, y campeón del Mundo Tokio 1979