6 - MEGALODÓN 2: EL GRAN ABISMO

(Meg 2: The Trench/Estados Unidos-China, 2023)

Dirección: Ben Wheatley

Guion: Dean Georgaris, Erich Hoeber y Jon Hoeber

Duración: 116 minutos

Intérpretes: Jason Statham, Li Bingbing, Shuya Sophia Cai, Wu Jing, Cliff Curtis y Skyler Samuels

Desde Tiburón (1975) hasta la muy bizarra saga televisiva Sharknado, pasando por decenas de películas y series que transcurren en la inmensidad del océano, los escualos con apetito han sido uno de los grandes protagonistas del cine catástrofe. Lógico: son criaturas enormes y capaces de preludiar el terror con solo asomar una aleta a la superficie. En ese grupo se inscribió Megalodón, que hace cinco años le sumó toneladas de asteroides al clásico de Steven Spielberg para una fábula de supervivencia pasada de rosca. Y ahora llega una secuela en la que, como mandatan los tiempos, todo es más grande, ruidoso y espectacular, con un despliegue menos físico que técnico, con una pericia visual antes que narrativa.

Los escualos, desde ya, no son de cualquier especie. Acorde a las intenciones de la película, pertenecen a la más grande de la que haya registro: el megalodón supo ser el mayor predador de los vertebrados, con hasta 18 metros de largo y unos dientes triangulares de 18 centímetros capaces de penetrar a sus presas con la misma facilidad que un cuchillo afilado a una bondiolita braseada durante horas en cerveza negra. La ciencia afirma que se extinguieron hace tres millones de años, pero como el cine es un terreno donde todo es posible, los gigantones vuelven a la vida recargadísimos, con más hambre que en la primera entrega y un flamante enemigo con la forma de un pulpo enorme.

Buscar aquí el suspenso minimalista y el carácter sugestivo de Tiburón es una misión destinada al fracaso, un error del ojo descalibrado del espectador. Mucho menos el aura trágica, la angustia casi existencial tan propia del cine de los años ’70 ante la imposibilidad de dominar a una bestia insaciable. Hay, sí, algunos homenajes más o menos explícitos al padre de la criatura y una módica intriga que dura hasta que el bicho se muestra en su esplendor, todo en medio de una comedia despatarrada que, como su predecesora, tarda un buen rato en asumirse como tal y encontrar su tono. Demasiado, se diría, porque pasa más o menos una hora hasta que llega a su núcleo central, a aquello que verdaderamente importa: las acrobacias imposibles de Jason Statham, alguien que, pese a interpretar a un rescatista traumado por un trabajo fallido, no duda en pelear contra las bestias munido de unos arpones y una moto de agua.

Dirigido por el británico Ben Wheatley –cuyas Sightseers (2012) y High-Rise (2015) pasaron por el Festival de Mar del Plata–, el film presenta a los pececitos ya instalados en el océano luego de haber resurgido de entre los pliegues del fondo marino en la primera película. Hay un par de laboratorios instalados en las profundidades, uno con buenas intenciones y otro que no tanto, pues está ahí como parte de un emprendimiento minero. Jonas Taylor (Statham), desde ya, pertenece al primero. Como si con los saqueadores medioambientales no fuera suficiente, los movimientos submarinos hacen que los tiburones se acerquen a la costa y desaten un caos tan inevitable como festivo. ¿Cómo puede ser festiva una carnicería? Sucede que Wheatley es plenamente consciente del absurdo generalizado y, lejos de la sobriedad o la apuesta por la construcción de climas, propone una faena que hace de los excesos físicos y sangrientos sus directrices innegociables