Poco antes de la conversación con Víctor Hugo Morales en el teatro Caras y Caretas de Buenos Aires, me llegó un chat donde alguien había decidido dedicar un tiempo valioso de su vida para desenmascararme en público. La prensa debía saber que yo no era “la buena persona que todo el mundo cree”, ya que (según había dicho alguien que lo había escuchado de alguien más) cuando yo tenía diez y doce años no ayudé a mi madre como ella se merecía para salir de su adicción, por la cual murió poco después.
Las dos cosas son exageraciones: ni el mundo cree que soy una buena persona (ni al mundo ni a mí nos importa) ni es verdad que no ayudé a mi madre a pesar de mi corta edad. Aparte del profundo amor que le teníamos sus tres hijos, cada uno hizo lo que pudo con una situación que los superaba.
Como el argumento se desmoronaba solo por mi edad, se pasó a discutir qué más se podía hacer, aprovechando mi visita al país. La persona interesada en difamarme le pedía a sus cómplices fascistas que mantuviesen el contacto con discreción, ya que no quería que su esposa se enterase. Su intención era detener las peligrosas “ideas de izquierda del escritor” y su inmoral “contradicción de vivir en un país que critica” ―identificado con nombre y apellido, admirador de Javier Milei e importante funcionario público de una empresa estatal uruguayo-venezolana, seguramente leerá este artículo porque no se pierde nada de lo que digo o hago; no lo hago público para proteger a una inocente que podría resultar afectada, aunque no soy el único en posesión del archivo.
Aparte del alcoholismo de sus últimos años, mi madre sufrió la constante tortura psicológica y moral de la dictadura militar uruguaya que torturó y encarceló a su padre y a sus hermanos. Mis recuerdos infantiles son de una madre sentada en el piso, llorando por la tortura de su hermano, el suicido de su cuñada, la muerte de su hermano menor. Ella profesaba un profundo odio a la dictadura fascista para la cual debía trabajar como profesora de secundaria―los soldados también se divertían rompiendo sus esculturas y, cada vez que ella veía un Jeep del ejército, murmuraba “un día las van a pagar todas juntas”.
Meses después, me pasaron otros ad hominem. Uno, esta vez anónimo pero público, ejemplifica cómo funciona un intelecto temeroso y sin vida propia: “Jorge Majfud es un personaje cínico, amigo de dictadoras de izquierda que todos sabemos cuánto daño nos han hecho. Introducido en EEUU usando la libertad de éste país es un anti estadounidense de primera destruyendo los valores de ésta gran nación con ideas comunistas y apoyado por la izquierda internacional. Muchos como yo, víctimas del comunismo seguiremos nuestra lucha contra éstos retorcidos resentidos. Da asco como tener que respirar el mismo aire que éstos victimarios. Patria, Vida, y Libertad. No más Dictadura. No más comunismo…”
¿Cuándo, estos campeones de la libertad, se compraron un país llamado Estados Unidos o cualquier otro? Típico de la mentalidad esclavista de la propiedad privada por sobre cualquier cosa. Aparte, este tipo de textos son un festín para cualquier lingüista. El autor intenta hacerse pasar por un cubano viviendo en “éste país” al tiempo que revela léxico y sintaxis rioplatense―por ejemplo, “anti estadounidense de primera”.
En Buenos Aires aproveché la oportunidad para insistir sobre la necesidad de rescatar el lenguaje, sobre todo ideoléxicos secuestrados como libertad, los que deciden la clave de lectura de las narrativas sociales. Hace poco insistimos con un problema similar: cuando los críticos de la OTAN decimos que la guerra de Ucrania sólo benefició a Estados Unidos, una vez más estamos asumiendo que las corporaciones dueñas de casi todo el dinero emitido y acumulado en ese país son Estados Unidos. Pues, vean a su pueblo. Si en los años 50 se benefició de la destrucción del resto del mundo (sin contar negros, latinos y blancos pobres) desde entonces ha caído por un tobogán económico, social, cultural, moral y psicológico. Ciudades de carpas en los estados más ricos; cada año cien mil muertos por sobredosis de drogas, cuarenta mil muertos solo por armas de fuego, la mitad de la población endeudada, una juventud desesperanzada, una creciente violencia social y política, un declive en la infraestructura, cierres de escuelas públicas por falta de dinero y de maestros, mientras cientos de miles de millones de dólares son enviados a una nueva guerra...
A una nueva guerra que se perderá, como todas las anteriores, no sólo porque el ejército más rico y poderoso del mundo hace generaciones que no gana una guerra sino porque, sospecho, perder guerras es parte del negocio: si las guerras se ganasen, se perdería el negocio de la guerra.
Es decir, también los estadounidenses son víctimas de un fanatismo inoculado por los medios y las prédicas de sus mayordomos. Pero si alguien se atreve a decirlo, entonces pasa a ser “antiestadounidense”... Es, precisamente, ese el miedo: que los críticos antiimperialistas digamos la verdad: “en realidad, soy pro-pueblo, incluido el estadounidense; les estamos haciendo un favor, ese que los adulones nunca harán”. Rescatar el lenguaje es rescatar la conciencia.
En Occidente, en gran medida, los patriotas adoctrinados que acusan al resto de adoctrinación son cristianos. En nombre del amor irrestricto de Jesús, palo. Incluso si no considerásemos los Evangelios, con su centro en el amor a los débiles y perseguidos, con su condena a la arrogancia moral y religiosa, bastaría con echar una mirada al más violento Antiguo Testamento, tan citado por la derecha senil. Allí no veremos nada parecido a la propiedad privada o al libre mercado, aunque uno de los modelos ideológicos de Javier Milei sea Moisés. En el Antiguo Testamento “profeta” solo significaba aquel que se atrevía a decirle a un pueblo lo que no quería escuchar. Como Amos, criticaban a sus pueblos por la avaricia de los ricos y por las diferencias sociales que eran consideradas propias de sociedades corruptas―uno de ellos fue crucificado hace dos mil años por las mismas razones políticas.
Los patriotas de yugulares hinchadas aman sus países pero odian a su gente. Yo me defino como antiimperialista, pero no soy capaz ni de amar ni de odiar a ningún pueblo así, por entero. ¿Cómo alguien puede amar u odiar a tres millones de desconocidos? Imagínense amar y odiar a 340 millones...
La historia también demuestra que la mentada libertad de una sociedad existe por sus críticos, no por sus patriotas tatuados. Cierto, las universidades de todo el mundo están invadidas por la crítica de izquierda. La cultura también. Siempre fue así. Pues, para la derecha hay una solución: pónganse a estudiar, boludos. El problema es que si alguien ama el dinero, difícilmente se dedique a esas cosas, desfinanciadas por ellos mismos. Como decía Octavio Paz, la derecha no tiene ideas, sino intereses―y cuando no tiene intereses en la bolsa, compensan con mucho odio ad hominem.