Ryszard Kapuscinski fue durante años, y continúa siéndolo después de su muerte en 2007, un reverenciado cronista polaco, maestro del periodismo narrativo y padre de los corresponsales de guerra. Cubrió decenas de golpes de Estado y revoluciones en las últimas décadas del siglo XX, en especial en países del Tercer Mundo. En donde se desatara un conflicto, aunque fuera en un rincón apartado de África, el primer periodista en llegar, y muchas veces el único, era él. Sus libros, o muchos de ellos, son fabulosos. Sin embargo, un halo de polémica comenzó a corroer la veracidad de sus textos desde que otro periodista polaco, Artur Domoslawski, que había sido discípulo suyo, publicó en 2010 una biografía titulada “Kapuscinski non fiction” en la que instaló una duda: “¿Nos dijo la verdad de lo que había sucedido y de lo que había sido testigo? ¿O cruzó las fronteras de la ficción vendiendo lo que hacía como periodismo?”, se preguntó Domoslawski. “A veces hacía experimentos literarios peligrosos para el periodismo. Es complicado llamar ‘periodísticas’ a sus historias”, agregó.

El mayor acercamiento del autor de “El emperador” al deporte fue “La guerra del fútbol”, una hipnótica crónica que narra desde el frente de batalla la lucha armada que El Salvador y Honduras mantuvieron durante 100 horas en 1969, que provocó 5.000 muertos y que (supuestamente) se desató a partir de las tensiones generadas en los tres partidos que las selecciones de ambos países acababan de jugar por las Eliminatorias para el Mundial de México 70.

O eso fue lo que siempre se creyó.

Acaso porque el deporte más popular convive con la hipérbole, o porque Honduras y El Salvador son países demasiados remotos y sus voces no suelen ser tenidas en cuenta, o porque el aura de Kapuscinski todavía no había sido cuestionada, o por todos esos motivos juntos, el mundo futbolístico siempre dio por válido el título de la célebre crónica. Desde entonces, y ya pasaron 48 años, hinchas, periodistas y analistas recurrieron a esa frase para dictaminar que el fútbol es capaz de romper cualquier límite, incluso el de la paz.

Pero, ¿y si la desconfianza de Domoslawski sobre los “experimentos literarios peligrosos para el periodismo” de Kapuscinski también salpicara a “La guerra del fútbol”? ¿Por qué su texto más deportivo debería quedar al margen del revisionismo? Por lo pronto, dos de los futbolistas que jugaron aquellos partidos, uno de Honduras y otro de El Salvador, atienden el teléfono desde Tegucigalpa y Managua y ponen en duda la interpretación de Kapuscinski. Concuerdan, básicamente, en que “La guerra del fútbol” no fue por el fútbol.

 

“Ese título es exagerado”, dice Marco Antonio “Tonín” Mendoza, capitán de Honduras. “El fútbol no fue la causa. La guerra se debió a los problemas que hubo entre los dos países por unas reformas agrarias”. Salvador Mariona, también capitán, pero de El Salvador, conviene: “Hay una equivocación con el tema. Hace poco vinieron dos periodistas de Polonia, me preguntaron qué opinaba de la guerra del fútbol y les dije que acá no hubo ninguna guerra del fútbol”.

Las coincidencias entre ambos se terminan cuando los nacionalismos entran en juego, sin importar que hayan pasado 48 años. “No voy a hablar mal de algo que pasó hace tiempo -dice Mendoza, hondureño-, pero nos atacaron de improvisto. No fue una guerra declarada por el pueblo de El Salvador, sino por el gobierno de El Salvador. Había muchos salvadoreños que trabajaban en Honduras sin papeles ni tierras y por una reforma agraria que hubo en mi país se tuvieron que volver a El Salvador. Eso incomodó a sus autoridades”. “Tal vez los políticos de entonces -dice el salvadoreño Mariona- usaron el pretexto del fútbol para agarrar las armas y defender a los salvadoreños que estaban siendo sacados de Honduras. El conflicto nació porque se conocía que el hondureño era muy haragán y el salvadoreño le había ganado la batalla trabajando en el campo, en el comercio, en todo. Pero los futbolistas no tuvimos ningún roce”.

 En 1969, miles de habitantes de El Salvador, el país más pequeño de Centroamérica y con mayor densidad demográfica, habían emigrado a los campos de Honduras, un vecino seis veces más grande y con la mitad de la población. El problema se desencadenó cuando los hondureños pidieron más tierras para trabajar y el gobierno, para satisfacer ese reclamo, les exigió a 25 mil salvadoreños que volvieran a su país. En ese contexto de fronteras calientes, El Salvador y Honduras tuvieron que enfrentarse a doble partido para definir qué selección jugaría una final contra Haití para asegurarse la única plaza a México 70 que otorgaba la Concacaf.

 “El primer partido se jugó el domingo 8 de junio de 1969 en Tegucigalpa, la capital de Honduras -escribió Kapuscinski en “La guerra del fútbol”-. El Salvador no pudo dormir porque su hotel fue objeto de la guerra psicológica desatada por los hondureños. La gente les tiró piedras a las ventanas, golpearon con palos, latas y galones de gasolina vacíos. Cohetes de pólvora no dejaban oír nada”.

 “No fue a ese extremo -intenta desdramatizar Mariona-. En eso hay que inculpar a los dirigentes salvadoreños, que fueron infantiles en llevarnos a un hotel del centro de Tegucigalpa. Se concentró una gran cantidad de aficionados y empezaron a tirar cohetes, pero eso no fue la razón por la que perdimos al día siguiente”.

“Cuando el hondureño Roberto Cardona hizo el gol en el último minuto, estaba la joven de 18 años Amelia Bolaños frente al televisor en El Salvador -escribió Kapuscinski-. Se lanzó al cajón del escritorio en donde su papá guardaba la pistola y se disparó una bala. ‘Joven no soportó ver a su patria arrodillada’ decía al otro día el periódico salvadoreño ‘El Nacional’. El entierro de Bolaños se transmitió por la televisión y toda la capital participó en el sepelio. Detrás del féretro, que iba envuelto en la bandera nacional, iba el presidente de la República y la selección salvadoreña”.

 “Es falso -replica Mariona, desde San Salvador, casi medio siglo después-. Se lo recalqué a la señorita que vino de Polonia. Nunca asistimos al entierro de la chica que se había suicidado”.

“La revancha era el domingo siguiente -reconstruye Mendoza, capitán hondureño-. Salimos el viernes a San Salvador en un avión de la fuerza aérea. Llegamos al hotel y empezó a reunirse gente. Hicieron escándalos, tiraron cohetes y no nos dejaron dormir. En la mañana, a las 7, los directivos decidieron trasladarnos a casas de hondureños que vivían en El Salvador. Tres jugadores a una casa, tres a otra, y así. A mí me tocó dormir con un hondureño que estaba casado con una ciudadana de El Salvador. Para ese partido había mucha propaganda anti Honduras y empezamos a tener cierto temor. La familia no nos veía muy bien. Habíamos sido pueblos hermanos y de repente éramos enemigos. Después supe que el hondureño que nos había recibido se divorció. Por la guerra hubo muchos hondureños y salvadoreños separados. Esa noche tampoco dormimos: los tres jugadores que estábamos juntos nos la pasamos hablando”.

“Ellos vinieron a El Salvador y los acomodaron en un hotel del centro en donde les hicieron algo idéntico a lo que nos había pasado en Honduras -interpreta Mariona, capitán salvadoreño-: cohetes, gente, autos. No pasó nada más. El bus que los llevó al estadio los dejó justo en el vestuario. Se bajaron y entraron al camerino”.

“Muchos aficionados hondureños la pasaron muy mal -dice Mendoza-. Veían que las placas de sus autos eran de Honduras y les quebraban los vidrios. Nunca me pude explicar si fue odio o un trabajo planificado para que nos hicieran sentir mal. Llevábamos dos noches sin dormir y perdimos 3 a 0”.

El tercer partido se jugó diez días más tarde, el 27 de junio, en un país neutral, México. El Salvador ganó 3 a 2 y avanzó a la final contra Haití. En el estadio Azteca no hubo incidentes pero la situación ya era incontrolable. La guerra comenzó casi 20 días después, el 14 de julio. Había denuncias de violaciones a ambos lados de la frontera y que la policía hondureña no cuidaba a los salvadoreños que debían volver a su país. La junta militar que gobernaba El Salvador invadió Honduras y bombardeó el aeropuerto de Tegucigalpa.

 Lo curioso, o no tanto según lo que Domoslawski opinaría sobre su maestro, es que Kapuscinski no sólo omitió el tercer partido en su relato, sino que (sobre todo) prescindió de las indisimulables tensiones que ya preexistían en las fronteras. En un pestañeo, “La guerra del fútbol” pasa del infierno que la selección de Honduras había vivido en San Salvador al bombardeo salvadoreño en Tegucigalpa. La crónica no informa que desde el segundo partido, el más violento, hasta el comienzo de la guerra, había transcurrido un mes. La recriminación de su biógrafo, la de “experimentos literarios peligrosos para el periodismo”, puede calzar aquí, en este desfasaje de fechas y en la omisión del contexto.

La mal llamada guerra del fútbol duró 100 horas y terminó el 18 de julio. Dos meses después, El Salvador debió jugar con Haití para definir la clasificación a México 70. “Como los haitianos llevaban un brujo a sus partidos, nosotros pedimos una contraparte: otro brujo. Nuestro técnico, el argentino Gregorio Núñez, no creía en eso, y cuando vio al brujo salvadoreño tirar polvitos en las porterías, le pegó una trompada con tanta mala suerte que lo echaron del estadio. Nos dirigió el auxiliar, pero igual ganamos 1 a 0”.

Las relate o no el maestro Kapuscinski, las fronteras entre la realidad y la ficción siempre son difusas, y más en el fútbol.