La mayor parte de mi vida laboral la ejercí a cielo abierto. Causalmente busqué trabajos que me permitiera un contacto directo con mis semejantes, sin intermediarios que me expliquen lo inexplicable, me alejen del milagro o me priven de su energía inagotable. Cuando no creía en el destino, mi pasado me custodiaba de cerca y mi ideal no estaba corroído, trabajé por algún tiempo despachando nafta en una estación de servicio.

Ruidosos surtidores mecánicos, durante el día previo al aumento de combustible, marcaban litros y pesos al ritmo de rock, como descontrolados flippers en una febril escena de la película Tommy. El fantasma de otro rodrigazo obligaba al propietario a rezar para que el camión tanque lo abasteciera antes de la medianoche, mientras tanto, el consumidor final no dudaba en gastar tres horas de su vida formando parte de una fila de rodados con motores en marcha para poder sentir, al regresar a su casa, una extraña sensación de felicidad al haberle ganado a la inflación. 

Un parque automotor mucho más pequeño, todavía mechado con transporte a tracción a sangre y con una escasa cantidad de mujeres al volante, visitaba la playa diariamente en busca de nafta, agua, aceite o aire. Allí aprendí, entre otras cosas, la diferencia entre medio y fin, esencia y apariencia, sujeto y objeto. 

Durante el tiempo que trabajé en la sección "engrase" tomé conciencia de la gran cantidad de choferes con vasto conocimiento del monogrado que prefería su auto falo, la presión exacta de los neumáticos y los kilómetros faltantes para el próximo cambio de filtro, pero, a su vez, nada sabían sobre su propia presión arterial, grupo sanguíneo, nivel de colesterol o sobrepeso, consecuencia de una falta total de control médico de su propia carrocería. 

Por más que el progreso manipule los cambios y el mismo gas que ayer prendía hornallas hoy también encienda motores, la tele medición haya reemplazado al varillaje manual o la electrónica domine el paisaje en los surtidores con forma de robot, todavía existe la magia de la atención personalizada. 

Silvana jamás comentó sobre el clima, la elevada humedad reinante o las posibilidades ciertas de fuertes chaparrones durante la noche, prefería invertir su tiempo leyendo textos no escritos en los ojos de los clientes. Poniendo en práctica la máxima de su libro de cabecera, la invisibilidad del combustible almacenado en tanques subterráneos, tan esencial para los vehículos, era directamente proporcional a los recuerdos de las personas atesorados en memorias escondidas detrás de espejadas apariencias. 

Con un halo de misterio, sabía aguijonear con preguntas a quemarropa con el fin de extraer los conceptos genuinos, pensamientos que nuestro inmediato entorno rutinario nos había hecho creer que no tenían importancia alguna, que estábamos condenados a repetir un sermón ajeno. 

En un principio, mi vanidad me llevó a pensar que sólo se tomaba dicho trabajo conmigo. Su primera encuesta fue, después de corroborar mis datos en mi documento y deducir acertadamente que había leído más de una vez la obra del gran escritor francés con el fin de quitarme la mochila de su pesado nombre, en consecuencia, me solicitó que le dijera quién era más miserable, el tacaño que teniendo dinero no lo quiere gastar o el adulto desagradecido, aquél que reniega de sus padres, su tierra y su cultura. 

Mi sorpresa fue tan grande que sólo atiné a levantar y bajar mis hombros en clara señal de rendición. Desde aquel momento comencé a frecuentar con tontas excusas las diferentes islas de la gasolinera, oráculos del dios petróleo, contactado por una pitonisa que al entrar en trance con los vapores de la nafta, interpelaba a los peregrinos con punzantes acertijos, “¿La muerte nace desde adentro o desde afuera? ¿Y el amor?”. “¿La mariposa es un insecto o es un alma que retoza? ¿Y el colibrí? “. “¿Cuánto tiempo dura un enamoramiento? ¿Y un rencor?”, fueron algunas de las preguntas que escuché de su boca, las respuestas obtenidas eran consideradas nulas si tardaban más de los cinco litros marcados por el reloj de carga, según la sibila, un bidón de dudas alejaba demasiado al corazón de la razón. 

Con el correr de los meses, no sólo la fui sintiendo amiga, también pude atravesar su disfraz y descubrí sentires en común. La última vez que nos vimos, me preguntó si la escritura me daba para vivir, antes de que volcara medio litro de súper en el tanque de mi moto, le contesté, "totalmente…si no escribo me muero". 

Después de subrayar con una sonrisa de agua su mirada de fuego y de extender su brazo para estrecharme fuerte su mano enguantada, me susurró, "¡ya lo sabía!". Desde el primer momento que percibí su ausencia, tuve un mal presentimiento. Una mañana aproveché la ocasión de ser atendido por el dueño del negocio para averiguar por la suerte de su empleada. 

Sin dejar de mirar en ningún momento el visor que indica la suma en pesos, me informó que no le había quedado otra alternativa que echarla, si bien reconoció que era una buena piba y mejor operaria, era obvio que estaba medio rajada del mate. Me confesó que se había cansado de advertirle que a la gente sólo había que servirla, nada de molestarla con inquietudes que atenten con su estado de conformismo crónico. 

Lo último que toleró de su parte fue el día que la descubrió recitando poemas de Alfonsina Storni a la gente apeada en la sección GNC. Cerró su pensamiento con la hipótesis de un hombre pequeñito, “si supiera tanto, estaría dando cátedra en la facultad de filosofía y no despachando nafta a la intemperie ¿no le parece?". 

Estuve a punto de decirle que toda Universidad incluye al universo de la calle, que toda persona en condiciones de reflexionar está filosofando y que ayudar a pensar siempre será un acto de amor, pero siempre me negué a dialogar con bloques de piedra tallada, preferí honrar a la ausente con una predicción al paso, le advertí que la diosa Hera lo seguía mirando y que seguramente estaba dispuesta en enviarle otra musa a modo de castigo. Si bien ese mismo día cambié de lugar de carga, cada vez que paso por el frente de la antigua playa de sabiduría popular, hago sonar mi bocina a modo de saludo para que algún uniformado con los colores de la multinacional me conteste levantando su brazo, si de algo estaba segura Silvana, era que cada uno de los laburantes a cielo abierto somos una letra, una coma, un punto, una palabra, del mismo poema inconcluso.

 

 

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