Si algo caracteriza a los lenguajes políticos es su versatilidad. Si toda palabra alcanza su sentido pleno en un contexto discursivo y en un marco epocal determinado, eso se acentúa cuando lo que cada término designa yace incrustado al interior de antagonismos sociales o controversias ideológicas. Es por tanto fructífero desplegar aquí una tarea deconstructiva, si entendemos por tal la operación que devela la ambivalencia estructural de un concepto, el núcleo interior que torna paradójico o reversible a un fenómeno.
Veamos cómo se aplica esto a la topología básica que organiza las identidades políticas en el mundo contemporáneo, los rótulos de izquierda y derecha. Es bien sabido que ya hace largo tiempo la calificación de “izquierda” luce ligada a movimientos programáticamente socialistas o a autores o corrientes que se abastecen teóricamente del marxismo.
Sin embargo, es conveniente recordar de qué manera surge esa sinopsis binaria, y eso ocurre en los albores de la Revolución Francesa. La historia ubica a ese trascendental proceso imbuido por impulsos republicanos, pero en sus primeros momentos funcionó como una suerte de Monarquía Constitucional. Convocada la Asamblea Nacional, la polémica crucial que la atravesaba era si Luis XVI conservaba atribuciones para vetar o no las resoluciones emanadas de dicha Asamblea.
Pues bien, a la izquierda del recinto de sesiones se situaban los que rechazaban esa prerrogativa y a la derecha los que la aceptaban. Puesto de otra manera, a la izquierda quienes apuraban las transformaciones en curso (contra el poder del Monarca y del Alto Clero) y a la derecha los que las frenaban. Luego Luis XVI pacta con las potencias absolutistas, es condenado por traición y ejecutado en la guillotina. La fallida Monarquía Constitucional da paso a los tumultos de la República.
Digamos entonces que la prosapia de izquierda emana de la tradición liberal. Volviendo a la versatilidad de los lenguajes políticos, cabe indicar no obstante que (simplificando) no hay un liberalismo sino al menos dos. Si por liberalismo podríamos entender la doctrina de la limitación del poder preservando ciertos derechos considerados naturales, hay un liberalismo (de origen inglés) que lo que apunta es a limitar el poder del Estado, y hay otro (de impronta francesa) que lo que procura es limitar el poder corporativo fortaleciendo al Estado.
En Argentina (y probablemente en buena parte de América Latina) la tradición liberal ha quedado impregnada de la vertiente anglosajona, pero que no es la única y que claramente no fue la que dio sustento teórico a la Revolución Francesa.
Es clave aquí la noción de “derechos”, esos que deben ser resguardados frente la intromisión abusiva sea del Estado, sea de las corporaciones. El derecho a la vida (piensa Hobbes), el derecho a la propiedad (sostiene Locke) o el derecho al pensar crítico (postula Kant). Queda así abierta una senda de lo que llamaríamos hoy ampliación de derechos. Al trabajo digno, a un medio ambiente saludable, a la igualdad de género. Es razonable definir a la política desde entonces como una puja por precisar cuáles son esos derechos de los que no puede ser privado ningún ciudadano o ciudadana del mundo.
Estos debates recuperan valor en estos días, cuando se aproxima una nueva elección presidencial. Hay una puja entre dos modelos, asumen los contrincantes, lo que exige esclarecer en qué consiste cada uno de ellos y qué implicancias acarrea que triunfe uno u otro. De un lado la derecha y del otro las fuerzas nacionales, populares y progresistas (con protagonismo principal del peronismo y también expresiones de una cultura de izquierda).
El clivaje surge nítido y de allí la apelación inicial a la Revolución Francesa; recuperando un eje vertebral que nuevamente argumenta las opciones políticas y las preferencias electorales. Los que defendemos un papel decisivo del Estado ampliando derechos de los ciudadanos y los que visualizan al Estado como un estorbo y suponen que los (pocos) derechos de los ciudadanos provienen de la lógica omnímoda del mercado. Al interior de las dos grandes coaliciones hay por supuesto distintas intensidades, pero el parteaguas es fácilmente detectable. Más poder público y profundización de la democracia, o menos estatalidad y engrosamiento del poder corporativo (empresarial, mediático y judicial).
Por cierto que es pertinente aquí revisitar la históricamente traumática relación entre el peronismo y esta ambigüedad de la tradición liberal. Es evidente que el surgimiento de dicho movimiento y de la íntegra filosofía política del General Perón se explica entre otros componentes por la rotunda implosión del imaginario liberal-progresista luego de las dos grandes guerras.
Por lo demás, el liberalismo ya era la cobertura ideológica de las elites oligárquicas y los imperialismos dominantes. Y no se puede explicar la gran envergadura del peronismo si se la desprende del fuerte apoyo corporativo que recibió en sus inicios de la Iglesia Católica, el movimiento obrero y las Fuerzas Armadas. Eso fue así porque su perfil antitimperialista convocó a un conjunto de actores que jugaron un rol objetivamente transformador en la medida que vigorizaron la revolución social iniciada en 1945.
Sin embargo, es dable señalar que dos de ellos (la Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas) fueron luego arietes corporativos que alentaron el golpe de Estado de 1955. Justamente resistiendo la autoridad del Estado personificada en el liderazgo de Perón, y ante el intento de este de mantener viva la ampliación de derechos (al voto femenino, al divorcio vincular, entre otros).
Una de las características del kirchnerismo (y especialmente de Cristina Fernández) fue recomponer parcialmente el vínculo con aquel rasgo liberal, introduciendo una divisoria (extraña como vimos al peronismo original) entre política y corporaciones. Desde el punto de vista histórico eso se entiende sencillamente. Su combate contra las patronales agropecuarias (luego de la Resolución 125) y contra el Grupo Clarín (por la Ley de Medios) reconfiguraron notoriamente un acervo doctrinario.
Es llamativo, aprovechemos para mencionarlo, cómo núcleos militantes del peronismo subestiman ciertos valores supuestamente asociados con la tradición liberal. Tal el caso de la austeridad y la eficiencia, como si hubiese un (absolutamente improbado) maridaje entre el republicanismo de derecha y esas banderas. En esta lucha de modelos, esos principios deben quedar de nuestro lado, solo que articulados con el de un desarrollo productivo soberano y con justicia social.
Esta confrontación entre dos grandes coaliciones de base ideológica, es oportuno señalarlo, no es una rareza argentina. Si observamos la perspectiva continental, el esquema se reitera. Lula, Alberto Fernández, Boric, Petro, el Frente Amplio Uruguayo, Maduro o el correismo representan (con obvios matices surgidos de inevitables singularidades nacionales) una opción que enfrenta a adversarios que recelan del rol del Estado, plantean un alineamiento genuflexo con los EE.UU. y postergan las demandas populares hasta un incierto horizonte luego de interminables ajustes y sacrificios.
Esta frontera antagónica reclama dos aclaraciones. La primera es que todo conflicto requiere un imperativo contacto con la corporalidad sufriente de la vida popular. De otra manera, la comunidad aprueba orientaciones pero también exige realizaciones, y he allí donde debe exhibirse el talento de los buenos conductores. Solo por citar un ejemplo bien a la mano. Unión por la Patria transita un camino ideológicamente acertado, pero no ha resuelto satisfactoriamente la relación entre precios y salarios (especialmente para los trabajadores informales). Allí tenemos un problema y un desafío a futuro.
Y la segunda, es que cuando se vertebran dos campos es fundamental ubicar con precisión dónde se traza la línea que separa a uno de otro. Y ya no desde el punto de vista ético, sino desde el punto de vista político. Los actores suelen no ser puros y sus posiciones fluctuantes, lo que requiere no entregar al adversario (por mezquindad, ceguera o dogmatismo) a sectores o personas que podrían sumarse al modelo que estamos defendiendo.
Por lo dicho hasta aquí, derechas hubo siempre y en todas las latitudes. Escuchamos mencionar en estos días un supuesto avance de esas fuerzas, que en el caso de la Argentina estaría demostrado por el crecimiento de personajes como Javier Milei o Patricia Bullrich. No parece certero presentarlo de esa manera. Basta recordar la relevancia que tuvieron a su hora figuras como Aldo Rico o Luis Abelardo Patti, para establecer que siempre existieron (y seguirán existiendo) en todas las sociedades nichos reaccionarios, antisistémicos. Y que siempre hubo (y seguirá habiendo) una cantidad muy importante de personas que opten libremente por opciones que denominaríamos de derecha. Filósofos como Franco Berardi, Byung Chul Han o Eric Sadin suelen ligar el auge de este individualismo autoritario y violento a la progresiva digitalización de la vida cotidiana y al imperio de los algoritmos. El aleccionador archivo de la historia tiende a desmentirlos. Difícil encontrar un discurso de odio más virulento que el "Viva el Cáncer” contra Eva Perón.
Pero cuidado, aun admitiendo que estamos ante un conflicto de valores de resultado incierto, es pertinente puntualizar que en política no todo es ideología, no todas las voluntades responden a las mismas motivaciones. La perspicacia básica de un militante es aceptar que buena cantidad de personas no se nos parecen y no hay que menospreciarlas por eso. Compatriotas renuentes al compromiso político, menos atentos al flujo informativo y con mayor labilidad ideológica. Una complejidad de la conciencia social que no se suprime a través de ninguna “batalla cultural”. Y eso nos los convierte, necesariamente, en materia disponible para su captación por la derecha.
La democracia actual implica asumir definitivamente dos hechos. El primero, que convivimos controversialmente con individuos que ven el mundo con ojos que pueden no ser los nuestros. Y segundo, que la política aún sigue conservando la potencialidad, si somos inteligentes y perseverantes, para torcer a veces sus opiniones y construir mayorías sociales favorables a un país más justo.