El desierto como una inmensidad indivisible, la extensión como un desafío infinito y la voluntad como el motor de todo. Una madre que emprende la travesía de su vida, lanzada a una odisea con su “bebo” a cuestas para buscar al padre de ese hijo, arrancado de su tierra forzosamente. La muerte de Deolinda Correa, más conocida como la Difunta Correa, como nacimiento del mito popular que en La madre del desierto dialoga con Sarmiento, Hernández y hasta Lacan. “Es un viaje, más allá de las citas, las intertextualidades y esa cámara de eco fantasmática nacional”, explica a Página/12 el autor y director Ignacio Bartolone. “Uno entra desde el monólogo inicial en esa especie de travesía que ella marca. Hay un comienzo, un desarrollo y un punto nodal de hacia dónde va la cuestión, y la resignificación del mito. No está lejos de ser una aventura”, dice sobre esta propuesta, que entre bebés psicoanalizados, madres deseantes, preguntas por la identidad (nacional y personal) y llanuras opresivas se presenta los domingos a las 17 en El Galpón de Guevara (Guevara 326).
La obra nació por el llamado de Alejandra Flechner a Bartolone para trabajar juntos. “Empezamos a pensar algunas hipótesis de mundo que nos pudieran servir. Estábamos por el lado de Mansilla y a esa manera de pensar la parte mítica y mágica de la historia nacional. Como decía Martínez Estrada, el Medioevo argentino”, recuerda el autor y director. “En una librería vi un cuadrito de la Difunta Correa y pensamos que ese mito aglutinaba muchas de las cosas que queríamos: una mujer, la idea del sacrificio extraordinario, el desierto y la ofrenda, el desierto como una especie de páramo en el que se funda un país y una vida. Donde nada está escrito y está todo por escribirse, la teta del Estado nacional y una vaca...”, detalla. Pero además de la investigación histórica, tuvo que buscar información de otras dimensiones que se trabajan en La madre del desierto: “Hice un trabajo de investigación sobre lo materno. Durante un mes estuve navegando en foros de maternidad con un nombre falso, porque obviamente había cosas que no iba a saber”, confiesa entre risas.
Flechner y Juan Isola encarnan a estos personajes frágiles y potentes a la vez, que si bien nacieron hace casi 200 años abren un abanico de sentidos para pensar esos dos siglos como fractales que insisten en distintos momentos de la Argentina. Para Bartolone, la obra puede leerse “por una línea más política, en relación a la sustracción de un cuerpo, o lo estatal como un signo difícil de decodificar para esta época, como si fuese un problema a tirar abajo". "O situaciones políticas muy específicas del ahora, una especie de renuncia. Y en paralelo, ese puré que es el siglo XIX que nos define, nos ampara y a su vez también nos separa”. Pero también apuesta a la posibilidad de una interpretación abierta de la dimensión mítica de la obra: “Me interesa ver el periplo de un mártir que lo que pueda ser un conglomerado de signos de literatura y política. Eso está y es parte de la construcción. Pero el esperpento mítico me parece más interesante en este momento”, señala.
La puesta en escena es precisa: una pantalla recupera las llanuras de los valles sanjuaninos y proponen un horizonte en el que no se divisa el fin. El escenario es enorme y tiene unos pocos elementos, entre los que se destaca la enorme calavera (¿de una vaca?, ¿un caballo?) que resalta la potencia del mito de la Difunta Correa, quien después de morir de sed y agotamiento pudo alimentar a su bebé. Ese ámbito es recorrido por dos que por momentos hasta se pierden de vista. Flechner e Isola desarrollan un trabajo actoral preciso, casi de encastre entre ellos mismos y los tonos y despliegues físicos a los que obliga cada línea. En esa labor, el juego de los cambios de registro del texto (a veces en tono paródico, otras con precisión académica) permiten distender el drama que se está mostrando con guiños literarios que, sin embargo, no es necesario identificar para seguir la historia que se desarrolla sobre el escenario: un guión autónomo construido como el bricolage con fragmentos de la literatura nacional y sus intervenciones y debates en la constitución de la idiosincrasia del país.
Lo que se cuenta es una tragedia: un secuestro, la travesía de una mujer desesperada con un bebé a cuestas, el sufrimiento de su travesía y un final irreversible. Sin embargo, el relato es distendido a partir de las interpretaciones, y de un libro que combina el drama con la gauchesca, el grotesco y la sátira para generar comicidad. Para Bartolone es una manera de “rendir cuentas a una tradición que la Argentina tiene respecto a lo cómico”, y cree que “en esos movimientos bufos, en esas ideas satíricas o paródicas, se encuentran las motivaciones políticas para contar algo. La gauchesca es claramente un movimiento bufo. Y ni hablar de la idea de que muchas veces la comedia, además de un elemento en el cual uno puede relajarse y decirlo todo, es la manera de desconsagrar los modelos. Si pensáramos en una obra de una madre que atraviesa el desierto con un bebé parece una película de Netflix bajón, pero a partir de cierta cuestión histriónica se produce un algo. Ahí sí tomamos el guante de una tradición para pensar estas cosas”.
La obra tiene musicalización en vivo a cargo de Raquel Luco y Franco Calluso, que sobre el escenario forman parte del paisaje sanjuanino envueltos en un vestuario particular, y le dan marco y sentido a las acciones de los personajes. “El trabajo y la plasticidad de ambos es parte de la dramaturgia, de autonomía y la vez conjunción con la obra”, sostiene Bartolone. “El primer ensayo estaba Franco con sus cosas, sin saber qué iba a tocar, y en esa ofrenda radica el milagro. Construye una especie de mapa sonoro que dialoga con la idea de que el texto tiene una conjunción de la palabra puesta ahí por su sonoridad. Él también es dramaturgo, entiende mucho más que un músico llamado a trabajar en una obra”, se entusiasma sobre el trabajo de su compañero en la compañía La Espada de Pasto. “Es el espíritu ahí soplando. Es diferente a la idea de poner música en una obra”, concluye.