Quien recorre cada semana la Reserva Ecológica Costanera Sur en CABA reconoce matices del paisaje según la estación: el calor llama a las yararás --cinco en un atardecer en los senderos-- y a los lagartos overos --una decena en una mañana de sol--; la primavera trae el “llanto de las tipas” --es el goteo de la chicharrita de la espuma--; la floración invernal de los plumerillos barre el aire; un rayo de sol señala la isleta vegetal de la pareja de chajás que trompetean si alguien se acerca; los juncales camuflan al hocó colorado de terso plumaje inmóvil; la laguna tapizada del verde de los repollitos flotantes es surcada por tres cisnes de cuello negro dejando estelas plateadas; las garzas blancas y moras pescan a los picotazos mientras caminan; la tortuga se asolea en la piedra que emerge del agua.
Uno identifica también, cuándo la mano del hombre se sobrepasa en el último rincón de la Ciudad de Buenos Aires donde se puede caminar, correr y pedalear por una naturaleza bastante virgen bajo selva en galería, sin oír el rugido de un motor siquiera lejano.
La Reserva está en obras con palas mecánicas, camiones y motosierras para cortar árboles; pelaron centenares de metros cuadrados de vegetación e instalaron 1,5 kilómetros de pasarelas entablonadas que se ramifican desde los senderos preexistentes, haciendo cortes transversales --tajos es la palabra-- en el área de la fauna y la vegetación. La kilométrica franja desmontada para las pasarelas extendiendo senderos abandonados, mide unos cuatro metros de ancho.
La Reserva huele a carpintería por estos días, a madera nueva de árboles muertos. Quizá provenga de pinos plantados --previo desmonte en algún otro lado-- que acidifican aquel suelo donde ya no crece ni un pastito luego de haberlos cortado, haciendo emigrar a la fauna. Ahora clavaron esos maderos aquí, previo nuevo desmonte.
No necesitábamos todo esto. La Reserva ya estaba perfecta. Su ancho sendero perimetral de tierra que existe hace años mide casi 8 kilómetros de largo. Además hay otro intermedio e incluso caminos paralelos, y claros en el terreno donde desperdigarse a gusto bajo los árboles, en bancos y frente al río con un nivel de intimidad asombroso, incluso un domingo. Jamás he visto saturado a nuestro mini-pulmón verde, ni en aquellos días festivos pospandemia.
No tenían que intervenir este paisaje ni deben seguir haciéndolo. Tampoco agregarle un bar frente al río cortando más árboles, haciendo movimientos de tierra y concentrando la carga de uso público allí (también lo prohíbe el plan de manejo del lugar). El bar que están haciendo en la escollera de la entrada no afecta al entorno natural; es la recuperación de una arquitectura sin uso porque el río se fue.
La lógica de las obras atrasa dos siglos. La ciencia ecológica ha avanzado lo suficiente para entender que la concepción europea decimonónica de parquizar --creando jardines que modifican la naturaleza por el mero goce visual-- destruye los ecosistemas. Aunque se vea lindo. Están queriendo convertir a la reserva en un jardín urbano. Y de a poco en un parque gastronómico. ¿Esto será el primer paso de futuros negocios o del despliegue de food-trucks?
La Reserva debería ser simplemente un lugar para el ejercicio sin el estruendo de los gimnasios, combinado con la contemplación del agua y el reposo, antes que en nuevo “paraíso” de consumo. Con la misma lógica de ir cerrando los zoos, se deja atrás la idea del exceso de intervención humana en la naturaleza: de lo que se trata ahora es de intentar restaurarla hacia su forma original y que regrese la fauna autóctona. La ecología sugiere crear parques naturales, espacios de conservación con mínimo impacto humano, reservando su mayor parte como área intangible: solo así reaparecen la vida animal y vegetal que hemos perdido casi del todo (esta reserva es un ejemplo exitoso).
Hasta hace unos meses, había una proporción bastante pequeña de espacio para uso público: básicamente recorríamos el perímetro --más un único corte transversal para caminar-- molestando poco a la fauna. Ahora el área intransitada se redujo, al menos a la mitad: al mapa de la reserva se le agregaron varias rayas internas que son las pasarelas. Además, allí donde había campo, arrasaron hectáreas completas convertidas en tierra pelada con una función ignota. A pesar de los pedidos a la Secretaría de Ambiente en CABA, Página/12 no pudo acceder al plan de obras. Tampoco se conocen estudios de impacto ambiental.
Quien diseñó esta fuerte intervención humana en el último resquicio natural de la ciudad no sabe --o no le importa-- que los visitantes no deben transitar en exceso entre los árboles donde anidan 250 especies de aves. Porque aunque haya una pasarela, las espantan igual. Y muchas son migratorias, llegando desde lejos a este pequeño pero importante humedal declarado sitio RAMSAR.
Lo que están a punto de hacer --los negocios parecen menores a decir verdad-- es crear un evento instagrameable y tiktokeable, sincronizado en punto con las PASO para mostrarse “ecologistas” cool, cuando esto no es más que green-washing ocasional, eco-populismo de bajo costo.
Esta reserva nació de un plan que salió mal: volcaron escombros al río depredando la ribera y hoy uno hace allí arqueología urbana en la costa, levantando ladrillos y baldosas antiguas. Habían adosado tierra firme para construir un Centro Administrativo de la Ciudad. Después, sobre ese abandono tenebroso, la vegetación y fauna ribereñas se reapropiaron del lugar de donde los habían corrido. Lo único que le salió bien a la dictadura cívico-militar fue por error, de casualidad. ¿Por qué ahora la arruinamos a conciencia?
En 1929 el arquitecto y urbanista Le Corbusier viajaba por el mundo armando planes vanguardistas para reformular metrópolis y hacerlas más vivibles, según su modelo de “ciudad radiante”. Cuando llegó a Asunción del Paraguay la encontró tan arbolada, tan vivible y llena de vida y pájaros, que fue el único lugar donde dijo: “aquí no hay que hacer absolutamente nada, déjenla como está”. Eso mismo vale para este sector frente al Río de la Plata. A la reserva hay que dejarla en paz.
Y se observa un avance capilar de la lógica de los negocios, justo en el único cuadrante de la ciudad donde no había uno solo. Desde hace años, ya vienen encerrando a la Reserva con una muralla de rascacielos por uno de sus lados. Pronto comenzará un proyecto inmobiliario en el lado de la Ciudad Deportiva de Boca con altas torres. El lado ribereño es imposible de tapar y quedará por lo tanto, uno solo por edificar: si lo hacen, los futuros paseos en la naturaleza porteña serán por la parte baja de un gran anfiteatro con los rascacielos como gradas.
Este es el primer paso por colonizar, con la frialdad del comercio y la ganancia, el área puertas adentro de la reserva, avanzando sobre lo que debería ser solo conservación desinteresada de lo natural. Es desconocer el ABC del ecologismo y a la vez, saber usar el marketing digital-electoral. Quien ideó este proyecto debería ser premiado por sus jefes políticos: fue muy bien pensado en relación a sus fines.