Los doce cuentos que Ariel Pennisi reunió en su libro Maradona me debe un yogur (Azul Francia 2023), fueron en la etapa de la cuarentena del covid. Casi todos están ambientados en el barrio del Abasto y acompañados de personajes que, debido a la atmósfera de la zona en donde circulan, llegan a repetirse entre un cuento y otro. Y es natural porque buscan encontrarse entre charlas casuales de la calle, que bajo la atmósfera de un tiempo pasado, pareciera generarse una resistencia al olvido o a quedarse para siempre entre esas palabras escritas.
Dice el autor: “Escribía uno por semana y los guardé. Cuando los saqué del cajón los publiqué. Por eso hay una especie de atmósfera de pérdida o de cambio de universo. Si bien son cuentos que no hablan de la pandemia, esta busca ambientarse, afianzarse en escenarios de barrios de los 90. Por eso aparece un videoclub como lugar de encuentro, de charla de cine, porque hay una pérdida de un escenario. Alguien irá buscar películas, porque cree que podrá reconquistar un amor. La espera como una actitud esperanzadora, que funciona como una enfermedad o una peste, queda ahí atrapado como postergándose o también esperando que vuelva ese paraíso perdido”.
En el primer cuento “Ladrón de bicicletas”, podemos ver cómo la crisis de los 90 estalló frente a la cara de trabajadores, ingenieros e intelectuales. El taxi fue uno de los trabajos fortuitos más determinantes de aquella época. El viaje era barato, había una enorme competencia con los remises truchos, pero el precio era igual, casi tan parecido al del pasaje del colectivo. Un pibe se toma un taxi y ya adentro el tachero no para de discutir por teléfono con alguien sobre cine, actores y actrices de películas. Reseñas atrayentes que van siendo superadas por otras más jugosas. Es interesante ver cómo el autor lleva este cuento, cómo cabe un lugar para el absurdo, que se cuela en otros cuentos también y cómo resulta el desenlace. Para zafar de la situación que parece muy loca por cierto tono de voz elevado que empieza a usar el taxista cuando lo interpela, el pibe nombra una película determinante: El ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica 1948). Fin del cuento.
“Maradona me debe un yogur” es como una vieja historia épica, contada por los primeros italianos que llegaron de los barcos a principios del siglo pasado. Los recuerdos de parientes, amigos y personajes eran como rompecabezas que armaban cuando se juntaban en grupos y los relatos orales empezaban desde muy atrás en el tiempo. Una verdadera pirámide de cimientos, de ladrillos como personajes míticos que se apilan hasta llegar a la cúspide con un cierre sorpresivo: hay algo interesante para contar en el barrio del Abasto. Todos deben enterarse para que la noticia se expanda. Fue en un canal de televisión, una anécdota jugosísima entre reportajes a jugadores de fútbol. El personaje mítico del barrio, Nono el Fabulador, se entera y esparce la noticia y el héroe, la primera persona hablante de este relato, se ha vuelto popular. Todos hablan de él hasta que llegamos a la punta de la pirámide. Ya está terminada, completamente construida, pero hay que volver a los cimientos para revisar la obra. Aparece Jorgito el Potro, otro personaje místico del Abasto, cuyo famoso almacén de Cochabamba y Entre Ríos, da que hablar por sus carteles y su particular personalidad. Y tiene una mejor anécdota, pero bien guardada y si nuestro héroe llegó con una jugosa, el Potro sacará otra del cajón como un siete de espada y mostrará la foto. La anécdota del héroe no es nada, el Potro ganó y el barrio sigue siendo de él. Es una anécdota buena la de nuestro héroe, pero la popularidad está polarizada por Jorgito, el Potro del Abasto. Y el narrador dice: “yo me encontraba huérfano de padre al principio”. Buscaba un padre simbólico en esta aventura de la notoriedad y encuentra un padre fallado que le hace un retruco, como el padre que lo abandonó.
Y en ese simbolismo, en esta cuestión de resistencia al olvido, a la búsqueda del padre que nunca tuvo o a un cambio acelerado de los tiempos, aparecen los objetos culturales, las películas, una revista que habla de la historia del mundial o un libro que tiene un viejo sentado en una mecedora en la puerta de una casa y cuenta historias a los niños del barrio. Esos objetos serán insignias que se resisten al olvido. El olvido de un amor, el olvido histórico, el olvido político que genera exclusión y por qué no el olvido amoroso en la relación que fue en una pareja.
“Trato de incorporar imágenes auditivas para crear una atmósfera. Busco esta cuestión de desarrollar, con citas de películas y nombre de canciones, un universo cultural y crear atmósfera. También aparece esta cuestión de pequeñas victorias en un clima de pérdida y desolación, que se afincan en un lugar de resistencia al olvido. Se presentan como épicas y no solucionan nada, pero quizás es la única victoria que ese personaje puede tener en sus contextos”, dice el autor.
El barrio del Abasto y la cortada, la Tablada y la esquina de Jorgito, son algunos de los lugares y nombres que dan vueltas alrededor de los cuentos como el apellido Infante, Newells, el otro cuadro o los sabios místicos del barrio que tienen algo para decir, narrar y leer a los niños. Como la añoranza de una nostalgia de lo que fue, de la década del ’90 en su máximo esplendor de adolescencia, fútbol callejero y el regodeo de la niñez, la sorpresa es un juego para escribir. Ariel Pennisi la lleva con la calidad de los grandes escritores que, atentos a la atmósfera de lugar, todo lo ven y escuchan. No hay ningún apuro en sus frases lentas, sólo seguir leyendo con la cadencia de la espera para disfrute del buen lector.