Siempre que se juntan estas dos palabras (literatura y política) se piensa en una lectura sociológica e ideológica, tanto de los autores como de sus textos. Leemos nuestra primera ficción, El matadero, de Esteban Echeverría, desde su rechazo a Juan Manuel de Rosas. Analizamos cómo José Hernández adapta la actitud de su gaucho Martín Fierro según la discusión política del momento. Hay escritores peronistas como Leopoldo Marechal, o novelas gorilas como El incendio y las vísperas, de Beatriz Guido. ¿El cuento “Cabecita negra” de Germán Rozenmacher es una respuesta desde el peronismo a la lectura antiperonista de “Casa tomada” de Julio Cortázar?
Pero cuando pienso en lo político de la literatura argentina a mí me surgen otras preguntas: ¿Cuánto dinero ganó Hernández con el Martín Fierro? ¿Cómo eran los contratos que firmaban Marechal, Guido, Rozenmacher? ¿Les pagaban un diez por ciento, les daban adelantos, se quejaban, inútilmente, por lo poco que cobraban? La pregunta parece ociosa aplicada a los escritores del siglo XIX, que utilizaban la literatura más como un instrumento de la política que para hacer carrera literaria. Pero resulta pertinente en los escritores del siglo XX, que intentaban vivir de la escritura. Ni qué hablar de hoy.
Al escritor, por timidez o por pedantería, le ha costado históricamente reconocerse como un trabajador, un tipo que vende su tiempo, su escritura, su ingenio, su capacidad de inventar historias, a una empresa, representada como “la editorial”. Tal vez por eso estamos como estamos los que publicamos libros.
El viernes 28 de julio, en una coincidencia que no debe ser tal, los dos grandes grupos editoriales de la Argentina enviaron a sus autores las liquidaciones del primer semestre. Se supone que a fines de agosto / comienzos de septiembre depositarán el dinero de las ventas ocurridas entre enero y junio. Esto significa que si alguien compró un libro el primero de enero, el autor lo cobra el primero de septiembre (días más, días menos). O sea, nueve meses después. Y cobra su diez por ciento al valor del momento de la venta. Con la inflación que hay en Argentina, el escritor termina cobrando un dinero devaluado, casi ridículo.
Lo aclaro con un ejemplo propio. Veo en una librería virtual que una de mis novelas, Las extranjeras, está en este momento a 9799 pesos (paréntesis: carísima, no sé cómo la gente sigue comprando libros nuevos). Pero en la liquidación que me llega hay ejemplares liquidados en distintos valores que van de los 2999 a los 7599. Si consideramos el caso extremo de 2999, al valor actual cobro el 3 por ciento y no el 10 que indica el contrato. Obviamente, los contratos no incluyen cláusula de actualización por inflación.
Hay algunos autores (muy pocos, los megabestsellers) a los que les liquidan trimestralmente. A los demás, como no nos quejamos ni podemos tomar medidas de fuerza, nos liquidan semestralmente y nos suelen pagar dos meses después. Las editoriales dicen que los libreros tardan en pagar. Se supone que lo hacen a 90 días. Por qué a eso le suman cinco meses para depositar su dinero al autor es algo difícil de explicar, como las diferencias entre el stock real y lo que declaran haber vendido. En una ocasión, según la liquidación enviada, había en existencia 700 ejemplares de un libro mío. Sin embargo, aparecía como agotado en todas las librerías. No estaban tampoco registrados en el depósito. La respuesta que me dieron fue esa: es difícil de explicar.
Sería muy inocente pensar que las editoriales que obtienen el dinero unos meses antes no especulan con esa pérdida de valor. ¿La ponen en un plazo fijo, la invierten en títulos públicos? Espero que no estén comprando bitcoins con los ejemplares que me deben. Bueno, la parte de un bitcoin.
A pesar de la intensa labor de La Unión de Escritoras y Escritores, que agrupa a los autores argentinos con la idea de contar con un sindicato propio, todavía hay resistencia de los propios escritores a debatir sobre su situación, algo que las editoriales aprovechan para sostener un vínculo injusto.
Si sirve de consuelo, la cosa no mejora con las editoriales extranjeras. Una editorial española me liquida anualmente alrededor de marzo y paga a fines del mes siguiente después de enviarle la factura. La única ventaja es que pagan en euros y el dinero no se devalúa. Tardé años en conseguir que una editorial mexicana liquidara y pagara los derechos de una novela mía. La editorial alemana Suhrkamp vendió los derechos de El equipo de los sueños para una edición escolar también en Alemania. Jamás vi un euro de lo que ellos cobraron.
Y en todos los casos --editoriales locales y extranjeras-- hay que confiar a ciegas que las cifras que dicen vender son las verdaderas. ¿Por qué mentiría una empresa? Eso jamás ocurre.
No es que las editoriales engañan al autor. En el contrato se aclara que los pagos van a ser semestrales. No es que lo ocultan, ni lo ponen en letra más chica. Las reglas son claras. Hay que cambiarlas para que sean justas e iguales para todos los autores. No puede ser que haya todavía contratos a diez años o más (yo firmé por quince por uno de mis libros). No puede ser que en estos tiempos de adaptaciones audiovisuales y traducciones posibles, las editoriales, que nada hacen por vender esos derechos subsidiarios, se queden con un porcentaje, en muchos casos de más del 30 por ciento.
Tampoco puede ser que los escritores no cuenten con ningún tipo de seguridad social otorgado por las editoriales. No contamos con obra social ni con aportes jubilatorios. No estaría mal tener un régimen especial similar al de las empleadas de casas particulares, pagado por las editoriales durante el tiempo que el libro esté contratado. Eso serviría también para acortar la duración de los contratos a tiempos más lógicos (¿tres años?). Los autores no somos socios minoritarios de la venta de los libros que escribimos. Trabajamos para las editoriales que compran los derechos de nuestra obra. Cuanto más rápido lo entendamos todos, mejor.