Beethoven y Lavandera. Un encuentro en el que la potencia del compositor y el juicio del intérprete invariablemente confluyen hacia alguna forma de épica capaz de hacer de la historia un desafío interesante. El viernes, en el Auditorio Nacional del Centro Cultural Kirchner, Horacio Lavandera ofreció un programa articulado con las últimas tres sonatas de Ludwig Van Beethoven: la nº 30 en mi mayor Op. 109, la 31 en la bemol mayor Op. 110 y la 32 en do menor Op. 111

Fue otra gesta técnica y temperamental que uno de los destacados pianistas argentinos de este tiempo logró llevar a cabo sobre la música de un compositor que bien conoce y al que siempre regresa. Basta recordar, por ejemplo, cuando en 2017, el mismo escenario de la “Ballena”, supo tocar y dirigir en un mismo fin de semana los cinco conciertos para piano. O cuando incluyó cuatro sonatas en un mismo programa en el Festival Konex de ese año.

En esta oportunidad, a la dificultad técnica y el compromiso emocional se sumó el peso simbólico de obras que decididamente marcaron otros rumbos para la civilización europea, incluso más allá de la música. Lavandera abordó las tres sonatas de un solo trazo, sin pausas entre una y otra, para intentar delinear el arco de una época en la que sobre la música se refleja también el pasaje de lo antiguo a lo moderno, el tránsito del mundo feudal al capitalista. Una proeza que el pianista cumplió con la complicidad del silencio, salvo algún teléfono inoportuno y pocos aplausos intempestivos, de una sala repleta.

Los tres golpes

Si es posible establecer tres períodos en la producción de Beethoven –el clásico, el heroico y el tardío– y también discutir hasta el infinito cuándo comienza uno y termina otro, en torno a la pertenencia de estas tres sonatas no es posible especulación alguna: representan el mayor hallazgo de un compositor de vuelta de todo, al borde de sí mismo y del mundo que lo rodeaba. El revolucionario irredento ante la sombra de la restauración. Un sordo que escuchaba el infinito

Compuestas entre 1820 y 1822, en torno a la Misa Solemnis, las Variaciones Diabelli y la Novena Sinfonía, las sonatas 30, 31 y 32 representan puertas abiertas hacia el más allá, la coronación coherente de una obra que en su vibración permanente nunca dejó de anunciar sonoridades inéditas, experimentos audaces y un universo expresivo disruptivo. Sin caer el relato naturalista propio del Romanticismo, el héroe terminó de llevar el Clasicismo, materia pura, hasta esa forma de intemperie que es el mundo cuando no termina de entender.

Recibido con una ovación, tras presentar brevemente lo que estaba por tocar y pedirle al público que sostuviera el silencio hasta el final, Lavandera comenzó su recital con “la 30”. El pianista abordó el primer movimiento con un sonido elástico y legato aunque concediéndose a ciertos arrumacos románticos, ligerezas que enseguida fraguaron en el Presto del segundo movimiento, brillante y austero, antes de abordar con distancia clásica las variaciones del final.

Encontrado el punto justo de la densidad beethoveniana, “La 31” fue un muestrario de destrezas técnicas, sobre el que Lavandera logró poner también buenos momentos de música. Transitó las laberínticas líneas de la compleja trama pianística siempre atento a los detalles de fraseo y al diseño dinámico que termina de dar forma a la que muchos consideran la más bella de las sonatas beethovenianas. Cuidadosamente lírico en el Moderato cantabile molto espressivo del primer movimiento y sin llegar a tensionar y forzar lo que el breve Allegro del segundo merecía, Lavandera logró rendir con claridad las tramas polifónicas del tercer movimiento con distinguido gesto doliente que nunca se concedió a patetismos. El Adagio ma non troppo - Allegro ma non troppo resultó uno de los grandes momentos de una noche que tuvo lo mejor en el final.

Entre el mito y la literatura, “La 32” se articula en solo dos movimientos: un Maestoso que acomoda en una imaginería inédita la forma sonata y la fuga, y la Arietta, que desarrolla una larga metamorfosis hacia el final en disolución. Con más música que literatura, Lavandera estuvo a la altura del mito, puso en juego su inmensa gama de recursos para ofrecer una muy buena interpretación, saludada en el final, ahora sí, con una larga ovación. 

“Es la primera vez que hago esto”, dijo Lavandera agradeciendo los aplausos en referencia a lo que terminaba de tocar. “Este concierto tendría que haber sido un poco más tarde, pero me lo adelantaron. Acabo de aterrizar en Buenos Aires y vengo de hacer otro repertorio”, contó el pianista, que en este recital no tocó de memoria, como habitualmente hace. Es posible pensar que con más rodaje sobre este programa hubiese podido terminar de redondear la dimensión orquestal que decididamente sostiene la escritura pianística de este Beethoven tardío, y que por momentos se desdibujó en lo que de todas maneras fue una excepcional muestra de talento.

“Ahora sí, aplaudan cuando quieran”, soltó al final el pianista y comenzó una generosa dosis de bises que, desde entre Clara Wieck y Richard Wagner, culminó con una soberbia versión de la “Danza del fuego”, de El amor brujo de Manuel De Falla.