La noche del 31 de diciembre de 1994 brindé con Fito Páez por los libros que íbamos a hacer juntos. A nuestro alrededor la gente conversaba de buen ánimo en grupos que se desarmaban parcialmente y volvían a constituirse a un costado del piano, en el pasillo y en los sillones. Todas las chicas tenían vestidos negros. Fernando Noy se probaba una boa fucsia frente al espejo. Dos mozos recorrían el living ofreciendo champagne y canapés. Cecilia Roth y sus amigos íntimos estaban en el dormitorio, con la puerta cerrada. El ascensor traía flamantes invitados y una pareja, que en minutos tocaría el portero eléctrico, bajaba de un taxi en la esquina. Detrás del ventanal no se veía el Botánico, por el contrario, el vidrio se espejaba duplicando la fiesta.
Enrique Symns estaba en Buzios. Había viajado con el objetivo de retomar el proceso de desintoxicación iniciado el año anterior en Necochea, sostenido durante meses de caminatas por el bosque y las playas desiertas, y suspendido al volver a la Ciudad de Buenos Aires. El problema y la solución se presentaban como una cuestión geográfica: la naturaleza lo favorecía, la ciudad le provocaba ansiedad.
Durante los años 1991 y 1992 Enrique había estado en pie, pero muy enfermo. Los diversos consumos, el sedentarismo y los desórdenes en el sueño habían afectado su salud física y emocional; necesitaba un cambio de estilo de vida que recién logró implementar en 1993, a fuerza de voluntad y con el apoyo de un entramado de amistades en distintas ciudades y pueblos. Fito Páez confió y sustentó el cambio de vida de Enrique. Héctor Ledo fue fundamental en la primera etapa de la recuperación en Necochea.
Antes de irse a Brasil, Enrique había preseleccionado una buena cantidad de sus textos para el libro que planeábamos realizar, la primera antología de sus publicaciones en medios gráficos. Reuní las revistas y diarios, fotocopié los materiales y los dividí en dos: los que consideraba imprescindibles y los que me generaban dudas. Le pasé todo a Fito que reubicó categorías y escribió el prólogo. Luego de la antología, proyectábamos escribir la biografía del propio Fito.
“La biografía de un tipo de treinta y dos años, es ridículo”, dijo Fito y se rió.
A pesar del comentario levemente sarcástico creo que él estaba consciente de que había mucho para contar. Volvimos a brindar. El mozo nos acercó la bandeja y dejamos las copas vacías y tomamos dos nuevas, burbujeantes y heladas. Me fui de la fiesta antes de las tres, para encontrarme con mi novio en Villa Crespo y pasar con él lo que quedaba de la noche de fin de año.
HOJA DE RUTA
Poco tiempo después comenzaron las reuniones por el libro de Fito. Fernando Moya negoció el contrato y consiguió la cifra más alta dada hasta el momento por ese sello, como adelanto para los autores Rodolfo Páez y Enrique Jorge Symns. Fito renunció a su parte y habló con la gente de la productora Circo Beat con el objetivo de que aportaran viáticos destinados a apoyar el trabajo de investigación y entrevistas que íbamos a realizar.
Enrique me citó a la tarde en un bar del centro para la primera reunión a solas sobre la biografía. Mientras yo desplegaba anotadores y lapiceras, me propuso ser coautores y socios, 60/40. El sol entraba por una ventana guillotina y bañaba parte de la mesa de fórmica. Por supuesto que acepté. Era más de lo que esperaba. Luego pasamos a los contenidos. Escribí una hoja de ruta. La idea de Enrique era trasladar el concepto de revista a un libro, pensaba en capítulos como si fueran secciones. Me pareció divertido. Era mi primera experiencia en un trabajo de este tipo, estaba entusiasmada y confiaba en él. Lo demás lo encontraría en el camino.
En ese encuentro en el bar de maceteros colgantes, Enrique me asignó la investigación en Rosario: infancia, adolescencia, la partida a Buenos Aires y el crimen de la familia. Él se iba de gira con la banda y tenía un plan de trabajo: entrevistar a Fito y al entorno. Y una idea acertada: convertir en personajes a la troupe que viajaba con Fito, abrirle las puertas del libro al Circo Beat.
Cecilia Roth me dio una carpeta con recortes, notas, reseñas y entrevistas a Fito a través de los años; un material de consulta de gran utilidad. También estuve en las oficinas de Circo Beat donde recibí otro archivo. Compré dos grabadores Panasonic con micrófono direccional, un pack de microcasetes, y dos rollos fotográficos de 100 y de 400 asas. Le pedí prestada la Pentax a mi padre, reservé una habitación de hotel y compré un pasaje de avión a Rosario.
En la casa en la que había crecido Fito funcionaba un centro de estudios médicos, estaba remodelada. Di vueltas por el barrio y tomé fotografías. En especial de las casas de enfrente a la de Fito, porque conservaban su arquitectura original y supuse que conformaban el paisaje cotidiano desde el interior, a través de las ventanas, con más presencia que la propia fachada. No quise fotografiar la casa de Fito porque sentía que las reformas le habían quitado el espíritu original. Un transeúnte se acercó y me tocó el hombro.
“Es esa”, dijo y señaló la casa.
Se lo agradecí sin dar explicaciones.
Mientras Enrique recopilaba anécdotas de músicos que tiraban televisores por las ventanas y amores apasionados que curaban heridas, yo escuchaba a Charito Páez relatar la muerte de la madre, la muerte del padre, la masacre de las abuelas de Fito. Volví a Buenos Aires afectada por la historia de orfandad tras orfandad del cantante rosarino. Me preocupaba cómo íbamos a contarlo para no agregar más dolor.
En Buenos Aires me reuní con Fernando Noy en su departamento del abasto, una tarde helada, en la que desplegó su hipnótica verborragia ante mi grabador; Fabi Cantilo me recibió en una oficina y se esforzó por organizar las fechas; con Joe Stefanolo hablé en su célebre estudio de Tribunales, al que se accedía por una escalera angosta, donde continuaba la fila de clientes que esperaban ser atendidos. Tuve una charla muy interesante con Carlos Villavicencio, sentado del otro lado de un escritorio; hablé con Daniel Piazzola padre, en un vestíbulo de un teatro porteño en el que tocaba Fito y esa misma noche u otra, tuve una charla breve con Rodrigo Fresán en un ámbito similar. Hubo más entrevistas. Sé que me reuní con al gran Alejandro Urdapilleta, pero no logro ampliar el cuadro y visualizar el lugar, aunque su incandescencia me llega nítida.
UN POCO DE BARULLO
Cuando habíamos realizado todas las entrevistas necesarias nos fuimos a La Hormiga, una estancia en Florencio Varela en la que alquilamos una casa sencilla, con hogar, galería y un nogal a metros de la puerta. El entorno de arboleda añosa era inspirador. Un camino de cipreses conducía al casco principal y otro sendero más angosto, enmarcado de tilos, llegaba hasta una de las tranqueras. Por las mañanas las vacas pastaban en nuestro jardín y me encontraba sus hermosas grandes cabezas al abrir las ventanas.
Salíamos del campo en bicicleta para hacer las compras, pasar por el puesto de diarios y tomar un café en un bar del centro de Varela. Trabajábamos doce horas por día. Teníamos mi Olivetti y una Macintosh de 1987. Nos habíamos impuesto una rutina muy exigente. El entorno natural nos beneficiaba. A los dos meses y medio teníamos el libro armado. Con mucho para corregir, pero con su forma definitiva. Entregamos el libro poco antes del inicio de la primavera de 1995.
Los grabadores fueron un estímulo para Enrique durante la gira, ya que le permitieron registrar conversaciones sin que perdieran la frescura. De todas formas, la cuestión del soporte tecnológico fue secundaria. Enrique tenía el don de acceder amistosamente al relato de los secretos guardados bajo siete llaves y lograr confesiones inigualables de los entrevistados; enojos, frustraciones y episodios privados; de forma individual o en grupo, formal o informal, las personas se olvidaban de que estaban hablando para una nota que saldría publicada, o para un libro y le contaban todo. Esa era su magia, su distinción. Después, cuando él se iba, las personas se arrepentían de haber hablado tanto o de haber dicho determinada cosa y eso generaba problemas.
Mientras escribíamos el libro pensé que iban a surgir conflictos por las confesiones de Fabiana, que eran muy sinceras y por las de Cecilia, que eran muy íntimas. Pero las chicas no se quejaron. También supuse que Fito se iba a poner mal por los detalles del crimen de las abuelas. Fito se la bancó. Lo que le molestó fue que sus músicos protestaran porque les descontaba las ausencias en los ensayos. La fuente de la crisis fue banal. Además, no le gustó el relato de uno de sus mejores amigos sobre el estado de dejadez en el que lo encontró, cierta vez, antes de un concierto importante; y un párrafo en el que Liliana Herrero daba detalles de una pelea con Fabi, de la que había sido testigo. Hubo un poco de barullo dos o tres días. Fito llegó con su tapado amarillo a las oficinas de la calle Independencia y desplegó su encanto. Toda la gente de la editorial estaba emocionada por su presencia. Se acordó eliminar un párrafo, reubicar otro y sumar voces de músicos que eran importantes para Fito y no formaban parte de la banda de la gira.
PREGUNTAS QUE QUEDAN
Días después nos reunimos en lo de Fito para definir varias cuestiones. Enrique no fue porque estaba molesto de que opinaran a favor o en contra del contenido del libro. Pero coincidía en ampliar la participación de artistas y lo dejaba en mis manos. Fue una reunión tranquila. Vi el atardecer desde los ventanales de Fito y Cecilia. Hicimos una lista de músicos en la que figuraba Silvio Rodríguez, con quien días después me relacioné por fax. Otro de los convocados fue Horacio González a quien le pedimos un párrafo para incorporar al capítulo El Trovador. Cuando las hojas comenzaron a brotar del fax, tuve una grata sorpresa: Horacio nos enviaba un capítulo completo.
Alejandra Procupet era la editora general del libro y en una de las tantas charlas que tuvimos, me planteó la cuestión del trato de usted en el monólogo de Fabi. Dijo que se iba a interpretar como una errata.
“Fabi y su madre se tratan de usted. Es importante, es una peculiaridad”, dije.
Ale me repitió que parecía una errata. Cedí sin estar convencida. Hice el cambio al voceo.
Los dibujos de Rep se incorporaron naturalmente al libro, con vida propia. Había mucho material fotográfico. Charito me había dado fotos del álbum familiar. Había fotos de prensa. Fotos de gira. Fotos de estudio. Se hizo una producción de tapa con Sara Facio. Se debatió el título. La gente de la editorial se inclinaba por Fito y el propio Fito quería ponerle Rodolfo (cosa que hizo años después con un álbum). No estuve en la reunión en la que se acordó que el título fuera Páez.
Lo último que Enrique escribió en el libro fue la aclaración incial de que, aunque por razones contractuales y de planificación original del proyecto figuraba como coautor con Fito, necesitaba dejar en claro ante los lectores que él y yo eramos los autores.
Me quedé mirando las galeras. Para mí la aclaración era suficiente. Me alcanzaba con la experiencia de ser parte del libro, con lo vivido junto a Enrique en el campo de Varela, con lo que había aprendido sobre mi propia pluma al avanzar capítulo tras capítulo. No necesitaba figurar en la tapa. Pero las preguntas que aún me quedan son: ¿No estuve en la tapa por ser mujer? ¿O me eliminaron porque la idea de la editorial era presentar el libro de la forma más cercana a una autobiografía?