En ese tramo, la ruta estaba bien pegada al mar. Se lo veía planchado en la orilla y revuelto por el horizonte, se dijo que algún día las olas más grandes llegarían desde lo profundo. Mirar el mar debería traerle sosiego, al menos es lo que decían los poetas acerca de su inmensidad y otras yerbas, pero no era así.
Casi con alivio comenzó a oler el mierdero de la ciudad, ya saliendo de Mar del Plata. Se sentía encaminado hacia su pueblo. Extrañamente, el calor no aflojaba en esos días tan próximos al otoño. Y eso que el sol de la tardecita ya se escondía detrás de la arboleda. El chivo propio era reemplazado por el insoportable olor. Se tiró hacia la izquierda de la ruta para tomar algo fresco en una confitería que ya había visto en otros viajes. Intentaba ser una casa antigua con aire de realeza, e incluía en su fachada un cartel luminoso que decía “Villa Joyosa”. Lucía como si fuera una joya falsa.
Se sentó en una mesa interior junto a la ventana para poder ver el mar. Un par de camareros con uniformes verde oliva atendían unas mesas un tanto lejanas. Hizo señas y se acercó el cabo de ojos claros, con su mueca sádica y su vozarrón con tono cordobés, al cual tantas veces había escuchado en larguísimos y antiguos catorce meses. “¡Cómo me va a levantar la mano así, tagarna! ¡Párese firme, pegue las chauchas, salte pa’ arriba en su lugar hasta que la muerte lo sorprenda!”. No podía creer lo que estaba ocurriendo, sin embargo obedeció prontamente, apartándose de la mesa y comenzó con los saltos de rana, al mismo tiempo que lo hacían los demás comensales. Todos eran muy jóvenes y estaban vestidos como colimbas. Al cabo de unos minutos empezó a cansarse y cuando el cabo giraba para mirar a otros, alargaba el tiempo entre salto y salto. Era muy flaco y sus escasos cincuenta y cinco kilos de aquella época sumaban más huesos que músculos.
Sin que se diera cuenta, por atrás se había arrimado otro camarero, un morocho con bigotes finitos, era el cabo primero que solía golpearlos: “¡Párese firme, recluta! ¡Nos está tomado por boludos!” Y le dio un cachetazo, que no era como los que daban los payasos de circo. A continuación, el cabo le ordenó internarse en el predio a puro grito e insultos y lo llevó hacia la parte de atrás, donde lo obligó a arrastrarse sobre pastos y cardos. Luego de cincuenta metros, divisó una hermosa pileta que hacía las delicias de los oficiales que allí tomaban sol. El olor a mierda se sintió más fuerte, parecía dominar el barrio entero y con la brisa del mar se intensificaba. Allí estaba el oficial que le había hablado de la dominación judío–comunista y que lo había obligado a leer el libro La Derrota Mundial, otra derrota en su derrotero. El cabo le hizo bajar unas escaleras y lo obligó a mirar hacia la oscuridad que estaba debajo de la pileta, donde se adivinaban cuerpos maltratados. “Esto le va a pasar, soldado, si no obedece”, dijo con voz amenazante.
El olor a mierda lo puso al borde del desmayo, pero pudo ver llegar un camión de la muy cercana base del ejército, del cual bajaron a más jóvenes encapuchados. No pudo humanizar esos cuerpos en ese momento, sino hasta un par de años después, cuando se arrimó a colaborar con las Madres de Plaza de Mayo de Mar del Plata, en un intento de acercarse a la propia que vivía en su pueblo. Cuando tiempo después lo contó en la mesa familiar, su padre empezó a los gritos y hasta le arrojó algo como un manotazo, mientras su madre sollozaba. “¿Cómo le vas a hacer eso a ella? ¡Vos tenés que estudiar y no meterte en política!”. Y él obedeció, pero por un tiempo. No pudo sostenerlo, ya empezaba a ser otro.
Cuando finalizó el baile militar se encontró con sus rodillas sangrantes luego de la arrastrada por el campo, lo llevaron a la enfermería. Estaba al lado de la confitería a la que a veces lo dejaban ir y donde se mezclaba con los que venían de Corrientes, mayormente de origen muy humilde, y con los de Mar del Plata, igualados en el adoctrinamiento y el maltrato. La música variaba según el milico a cargo, del folklore que le cantaba al paisaje a la música disco, pasando por los aullidos del cantante de Deep Purple por las noches. Hasta que un día un oficial mandó Piero con “Para el pueblo lo que es del pueblo”.
Ya tocaba irse, por fin se podía salir de esa pesadilla. Pidió la cuenta, ya no quedaba casi nadie en el lugar, parecían estar cerrando la confitería. Los mozos de verde militar no aparecían por ningún lado. Uno muy joven, con remera, bermudas y una medida sonrisa le trajo el ticket, nada barato por cierto. Cuando el mozo pegó la vuelta hacia la caja, él tomó el cenicero que estaba sobre la mesa y se lo guardó muy rápidamente en el bolsillo. En todo ese año ahí adentro fue su único aprendizaje.
Desde el horizonte ya llegaban otros aromas, de azucenas y de tantas otras flores arrojadas al mar. Pero aunque en ese momento oliera a victoria, el olor a mierda nunca se fue del todo. Se podía sentir cuando soplaba fuerte el viento norte y a decir verdad, por lo general, los olores y los aromas estaban muy entremezclados. Como en esa tarde, muchos años después, mientras retomaba la ruta hacia San Bernardo”.
Lo vivido, las fantasías y los imaginarios sociales nutren nuestras formas de habitar las ciudades. Se configuran en marcas subjetivas urbanas y personales. Que el texto precedente valga como un ejemplo de mi vida marplatense. Cada lector tendrá las propias.
Villa Joyosa fue una mansión de estilo neocolonial construida a inicios del siglo XX muy cerca del GADA 601, en las afueras de la ciudad cuando se inicia la ruta 11 que lleva a toda la costa bonaerense. Estaba frente a la planta de tratamiento de efluentes cloacales que suele dar el olor característico a la zona. Durante décadas pasé por la puerta en mis viajes hacia la casa de mis padres en San Bernardo, nunca me detuve. Ni siquiera cuando fue una confitería y un boliche bailable durante los 80. Luego fue abandonada y estuvo en ruinas durante más de veinte años, hasta que finalmente fue demolida por la municipalidad apenas terminada la pandemia. Durante mucho tiempo circuló la versión de que había sido un centro clandestino de detención durante la dictadura, denuncias periodísticas que no han podido ser probadas en sede judicial. Quienes pueden llegar a saber si así lo fue, aún no han dicho nada.
Me tocó hacer la colimba durante catorce meses en la Base Aérea de Mar del Plata, luego de Malvinas y antes de la recuperación de la democracia. Allí tuve muchas vivencias, la mayor parte de ellas muy poco felices. En esa base funcionó el centro de detención conocido como La Cueva, bajo el sitio de emplazamiento del viejo radar. Una vez desmantelado, allí se guardaba la ropa y otros enseres cotidianos que usábamos los conscriptos, y fue donde me enviaron a acomodar cajas una tarde de primavera en 1983. Un par de años después supe de su uso anterior gracias a los dolorosos y valientes relatos de los sobrevivientes de la dictadura.
Hasta el día de hoy, los olores y los aromas siguen estando entremezclados. No está nada mal que cada uno entrene el olfato lo más que pueda e intente desentrañarlos. Y de paso, no aflojar en hacer aromas, se trata de seguir consolidando nuestro universal ejemplo de lucha por la memoria, la verdad y la justicia.