¿Por qué ir a Río un día de elecciones? Votar a la mañana, avión a la tarde. Primer respuesta; nada más que para ver el glorioso nombre que incorporaron al aeropuerto del Galêao. Antonio Carlos Brasileiro de Almeida Jobim. Para los pasajeros enterados, apenas, y ni más ni menos: Tom Jobim. Pero luego, caminar por un aeropuerto tan enorme a la manera del mero paseo del hombre apurado, pasaporte en mano, con el ligero terror de un alma desierta rodeada de mercancías. ¿Pero quién es esa belleza morena que camina delante mío? Su displicencia emana de un cuerpo magnífico. No solo hay que ser bella. Hay que desplazarse con sublime distracción. El movimiento debe ser una ausencia real, nada de teatralidad, solo se debe dejar que emane un imperceptible temblor, aparentemente invisible, en cada movimiento de avance.
No sabemos quién es, dónde va, qué la trajo hasta aquí, si leyó a Baudelaire, porqué ofrece su transitoria estadía en una estación aérea supervigilada; hasta le son inapetentes los perfumes Dolce Gabana que nos vigilan desde los inverosímiles Duty Free, por los que obligatoriamente debemos pasar. Como si fueran el corredor del Danzig, siempre con un destilado aire fraudulento. Pero logramos salir al fin del supermercado donde siempre somos indocumentados y donde se siente que el Aeropuerto es un simple complemento de un Shopping Mundial. Ahora debemos mostrar documentos. ¿Por qué esa recóndita aprensión, si todo está en regla? ¿Tendrá documentos aquella heroína distante, deidad aeroportuaria? Tom Jobim se dio a conocer por su forma de festejar a la garota de Ipanema, esa que pasa y deja un sentimiento de angustia sobre los dioses perdidos en la gran ciudad. “Ah, si ella supiese”, clamaba Tom Jobin. Pero no sabemos ya si podemos cantarle al sublime candor de una paseante.
En el Aeropuerto con su apodo, Tom Jobim, que llevaba el nombre de Brasil en su documento de identidad, no hubiera sabido qué hacer. Ya la garota que paseaba por el compulsivo Shopping era pura negatividad, un arquetipo roído en una estatuaria magnífica, quizás una modelo contratada por la Dirección Nacional de Turismo “Fora Temer” –solo dos o tres pasadas misteriosas por día, salario rebajado–, para remedar aquellas fugacidades radiantes, para levantar el ánimo caído de todo pasajero, obligado a sacarse los zapatos frente a la guardia. ¡O cinto tambén, meu amigo!
Segunda respuesta. Las conferencias que había que dar en la Universidad de Rio. Tema, Latinoamérica hoy. ¿Cuáles fueron los síntomas teóricos que acompañaron en los años anteriores los intentos de darle a los acontecimientos políticos una atadura conceptual? El conferenciante los sabía con urgencia, esos síntomas se llamaban Marco Aurelio, Laclau, García Linera. Todo bien hasta ahí, pero en algún momento apareció el tema de cierta renuencia del PT –puesto como dilema a ser resuelto– a reconocer antecedencias, raíces, emblemas de la historia anterior. ¿No es lo mismo entre nosotros? El conferenciante, o palestrante (la gran palabra de la antigüedad que el idioma portugués todavía conserva para el orador)había omitido a Luis Carlos Prestes.
Un representante del sindicato docente de la Universidad se lo hizo notar, amable pero firme con el disertante extranjero. Un olvido se perdona pero siempre con prevenciones. El extranjero goza de ventajas a la hora de la indulgencia, su condición aminora el enojo, pero igual hay que advertirle. Seamos latinoamericanos, aunque con cuidadoso empeño. Luego, una tenue cena en el restaurante de Playa Vermelha. La más insinuante bahía del Brasil, escueta, urbana, militar, con lejana sangre en la arena. Allí comenzó el capitán Prestes su insurgencia en los años 30. Nombre olvidado en la conferencia, nos lo traía a cuenta un oleaje cortante. Uno de los compañeros comensales, bisnieto de Quintino Bocayuva, señala con ingenio los logros y débitos del PT. En tanto, Lula, el doliente, el empeñoso, comienza otra vez su caminata por el Nordeste.
Caído el Imperio, en 1899 el brasileño Bocayuva había laudado en el problema entre su país y Argentina por los límites de las Misiones. Y lo hizo a favor de Argentina. Lo que menos merecía era una calle. Y fue en Almagro, calle en donde hoy vive mi amigo Christian Ferrer. A la vez, el viajero argentino, puede pasear por la calle del argentino-uruguayo Andrés Lamas en una de las principales ciudades del Brasil. Con este nombre el Imperio festejaba al que podríamos considerar uno de sus más importantes agentes diplomáticos y comerciales en el Río de la Plata.
La noche de las elecciones, intercambios de mailes con los amigos de Buenos Aires. Desde la ventana de mi anfitrión, el profesor Javier Lifschitz, se ven las luces de Río, una democracia lumínica, a las cuatro de la mañana alguna lamparita se prende, otra se apaga, pero todo se confunde en un inmenso manchón acolchonado de píxeles sufrientes. Se intrinca el morro con Leblon, se fusionan las favelas con la Lagoa Rodrigo de Freitas. En esa inquietante uniformidad se esconden los dramas nocturnos y diurnos de Brasil. Mientras, nerviosas apariciones compulsivas. En la consabida pantalla, los diarios de Buenos Aires y el correo personal que iba y venía. Era la consulta por la progresión estadística con la que Cristina iba emparejando la diferencia con Bullrich, el rematador que usa el idioma como un subastador de frases. Como en la época infantil donde un inaccesible relator de fútbol contaba partidos de la selección desde lejos, en una cancha que la distancia hacía abstracta y la imaginada cercanía hacía dramática, iba acortándose la distancia. El arrebato era el mismo que el de la infancia esfumada, a pesar de que una pantalla nos deja la idea de una inverosímil contigüidad. Las estadísticas pueden ser un arte catártico. Toda la política puede resumirse en 0,1 por ciento demás. Los de la Costa Salguero, en su oleaje inconfesado, lo sabían.
En los mailes, ya se pronunciaba la palabra fraude informático. Me asusté. Vuelta al pasado. Brizola, en los años 80, había sufrido una trampa de esa índole, preparada de antemano. Le hurtaron su victoria electoral. Aquí fue una parte del espectáculo. ¿Por qué un fraude no va a consistir apenas en parar un reloj? El embustero antiguo intentaba poner cara de científico. Ahora bastaba una pantomima y ponerse en horario el traje de fiesta. Si fuéramos exquisitos lo podríamos llamar fraude icónico, una imagen fuerte pero fugaz. Cuando se sepa la verdadera cifra, no importará. O importará de otra manera. Acaso, importará más. El conteo se detuvo para que quedara la iconografía del baile. A la cuatro de la mañana, impaciente e incrédulo, recibo el mail de mi amigo Ricardo Gené, uno de los más importantes neumonólogos de Buenos Aires, “andá a dormir, esto va para largo”. Todavía sigue en estado de fraude esa bailada victoria, fraude de los poseedores de la calle Bullrich con sabor a triunfo de Cristina, que sin tenerla, tiene calle. Apagué la luz de la habitación, y una lucecita menos contribuía al archipiélago esplendoroso de la noche de Río. Alguna otra se prendía y alguien de la Baixada Fluminense iniciaría su largo viaje hacia algún trabajo precario, si es que lo tenía.